25/11/2024 05:01
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Seguimos con el repaso que estamos haciendo a la Historia del PSOE y hoy les voy a reproducir otras dos Rosas (lo bueno y una espina, lo malo)…. Porque eso ha sido la Historia del Partido Socialista Obrero Español: un jardín de rosales, y por tanto con rosas y espinas. Comencemos por las rosas:

La rosa patriótica: La extraña personalidad de Francisco Largo Caballero

 Lo reconozco. Francisco Largo Caballero es para mí la figura más desconcertante de entre los «gran­ des» del PSOE. Porque a lo largo de muchas horas y muchas páginas de lectura he encontrado lógicas las posturas y los comportamientos del fundador Pablo Iglesias, del astuto Indalecio Prieto, del honesto y consecuente Julián Besteiro y hasta del utópico catedrático Fernando de los Ríos, pero no sé cómo enjuiciar a Largo Caballero.

Francisco Largo Caballero

¿Fue, ciertamente, un revolucionario el Lenin español? ¿Fue, más bien, un oportunista que supo adaptarse a las circunstancias, a cualquier circunstancia?

¿Fue, por su infeliz infancia y difícil juventud, un resentido? ¿Fue el intuitivo líder que sabía interpretar las ansias de los obreros mejor que nadie? ¿Fue un juguete utilizado por inteligencias más sibilinas, como las de Luis Araquistain y Álvarez del Vayo? ¿Fue un analfabeto ambicioso, aunque honrado?

¿Qué fue, realmente, el hombre que lanzó a los socialistas a la revolución dos veces seguidas?

Vamos a ver.

Indudablemente, por el ambiente donde vino al mundo, por su infancia y por sus primeras humillaciones de «obrero» entre los siete y los nueve años, el que fuese un revolucionario no tendría nada de anormal…

«Surgí a la vida en vísperas de grandes acontecimientos mundiales: guerra franco-prusiana, Commune de París, proclamación de la Tercera República en Francia y de la primera en España.

»Nací el 15 de octubre de 1869 en Madrid, en la Plaza Vieja de Chamberí, en cuyo terreno posterior­ mente se edificó la casa que en la actualidad ocupa la Tenencia de Alcaldía del distrito.

»Mi padre, Ciriaco Largo, natural de Toledo, carpintero de oficio. Mi madre, Antonia Caballero Torija, natural de Brihuega, provincia de Guadalajara. Discordias en el matrimonio obligaron a los cónyuges a separarse, quedando yo con mi madre, a la edad de cuatro años.

»Mediante una recomendación para que mi madre pudiera trabajar en la fonda «Los Cuatro Suelos» en las proximidades de la Alhambra de Granada, salimos de Madrid en una galera, carro de cuatro mulas dedicado a servir encargos en todo el trayecto, por cuya razón se daba el nombre de demandadero a su con­ ductor. Entonces los trenes eran raros en España.

¿Cuántos días invertimos en el viaje? No lo recuerdo. Era obligado parar en muchas poblaciones para entre­ gar y recoger los objetos y mercancías. Pasamos por Málaga, y ésa fue la primera vez que vi el mar.

»Como mi madre tenía que trabajar:, quedé al cui­ dado de un matrimonio granadino, del cual la mujer se llamaba María Vela, e ingresé en el colegio de los Escolapios donde pasaba el día jugando con otros niños de mi edad y me iniciaba en los primeros conocimientos escolares.

»No puedo decir el tiempo que estuvimos en Granada, pero cuando regresamos a Madrid yo hablaba en andaluz, cosa que hacía mucha gracia a los madrileños.

»Mi madre trabajaba de sirvienta. Yo vivía con un hermano suyo llamado Antonio, de oficio zapatero; era casado y tenía tres hijos, domiciliado en la Plaza de Chamberí en la casa medianera a la que yo nací. Mis primos, mayores que yo, me trataban como a un intruso que les comía su pan.

»Desde mi regreso de Granada, asistía a las Escuelas Pías de San Antón, situadas en la calle de Hortaleza.

