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El Consejo de Guerra se celebró el 24 de agosto de 1932

ASÍ FUE EL PROCESO DEL GENERAL SANJURJO que le condenó a muerte y le indultó                       

Sanjurjo fue el Director General de la Guardia Civil que le abrió las puertas a la Segunda República el 14 de abril de 1931 y el que se sublevó el 10 de agosto del 32 para cargársela.

Sanjurjo al Director general de seguridad:

—¿Con quien contaba usted, en caso de haber triunfando?

— Si hubiera triunfado, con todo el mundo y el primero con usted, pero como fracasé, con nadie.

 

Dicen que la historia no se repite pero los españoles somos tan tercos que la repetimos.

 

Ayer, como hoy, durante el verano de 1933 el tema dominante en los periódicos y entre la clase política era la Ley de Amnistía que quería salvar adelante el Gobierno de las Derechas salido de las urnas, de aprobarse, sería la libertad para los “golpistas”, del 10 de agosto de 1932 y naturalmente, la del general Sanjurjo, y de no aprobarse podría ser más de lo mismo.

 

Y con las elecciones ganadas y con el Lerroux en el Gobierno fue aprobada en el Congreso a finales de marzo de 1934 (hace 86 años) y, con la máxima rapidez, el general Sanjurjo salió de la cárcel, en ese momento ya estaba en el Castillo de Santa Catalina de Cádiz (y con la misma rapidez se trasladó a Portugal y se instaló en Estoril) 2 años después, y cuando se trasladaba a ponerse al frente del alzamiento nacional del 18 de julio moriría al estrellarse la avioneta en la que viajaba en el propio aeropuerto.

 

Pues en recuerdo de aquel acontecimiento que conmovió y pudo acabar con la Segunda República, “El Correo de España” reproduce el informe que Julio Merino realizó para el “Heraldo Español” en marzo de 1982.

 

Pasen y lean y comprueben y comparen… lo que va de ayer a hoy.

 

 

EL PROCESO DE SANJURJO

UNA vez más acudimos a Joaquín Arrarás. De la misma obra que en el número anterior, «Historia de la Segunda República» entresacamos hoy el proceso al General Sanjurjo después de que fracasase la sublevación del 10 de agosto de 1931. Abandonado, Sanjurjo hubo de hacer frente a un Consejo Sumarísimo de Guerra que le condenó a muerte. Millares de cartas y telegramas llegados a la Presidencia de la República, hicieron que se dictase su indulto y fuese confirmado en el Penal del Dueso. Era el 25 de agosto de 1932.

No es la primera vez que el General Sanjurjo acude a estas páginas de nuestro «Documentos» que son trozos vivos de nuestra más reciente Historia. Los momentos por los que atraviesa hoy España tienen demasiada similitud con aquellos otros en vísperas de la Guerra Civil. La figura del General Sanjurjo es quizás una de las más controvertidas, hasta de las más polémicas de aquellos años de la República. Fue el General Sanjurjo quien decidió en última instancia la caída de la Monarquía. Fue el General Sanjurjo uno de los primeros en acatar el nuevo régimen republicano y fue el General Sanjurjo el primero en sublevarse contra aquella farsa de «República parlamentaria».

Jamás implicó a nadie en su acción. Los que sufrieron condena por los hechos el 10 de agosto lo hicieron por su estrecha vinculación con el General Sanjurjo y por esa lealtad tan comprensible para todos aquellos que no visten el uniforme militar. Su triunfo espectacular en Sevilla, su fracaso, su proceso y su condena y posterior indulto son hechos que están ahí. De toda la Historia se aprende algo. Y del General Sanjurjo hay mucho que aprender.

