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FRANCO Y EL FRENTE POPULAR

 

“Todo lo que exceda o sobrepase a la legalidad es inaceptable”, había dicho el general Franco al entonces director de la Guardia Civil cuando triunfó en las elecciones de febrero de 1936 el Frente Popular. Franco no había engañado a nadie. Fiel a su conciencia y a sí mismo había dicho:

“Donde yo esté no habrá comunismo”

 

“El día de la venganza no dejaremos piedra sobre piedra de esta España que debemos destruir para, sobre sus ruinas, reedificar la nuestra”

Francisco Largo Caballero

 

“Pedimos una revolución. Pero ni la misma Revolución Rusa nos servirá de modelo, porque nosotros necesitamos llamaradas gigantescas que se vean desde todos los rincones del planeta y oleadas de sangre que tiñan de rojo las aguas del mar”

Margarita Nelken

 

 

EL general Franco, al conocer el resultado de las elecciones, debió de pensar que la hora de la revolución había llegado. Y no era extraño, pues ciertas frases siniestras proferidas en el curso de la campaña electoral habían anunciado que esa hora sonaría si triunfaba el Frente Popular.

 

«El día de la venganza -había dicho Largo Caballero- no dejaremos piedra sobre piedra de esta España que debemos destruir para, sobre sus ruinas reedificar 1a nuestra».

 

«Pedimos -proclamaba por su parte Margarita Nelken- una revolución. Pero ni la misma revolución rusa nos servirá de modelo, porque necesitamos llamaradas gigantescas que se vean desde todos los rincones del planeta y oleadas de sangre que tiñan de rojo las aguas del mar».

 

¿Se iba a permitir, después del terrible ejemplo de octubre, que la revolución se adueñase del Poder? Durante la campaña electoral, Franco, menos optimista que Gil Robles, había previsto una entrada en escena del Ejército para bloquear un nuevo movimiento revolucionario, .y envió al general Mola, jefe de las tropas de Marruecos, al teniente coronel González Badía con la misión de decirle que estuviese preparado para enviar a España, en el mínimo tiempo posible, el máximo de tropas. Mola, que desde su llegada a Marruecos trabajaba en el fortalecimiento del Ejército en el Protectorado, respondió lacónicamente: “Todo está preparado”.

 

Los nombramientos que Gil Robles había hecho en todas las guarniciones de la península, por consejo de Franco, le permitían a éste, por otra parte, contar con todo el Ejército de la nación. Pero convenía no dejar pasar el momento favorable.

 

Porque, desde que se conoció el resultado de la consulta popular, comenzaron a producirse ruidosas manifestaciones por las calles de Madrid para reclamar el Poder en nombre del Frente Popular, Franco, inquieto, telefoneó al Director de la Guardia Civil, el general Pozas; a quien había conocido en Marruecos:

 

-Te llamo para anunciarte que las masas están en la calle y que se quiere sacar de estas elecciones consecuencias muy diferentes a sus resultados. Me temo que comiencen los disturbios en Madrid y en provincias.

 

El generar Pozas, nombrado por Portela Valladares al iniciarse la campaña electoral en substitución del general Cabanellas, no pareció inquietarse lo más mínimo por la alarma de Franco, pero éste insistió:

 

-Te recuerdo que vivimos en una legalidad constituida, que yo acepto, como acepto también los resultados de las urnas, aunque sea contrario a este sistema. Pero todo lo que exceda o sobrepase a esa legalidad es inaceptable, incluso en el mismo sistema electoral y democrático.

 

-Estáte tranquilo… Yo te aseguro que esa legalidad no será  sobrepasada -respondió Pozas.

-Me parece que prometes algo que no podrás cumplir -siguió Franco-. ¿No sería más eficaz que los que tengan una responsabilidad establezcan con nosotros el contacto necesario para evitar que las masas se nos echen encima y lleguen a dominarnos?

 

Pero su interlocutor estaba resuelto a no conmoverse. Para él, no se trataba más que de «la legítima expansión de la alegría republicana». -No hay razón alguna para temer algo tan grave -le contestó.

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Franco colgó el aparato. Tenaz, se dirigió al ministro de la Guerra, general Molero, rogándole que declarase el estado de guerra, cuyos planes él había preparado. Prudentemente, el ministro se escudó tras el Presidente del Consejo, que, según él, era el único que podía legalmente tomar aquella decisión.

Entonces, el jefe del Estado Mayor Central recordó que contaba entre sus amigos con un antiguo ministro liberal de la monarquía, hombre amable e historiador erudito, Natalio Rivas, que conocía a Portela Valladares, rogándole que le gestionase una entrevista con éste. El Primer Ministro le recibió la noche del 17. Era un burgués correctísimo, pero poco inclinado a la aventura, que escuchó atentamente a Franco, mientras éste le exponía la necesidad de decretar el estado de guerra si no se quería perder la última oportunidad de contener a las masas.

 

-¡El estado de guerra es la revolución a las dos horas de su proclamación! -exclamó Portela.

Franco ya lo sabía. Pero entonces contaba con medios adecuados para combatir y vencer a la rebelión. Más tarde, la revolución brotaría igualmente; pero no podría ser detenida…

Portela suspira, confiesa que es demasiado viejo para embarcarse en semejante aventura… ¿Por qué no toma el Ejército la iniciativa? Franco olfatea la trampa, y responde que el Ejército no está calificado para tomar la iniciativa, que es al Gobierno al que le incumbe tomarla.