»Para ganar el pan que comía y cuando tenía siete años de edad, mi madre y mis tíos decidieron ponerme a trabajar. Después no he vuelto a pisar una escuela para recibir instrucción.

»Entre la casa donde vivía con mis tíos y el convento de las ‘»Siervas de María» existía una fábrica de cajas de cartón; allí comencé a trabajar ganando un real -veinticinco céntimos- todos los días que trabajaba.

Mi obligación consistía en dar engrudo al papel para forrar las cajas, y llevarlas a los comercios de Madrid, esto es, a los clientes. Este trabajo no era muy agra­ dable porque se me cubrían las manos de sabañones ulcerados. Servir las cajas a la clientela me resultaba penoso, pues tenía que hacerlo lloviese o nevase, con frío o con calor, calzando alpargatas, casi siempre rotas aunque mi tío era zapatero. Se podía decir en mi caso el refrán: «En casa del herrero, cuchillo de palo.»

»El oficio no prometía mucho; el jornal máximo a que podía aspirar era de ocho reales (dos pesetas) y, ante esta perspectiva, abandoné oficio tan lucrativo y entré de aprendiz de encuadernador en un taller situado en la calle de la Aduana, donde no entraba más luz ni ventilación que la que permitía la puerta de entrada.

»Ser encuadernador me parecía algo extraordinario. ¡Manejar libros de ciencia! ¡Yo, que no había tenido en mis manos otros que la Cartilla, el Catón y el Fleury! Esta era la ilusión, pero la realidad era otra. No hacía más que plegar papel, calentar los hierros para grabar las letras en las tapas de los libros y acompañar a la hija del maestro al mercado. Por esta labor recibía un jornal de dos reales (cincuenta céntimos) a la semana y todavía tenía que estar agradecido, pues en aquellos tiempos se consideraba como un favor que le enseñaran a uno el oficio. ¡Residuos de la época gremial!

»Un domingo, después de «recoger», esto es, dejarlo todo en orden para reanudar el trabajo el lunes, recibí el salario y me pareció que la moneda de dos reales tenía más cobre que plata. Hice la reclamación y una lluvia de improperios cayó sobre mí. ¡Cómo!, exclamó el patrón, ¿soy yo un monedero falso? ¿Un canalla o un granuja? ¡Eso lo serás tú, mocoso! Cansado de oír despropósitos y sandeces arrojé la moneda por la rejilla de la cueva y me marché para no volver.

»Después entré en un taller de fabricar cuerdas en el barrio de las Peñuelas; barrio famoso entonces, porque en él se albergaba la gente maleante de Madrid.

»En el taller mis funciones eran: dar vueltas a la rueda para hilar y retorcer los cordeles; como yo era muy pequeño y no alcanzaba a la manivela, fue necesario colocarme bajo los pies un cajón de madera. Como adición a ese trabajo llevaba los gallos al reñidero (el maestro era muy aficionado a tales peleas); también conducía al abrevadero caballos, mulas y burros de su propiedad. En una ocasión un burro me hizo apear por sus orejas y me produjo una herida en la frente cuya señal conservo todavía.

En un ambiente canallesco

»No recuerdo el jornal que me daban. Lo inolvidable para mí ha sido el trato bestial y grosero que recibía de palabra y de obra, al igual que otros aprendices… El ambiente canallesco respirado en el taller me asfixiaba. Aunque era un muchacho, ya se me había desarrollado un fuerte sentimiento de dignidad y de protesta; se sublevaba mi conciencia ante el atropello y la injusticia. Me marché sin despedirme, yendo a otro taller de la carretera de Extremadura. Allí estaba mejor, pero también se me hacía insoportable y abandoné el oficio para siempre.

»Tenía nueve años y estaba decidido a buscar y encontrar trabajo en cualquier oficio a fin de ayudar a mi madre a salvar las dificultades que se presentaban en nuestra vida. ¿Cómo? ¿Dónde? No lo sabía. No te­ nía la más pequeña idea de la manera de dar solución a un problema del cual podía depender mi porvenir. Tenía voluntad de acero, pero nada más.