 

Portela se queda pensativo:

 

-Mi general -replica-; ya veremos. Lo consultaré con la almohada.

 

El general no podía hacerse muchas ilusiones sobre aquella consulta: el historiador de la herejía prisciliana no pasaría el Rubicón.

 

Efectivamente, la almohada aconsejó al Presidente del Consejo que adoptara una actitud exactamente opuesta a la que le había aconsejado Franco, y Portela fue a entregarle su dimisión al Presidente de la República. En vano le rogó éste que esperase, que presidiese la reunión de las Cortes y los debates sobre la validación de los nuevos diputados. El viejo hombre de Estado respondió que el cargo de Presidente del Consejo era «voluntario», y que, viéndose cogido entre las masas revolucionarias que reclamaban el Poder, y ciertos generales que pretendían sublevar al Ejército, él se retiraba.

 

Ni siquiera intentó Alcalá Zamora lo que había hecho Millerand en 1924 con el ministro Françoix Marsal. Se doblegó a la voluntad popular y llamó a uno de los hombres en apariencia menos revolucionarios del Frente Popular, Manuel Azaña, para encargarle de formar nuevo Gabinete, el cual, habiendo sido acusado -probablemente sin razón- de complicidad en el levantamiento de Cataluña en 1934, volvía -según sus propias palabras- «con el ímpetu de la rabia acumulada (durante su ostracismo) y de la experiencia adquirida».

 

Para empezar, estaba dispuesto a depurar el Ejército, único obstáculo todavía en pie ante la corriente revolucionaria. Y nombró Ministro de la Guerra a un buen republicano, el general Masquelet, encargándose interinamente de la cartera el general Miaja. Era el 19 de febrero de 1936.

 

Comenzaron entonces a circular rumores fantásticos -inspirados probablemente en indiscreciones cometidas con motivo de las conversaciones de Franco referentes a la declaración del estado de guerra- en los que se afirmaba que Portela había hecho detener a Franco y a Goded, siendo desmentidos por el Presidente del Consejo dimisionario. Azaña, para quitarles toda tentación de levantamiento a Franco y Goded, envió a Franco a mandar las lejanas guarniciones de las islas Canarias, y a Goded le confirió el mismo destino en las Baleares. En cuanto a Mola, jefe superior de las tropas de Marruecos, teniendo en cuenta el peligro de dejarlo al frente del mejor Cuerpo de ejército español, le dio el mando de la brigada de Infantería de Pamplona, la capital de Navarra.

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Estas decisiones eran perfectamente legales y Franco las acató.

 

Se despidió del Presidente de la República y del jefe del Gobierno. Ambos eran muy diferentes. Alcalá Zamora, andaluz elocuente, generalmente amable y »pontificador», a veces condescendiente o mordaz, que presidía los Consejos de Ministros comiendo bombones, habló largamente con el general. Este insistió en su angustia ante el peligro revolucionario que amenazaba a España, y el Presidente quiso tranquilizarle:

 

-A. la revolución ya la hemos vencido en Asturias…

 

Franco objetó que, en 1934, la revuelta no había alcanzado más que a una provincia. Sería mucho más difícil dominar un movimiento general… Además, habían puesto al mando del Ejército a unos generales que no deseaban vencer a la revolución. Sin embargo, Alcalá Zamora no se dejó convencer. En el momento en que ambos se separaban, repitió la frase tranquilizadora:

 

-Váyase tranquilo, general: en España no habrá comunismo…

 

Quizá la devota confianza del viejo político alterase la característica sangre fría del general, que le respondió:

 

-OCURRIRÁ LO QUE OCURRA, SEÑOR PRESIDENTE, PERO, DONDE YO ESTÉ, NO HABRÁ COMUNISMO.

 

Con Azaña cambió radicalmente el tono de la entrevista. Este burócrata letrado, que se creía hombre de acción y hombre de gobierno, desdeñaba a los militares. Las advertencias de Franco en cuanto al peligro revolucionario no le afectaron lo más mínimo. ¿Los comunistas? Si no había más que quince en las Cortes…! ¿Los socialistas? ¡Si no eran más que unos demócratas que sólo querían el bienestar del pueblo, lo mismo que él…! Al final, le hizo una advertencia al general:

 

-Yo no temo a los levantamientos. Supe que Sanjurjo se iba a sublevar, podía haberlo evitado, y le dejé… Preferí verle fracasar…

 

Apenas disfrazaba su pensamiento: «Aviso a los que quieran imitarlo».

 

Así terminaron las relaciones del general Franco con los altos dignatarios de la República. ¿Qué conclusiones podía sacar al alejarse del Palacio de Buenavista? ¿No había servido lealmente al gobierno de la República? ¿No había sabido vencer a la revolución en 1934? Pero los hombres políticos del régimen habían dejado escapar aquella victoria… Franco había tratado también de reorganizar el Ejército; pero las intrigas políticas habían interrumpido su obra apenas comenzada, y, finalmente, cuando se ofrecía a los hombres de Estado de la República para detener la revolución amenazadora, era enviado -caído en desgracia- lo más lejos posible de Madrid. Debería asistir a una nueva trituración del Ejército, el único obstáculo que quedaba ante la revolución. ¿Cómo creer entonces que servir a aquel régimen nefasto era servir a España…?

 

(De la Biografía de Claude Martin titulada “FRANCO”)

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.