»Sin orientación alguna, al azar, caminaba por las calles de Madrid; entraba en los talleres de carpintería, ebanistería, marmolistas, cerrajería, pintura y decoración, etc. Me miraban de arriba abajo, se son­ reían algunos, y las contestaciones eran todas iguales: «No hace falta, eres muy pequeño.» Por la noche llegaba a mi casa cansado, entristecido. ¡Que era muy pequeño! ¿Es que podía aguardar a ser mayor? Tenía nueve años; dos de experiencia de lo que era trabajar. Me parecían suficientes méritos para ser recibido en el trabajo. Los fracasos enervaban mi espíritu, pero pensaba que algún día la suerte me sería más propicia.

»Andaba sin saber donde dirigirme. Sin darme cuenta llegué a la calle de la Magdalena; entré en la del Olivar y me dirigí hacia la plaza de Lavapiés. En un portal vi a un anciano trabajando de zapatero que me recordó a mi tío que siempre renegaba del oficio, lo que no impedía que dijera que era muy socorrido «por la facilidad de ejercerlo en cualquier parte y cuales­ quiera que fueran las circunstancias».

»Quedé parado ante el cuchitril que al anciano le servía de taller y le hice la misma pregunta: ‘»¿Le hace falta un aprendiz?» El anciano me contestó con otra: «¿Sabes algo?» «‘No», contesté. Entonces me dijo con acento de bondad: «Lo siento mucho, pero no puedo recibirte.» Creí ver en él cierta simpatía, que no había observado en las otras personas a quien me había dirigido y me quedé mirando cómo trabajaba. Me hizo varias preguntas sobre las causas de buscar trabajo siendo tan joven. Estando en este coloquio, llegó un señor, le saludó muy afectuosamente -después supe que eran tío y sobrino-, y le preguntó qué deseaba yo. Informado dicho señor me dijo: «‘¿Quieres ser estuquista?» Nunca había oído esa palabra, ni sabía por tanto su significación, pero mi contestación fue rápida y terminante:

»-Sí, señor.

»¡La necesidad acompañada de la inconsciencia, impulsa a la osadía!

»-Mañana -me dijo-, a las seis, preséntate en la calle de Jesús del Valle, 17, principal, pregunta por Agustín Pérez, ya te diré dónde debes ir a trabajar.

»Llegué a casa contentísimo; di a mi madre la noticia con una alegría enorme; me parecía haber crecido en edad y en estatura, ¡creía ser ya un hombre! Mi madre lloraba de emoción, como si nos hubiéramos salvado de un gran peligro y nos preguntábamos:

»¿Qué será eso de estuquista?»

El Sibarita

Después, y a partir de su ingreso en la UGT y en el PSOE, las cosas «de esta vida» no le irían tan mal, ya que nunca más tuvo problemas de «Comida». Es más, llegó a ser, incluso, un sibarita de la buena mesa y del vestido. A pesar de su paso por algunas cárceles españolas.

Pero, sí tuvo en la central sindical socialista y en el Partido otros problemas: el principal su situación entre aquellos dos colosos -cada uno en su género­ que fueron Indalecio Prieto y Julián Besteiro. Del primero envidiaba su gran astucia política, su facilidad de palabra y su capacidad de improvisación. Del segundo, bueno, a Besteiro le tuvo siempre como un cierto respeto y una recóndita envidia, por su prepara­ ció11 intelectual y sus grandes saberes de la ciencia política, lo cual no era de extrañar en un hombre sin formación alguna.

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Indalecio Prieto, Daniel Anguiano, Andres Saborit, Julián Besteiro, Pablo Iglesias y Largo Caballero

Y esta situación influyó poderosamente en su vida, sobre todo después de la muerte de Pablo Iglesias, ya que de no haber estado «allí» ambos personajes él hubiera sido sin discusión el líder del socialismo español. Cosa que estando Prieto y Besteiro tuvo que ganarse a pulso… y cometiendo errores garrafales: como el dejarse arrastrar por sus «Consejeros» especiales -Araquistain y Álvarez del Vayo- al marxismo revolucionario y el haberse creído, de verdad, que él era el Lenin español.

Largo Caballero no tuvo nunca la «visión clara» del buen político, como la tuvo Prieto, ni las miras elevadas del hombre de ciencia, como las tuvo Besteiro.

No vio durante ]a Dictadura de Primo de Rivera que aquello era la muerte de la Monarquía y llegó a sentirse a gusto con el papel que le tocó interpretar en aquellos años. Sólo a última hora se sube al carro del «Comité revolucionario» del 14 de abril y eso arrastrado por las circunstancias y por Prieto.

No supo medir en 1933-1934 la trascendencia de su «ruptura democrática», ni supo organizar el «movimiento revolucionario» con posibilidad de éxito…, y en 1936 cayó en la trampa que le tendieron los comunistas como un niño.

Y, sin embargo, hay un momento de su vida que no hay más remedio que resaltar y aplaudir. Ese momento es, para mí, otra de las <<rosas» del socialismo español y del PSOE.

Sucedió en plena guerra civil y cuando Largo Caballero ya había despertado de su «letargo comunista»… ¿Por patriotismo, por su extraña personalidad, por su vieja raíz socialista, por su temperamento es­ pañol, por dignidad y orgullo? No se sabe. Quizá por todo ello junto.

El hecho es que una mañana de 1937 Francisco Largo Caballero, a la sazón jefe del Gobierno y ministro de Defensa, dijo «¡basta!» a sus anteriores veleidades comunistas y prosoviéticas y, sin más, expulsó del despacho presidencial al temido y poderoso embajador ruso en Madrid y recriminó seriamente a quien hasta entonces había sido su consejero áulico, Julio Álvarez del Vaya, sin duda uno de los muchos <<caballos de Troya» comunistas infiltrados en las filas socialistas.

Los hechos sucedieron así, al decir del diputado socialista Ginés Ganga que aquella mañana estaba en el antedespacho de Largo Caballero:

«Una mañana la visita a puerta cerrada había durado ya dos horas cuando de súbito se oyó gritar a Largo Caballero. Los secretarios se reunieron alrededor de la puerta del despacho sin atreverse a abrirla, por respeto. Los gritos de Largo Caballero aumentaron en intensidad. De pronto se abrieron las puertas y el anciano presidente del Consejo de Ministros de España, en pie delante de su mesa, con el brazo extendido y señalando la puerta, decía con voz trémula de emoción: «Marchaos, marchaos. Debéis aprender, señor embajador, que los españoles somos muy pobres y necesitamos ayuda del exterior; pero somos lo suficientemente orgullosos para no consentir que un embajador extranjero intente imponer su voluntad sobre el jefe del Gobierno de España. Y en cuanto a usted, Vayo, mejor sería que recordara que es español y ministro de Estado de la República, en lugar de ponerse de acuerdo con un diplomático extranjero para ejercer presión sobre su jefe de Gobierno.»»

¿Y por qué se producía esta escena?

Sencillamente, porque Largo se oponía a la unión en un «Partido único» del PCE y el PSOE, como ya había sucedido en Cataluña con la aparición del PSUC (Partido Socialista Unificado de Cataluña) y con las Juventudes Socialistas…, lo cual, indudablemente, hubiera sido fatal para los socialistas españoles y para España.

Sin embargo, Largo Caballero había sido antes del comienzo de la guerra el instigador o «supervisor» de la integración de las Juventudes Socialistas y Comunistas, el defensor a ultranza de la entrada de los comunistas en el Frente Popular y quien inclinó al Partido Socialista por la vía del marxismo revoluciona­ rio… ¿Tanto había cambiado el Lenin español en tan poco tiempo?

La verdad es que el jardín de rosas del socialismo es­ pañol está lleno de espinas, pues no hay que olvidar que por esas fechas el «Centrista» Indalecio Prieto es­ taba a comer un piñón con los comunistas… aunque luego, también él, lo acabase pagando caro.

La rosa más rosa: las «dictaduras» de Besteiro

Hablar de «dictaduras» y Besteiro puede parecer, de entrada, un contrasentido, ya que, como hemos visto y veremos más adelante en profundidad, don Julián Besteiro, aunque marxista, fue siempre partidario de la democracia y defensor del sistema de libertades.

No. No se asusten, porque ni yo ni nadie puede acusar a Besteiro de ser un «dictador»…

Pero sí me parece interesante recoger aquí -como una rosa más del PSOE- la preocupación del profe­ sor de Lógica por esta materia y sus versiones de la «Dictadura».

Sobre todo llamar la atención de algo ciertamente curioso: el hecho de que ya en los famosos días de la «escisión» de 1920-1921 hablase don Julián de una «Dictadura parlamentaria». Una «dictadura» que -frente a la «Dictadura del Proletariado»- sería realidad «cuando por vías democráticas los socialistas tengamos mayoría absoluta en las Cortes». ¿Para qué seguir el camino de la revolución y la insurrección armada en un país donde puede llegarse al mismo fin por la vía democrática…? (Por cierto, que al tocar este tema no me resisto a reproducir un párrafo de la famosa carta que Stalin escribe a Largo Caballero dándole «consejos» sobre la gobernación del Estado, siendo éste presidente del Gobierno. Dice Stalin:

 

«La revolución española se traza sus caminos, distintos, desde muchos puntos de vista, del camino que siguió la revolución rusa. Ello obedece a las diferentes condiciones sociales, históricas y geográficas, y a las necesidades que impone la situación internacional, distintas de las que conoció la revolución rusa. Es posible que la acción parlamentaria sea en España un medio de actuación revolucionaria más eficaz que en Rusia

Curioso, ¿verdad? Curioso que el más preparado de los socialistas españoles hable ya hacia 1920 de una «Dictadura parlamentaria» y que el superdictador Stalin tenga la misma ocurrencia casi veinte años después. Curioso que frente a la «Dictadura del proletariado», única salida de los marxistas-leninistas, un socialista convencido intuya con tanta antelación a lo que después ha pasado la posibilidad de llegar a lo mismo, aunque por la vía democrática…

Pero, años más tarde, cuando la «guerra civil» in­ terna del PSOE era una realidad, .Besteiro diría al término de su histórico discurso-conferencia de Torrelodones (5-8-1933):

«Pero, en fin, ya veis: dictadura económica, por un lado; dictadura reaccionaria, por otro; dictadura socialista, por otro. ¿Es que nos vamos a dejar contagiar de la peste del momento? ¿O es que somos hombres que tenemos una concepción de nuestra vida, de nuestro método, de nuestro sistema, que nos hace inmunes a los contagios de esos caprichos? Yo digo que el valor revolucionario del Partido Socialista consiste en continuar fiel a sus principios en medio de esta ola de enloquecimiento burgués, o de proletarios que todavía tienen pegado el cascarón en la mitad de su cuerpo o en la mitad de su espíritu y no se han podido desprender de él.

»Por consiguiente, vosotros, jóvenes socialistas, que estáis rumiando el tema de democracia y la dictadura, reflexionad que es muy fácil sentirse sumamente radical y decir: «La democracia no nos sirve para nada; vamos a la dictadura, y se acabó.» Quiero que reflexionéis que la obra toda del Partido Socialista, desde que se fundó, y la teoría de Marx, consiste en recalcar a los proletarios que ser revolucionarios no es cosa fácil, ni está al alcance de cualquier indigente espiritual; que es preciso antes sufrir mucho, trabajar mucho, meditar mucho para saber ser revolucionario, y que muchas veces se es más revolucionario resistiendo una ele es­ tas locuras colectivas que dejándose arrastrar por ellas, dejándose llevar por la corriente de las masas para cosechar triunfos próximos y aplausos seguros, a riesgo de que después sean las masas las que cosechen los desengaños y los sufrimientos.»

Todavía, ello es cierto, el ilustre socialista hablaría de «Las dictaduras modernas» (cosa que hizo en su discurso de ingreso en la Academia de Ciencias Mora­ les y Políticas), pero sus palabras a este respecto las dejamos para más adelante.

Aunque sólo sea por aquello de Juan Ramón Jiménez: «¡No le toques ya más, que así es la rosa!»

La espina más dolorosa: las bofetadas del Retiro madrileño

¡Ay…, pero las rosas son la flor del rosal y el rosal también tiene espinas! Esas espinas que defienden a la rosa como si fueran puños cerrados y que, a veces, o casi siempre, arañan la piel y hacen brotar la sangre.

Y una «espina» tiene clavada en el corazón el Partido Socialista Obrero Español. Aquella «espina» del Retiro madrileño… que nadie quiere recordar porque «hay recuerdos que matan». Aquella «espina» que nació con una discrepancia, creció en el odio y fue arrancada a bofetadas… una mañana de la «primavera trágica».

Porque de «espinas» hay que hablar -y no de rosas- cuando se recuerda la «guerra civil» interna que vive el Socialismo español desde 1933 a 1936.

Una «guerra civil» que enfrenta, casi a muerte, al intelectual Besteiro y al obrero Largo Caballero; al «socialismo democrático» y al «socialismo revolucionario»; a los partidarios del sistema parlamentario y a los partidarios de la «dictadura del proletariado»; a El Socialista y a Claridad … y, en fin, a los dos periodistas de más prestigio de aquel PSOE: Luis Araquistain y Julián Zugazagoitia.

Porque la verdad histórica es que Besteiro y Largo se enfrentaron hasta que uno de los dos (Besteiro) perdió la batalla. Y que el «socialismo revolucionario» le ganó la partida al «socialismo democrático». Y que la «dictadura del proletariado» se impuso a las urnas. Y que El Socialista, el periódico fundado por Pablo Iglesias y órgano siempre del PSOE, y Claridad, el órgano periodístico del «caballerismo», llegaron a atacarse desde sus páginas como los más encarnizados enemigos. Y verdad es -fue- que Araquistain, director de Claridad, y Zugazagoitia, director de El Socia­ lista se liaron a bofetadas una mañana del mes de mayo de 1936 en pleno corazón del Retiro madrileño.

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Pero, veamos cómo lo cuenta un historiador profesional, Ricardo de la Cierva, en Historia del socialismo en España:

«La bofetada socialista tiene lugar en los jardines del Palacio de Cristal del Retiro, en Madrid, el día 10 de mayo de 1936, durante el descanso de los compro­ misarios para la elección del presidente de la República, cargo que, como saben nuestros lectores, recayó inmediatamente en don Manuel Azaña y Díaz. Hasta la misma víspera habían celebrado las diversas facciones socialistas una serie de tempestuosas reuniones para discutir la candidatura -impuesto al fin por Largo Caballero contra la opinión de sus partidarios- y de paso para ahondar un poco más las divergencias estratégicas que les separaban. En la última de estas reuniones se había hablado ya francamente de escisión y se había formulado veladamente el veto de los caballeristas contra Indalecio Prieto.

Jardines del Palacio de Cristal del Retiro años 40

Pero la espléndida mañana del 10 de mayo, en el marco sereno y estimulante del Retiro, había serenado un tanto los ánimos, y mientras la Mesa recontaba vo­ tos, los compromisarios socialistas, como todos los demás, paseaban en grupos junto al lago o comentaban en los bancos dispersos por los románticos paseos, las incidencias de la votación y las perspectivas de

Azaña como presidente. Un testigo excepcional, don Justo Martínez Amutio, nos va a fijar definitivamente el grave suceso. Era don Justo en aquellos momentos representante de la región de Levante en el Comité Nacional y secretario de la Federación Socialista Valenciana. El último recrudecimiento de la polémica entre los dos periódicos socialistas se debió a una serie de intervenciones suyas -contra Prieto- en reuniones de la minoría parlamentaria socialista. En la mañana del 10 de mayo comentaba precisamente estos sucesos con un grupo de caballeristas, sentados alrededor de una de las mesas del jardín; formaban el grupo don Fernando Arias, profesor de Derecho Internacional; don Luis Menéndez, consejero del Instituto Nacional de Previsión y directivo de la UGT, y el catedrático don Federico Landrove, gobernador civil de Valladolid, todos en torno al director de Claridad, don Luis Araquistain. De pronto, Araquistain se altera; ve aproximarse por el paseo al director de El Socialista, Julián Zugazagoitia, con un amigo, y dejando a sus compañeros con la palabra en la boca se levanta y le es­ peta: «¿Por qué no juega usted limpio? ¡Yo no le he enseñado eso!» (Zugazagoitia se había declarado mu­ chas veces discípulo de Araquistain en el periodismo, y con razón). Zugazagoitia esboza, sin responder, un ges­ to despectivo, y entonces Araquistain le propina una sonora bofetada. Toda la galería histórica del socialismo español interrumpe su paseo o se levanta de los bancos para separar a los contendientes cuando Zugazagoitia replica a la tremenda bofetada de Araquistain con un no menos tremendo empujón. Así terminó, en lo material, la pelea. El catedrático de Sevilla, Fernández Ballesteros, Martínez Amutio y Landrove separan inmediatamente a los contendientes. Caballero y los caballeristas rodean a su portavoz; Prieto y los prietistas, al suyo. El comandante de Asalto, Armando Álvarez, gran amigo de Araquistain, que hablaba momentos antes con Largo Caballero, le coge del brazo y le aparta a una mesa, donde el presidente de la UGT y los demás amigos tratan de calmar al agresor. Jerónimo Bujeda, diputado por Jaén, y el amigo con quien paseaba, se llevaron a Zugazagoitia. Mientras Prieto va de uno a otro grupo con palabras conciliadoras -lo mismo que el profesor Jiménez Asúa-, surge una imprecación de un grupo de prietistas: «Esto lo arreglará un Congreso», se oye decir al diputado por Zaragoza, Castillo. Ricardo Zabalza, distinguido caballerista, le replica con dureza y poco falta para que se provoque un segundo round ante el Palacio de Cristal. Por fortuna, los ujieres llaman nuevamente a los compromisarios al hemiciclo improvisado y de las bofetadas socialistas no quedará sino el recuerdo simbólico.»

¡Lamentable espectáculo…! Dos socialistas distinguidos, de gran prestigio, de gran historial y, sin duda, las dos mejores plumas del PSOE de Jos años treinta… pegándose bofetadas y empujones como dos pícaros que se disputasen un mendrugo de pan.

Aunque, a decir verdad, aquellas bofetadas no fueron las de Araquistain y Zuzazagoitia, sino las que hubiesen tenido que darse Besteiro y Largo o Largo y Prieto, ya que los que, en realidad, habían dividido el Partido y enfrentado a los socialistas eran ellos… ¡Ellos, los líderes máximos del Partido Socialista Obrero Español y de la Unión General de Trabajadores!

¡Ay, si Pablo Iglesias hubiese estado aquella mañana en el Retiro de Madrid!

Y ahora Indalecio Prieto: CON EL REY O CONTRA EL REY

Señores, y dando un salto en el jardín nos vamos en directo al famoso discurso que pronunció Indalecio Prieto en el Ateneo de Madrid el 25 de abril de 1930. Fue una bomba. El «intransigente» e «incorruptible» Indalecio Prieto se puso ya abiertamente contra el Rey Don Alfonso XIII y contra la Monarquía con estas palabras:

Es una hora de definiciones. La mía, os lo decía al comienzo de esta deshilvanada oración, no ofrece novedad. Vengo a requerir públicamente desde aquí a que se definan quienes no se hayan definido, y a que lo hagan con absoluta claridad. Que no están los tiempos para equívocos, palabras confusas y matices desviados. Nos hallamos en el momento político más crítico que ha podido vivir, en cuanto respecta a España, la presente generación.

Alfonso XIII en su visita alas Hurdes

Yo creo que es preciso desatar, cortar un nudo; este nudo es la monarquía. Para cortarlo vengo predicando la necesidad del agrupamiento de todos aquellos elementos que podamos coincidir en el afán concreto y circunstancial de acabar con el régimen monárquico y terminar con esta dinastía en España. (Muy bien.) Pero el agrupamiento no debe originar confusiones. Estos agrupamientos, a mi juicio -hablo sin más representación que exclusivamente la mía personal-, no deben dar lugar a confusiones, como dije en cortas palabras en Irún en el homenaje a D. Miguel de Unamuno. Hay que estar o con el rey o contra el rey. El rey debe ser el mojón que nos separe. Por vistosas clámides liberales que vistan quienes le quieren servir, por muy democrático que sea el acento en la palabra de quienes deseen seguir con el rey, ésos no pueden estar con nosotros. El rey es el mojón se­ parador entre los partidos del régimen, cuales­ quiera que sean sus apellidos y su significación, y quienes somos sus adversarios. El rey es el hito, el rey es la linde: Con él o contra él, a un lado o a otro. Y al ir contra él, ¿por qué desdeñar el auxilio de fuerzas situadas en la misma dirección nuestra? (Muy bien.) Observad este fenómeno. No ha aumentado la capacidad radical en España.

Se equivocan quienes lo presumen. No ha habido sino un desgajamiento de elementos defensivos de la Corona, un apartamiento de elementos sociales que eran adictos al monarca y que ante el ejemplo de la deslealtad constitucional le abandonan, pero a los cuales elementos nosotros no podemos infiltrar, por arte de magia, un radicalismo que está en contradicción con la esencia de los postulados políticos de toda su vida.

Yo no trato de batir ningún récord de radicalismo con nadie. A donde llegue en su apetencia ideal quien más allá vaya, voy yo también. Pero la política es arte de realidades y en apreciar de una manera exacta la realidad española, está el éxito del esfuerzo, está el secreto de que este sentimiento antimonárquico, difuso, sin fuertes cuadros de organización, tenga en su ímpetu un cauce fertilizador, evitando que nos despedacemos todos en pugnas de radicalismo y en controversias de principios que esterilicen nuestro esfuerzo. (Voces: No, no.)

Vamos a derribar la monarquía. Vamos a abrir el palenque a la ciudadanía española, que nunca se sintió verdaderamente liberta y que últimamente llegó al grado de mayor oprobio; y cuando hayamos derribado el régimen monárquico, cuan­ do hayamos instaurado una República, que cada cual, dentro del ruedo amplísimo de la democracia, propugne por el triunfo de sus ideales con todo el ímpetu que quiera, porque en el agrupa­ miento de fuerzas para derribar el régimen y acabar con la dinastía de los Barbones a nadie se pide la abdicación de sus ideales. (Muy bien. Gran­ des aplausos.)

A la monarquía española, a la dinastía española, ya no le quedan en el campo político más que sombras. Eso que veis erguirse como fuerzas políticas en su defensa no lo son. Es simplemente la expresión ele intereses materiales, que forzosamente, por ley fatal, han de estar adscritos de manera incondicional al régimen que impere en un país. Se le van sus hombres a la monarquía. Yo creo que se le van sus mejores hombres, por­ que el crisol de los hombres políticos de España han sido estos seis años largos del primer período dictatorial.

Y por su importancia histórica reproduzco el famoso discurso de Pablo Iglesias, el fundador del PSOE, en el que defendió el atentado personal contra Antonio Maura, Presidente del Gobierno. Y les dejo para quién quiera leerlo, el discurso íntegro que pronunció ene l Congreso de los Diputados. (ver texto completo del discurso y el altercado siguiente, recogidos literalmente del Diario de Sesiones del Congreso, en la página web del Diario CÓRDOBA).

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.