 

LAS largas horas de trabajo y de tensión nerviosa que llevaba el general se reflejaban profundamente en su rostro. Extenuado y exhausto, sus inmediatos colaboradores consiguieron, tras de no pocas porfías, que se retirase a descansar en una habitación de Capitanía, pues los acontecimientos en perspectiva aconsejaban que Sanjurjo repusiera fuerzas y recuperase su vigor. Pero los deseos de los colaboradores eran ya irrealizables. Acababa el general de penetrar en su habitación, cuando se presentaron el coronel Rodríguez Polanco y el teniente coronel Muñoz Tassara, con la pretensión de ver inmediatamente a Sanjurjo. En vano los ayudantes pidieron a los visitantes el aplazamiento por unas horas de la entrevista. No era posible: como delegados de la guarnición de Sevilla necesitaban verle en el acto, para comunicarle un acuerdo urgente y gravísimo: No hubo otro remedio que avisar al general. Hablaron los comisionados para decir que enterados del avance de tropas gubernamentales de diversas regiones sobre Sevilla, el Cuerpo de Oficiales estaba decidido a no combatir contra sus hermanos de armas. La columna preparada no saldría de la ciudad.

Era la una de la madrugada cuando ocurrió esta escena. La sublevación había terminado. Se trataba de ponerle un epílogo digno. Sanjurjo empezó por despedir a los guardias civiles del destacamento que servía en Capitanía. Los más impresionados por la determinación lloraban. A la una y media, en compañía de su hijo Justo, del general García de la Herrán y de Esteban Infantes, se dirigió a la Plaza de España y penetró en el pabellón del Palacio Nacional donde se alojaba la Guardia Civil. Iba a despedirse de los oficiales y guardias, que mantuvieron hasta el final su adhesión. Allí expuso su propósito de ir a Huelva para entregarse a las autoridades. “¿A quién -preguntará después- me iba a entregar en Sevilla si las fuerzas estaban todas sublevadas y las autoridades depuestas por mí? ¿No hubiera sido ridículo reponerlas yo mismo para que me hicieran prisionero?” El general encomendó a Esteban Infantes la misión de que le despidiera de la marquesa de Esquivel, que no perdió su serenidad ni su entereza de espíritu, no obstante conocer lo mucho que había arriesgado en aquella aventura. A los guardias formados, Sanjurjo les dijo:

-¡Adiós, leales veteranos! Hemos perdido la partida.

Accedió a la petición hecha por uno de los capitanes y, tras de abrazarle, le entregó su fajón de general. Pocas horas después apareció abandonado en el parque de María Luisa.

Un «taxi» le esperaba. En él se acomodó con su hijo y sus dos colaboradores. Otro coche del servicio del cuartel le seguía con el teniente Antonio Díaz Carmona y cuatro guardias que se ofrecieron voluntarios para darle escolta.

A la salida de Triana hicieron un breve alto y el general y sus dos acompañantes se cambiaron los uniformes por vestidos de paisano. En seguida reanudaron la marcha. A voluntad del general estuvo haberse desviado del camino en Sanlúcar la Mayor para seguir directamente hacia la frontera portuguesa, a través de la sierra. Uno de los acompañantes se lo advirtió, pero el general parecía inmunizado contra toda tentación de huida.»Con mi conducta -dijo- quiero dar ejemplo de consecuencia y formalidad. La causa está perdida por lo pronto y lo mejor que puedo hacer por ella es demostrar, con hechos y no con palabras, que mis ideas las defiendo por propio e intimo convencimiento hasta lo último, sin rehuir peligros ni responsabilidades. De haber pensado en mi seguridad personal, medios tuve durante todo el día para prepararme tranquila y cómodamente el medio de salir de España; pero repito que mi deseo es llegar a Huelva»

A las cinco menos cuarto de la mañana el “taxi” llegaba a la ciudad. Se deruvo y los viajeros descendieron para indagar el camino que les conduciría hasta la Comandancia de la Guardia Civil, donde deseaban presentarse. En este momento cruzó junto a ellos una pareja de guardias de Seguridad. Uno de éstos, llamado Julián Nieto, reconoció al general Sanjurjo, y encañonándole nervioso con el fusil le conminó, asó como a sus acompañantes. «Descansa ya ese fusil, le dijo irónico, y recibe mi felicitación porque has demostrado ser muy sereno y muy bravo». Se encaminaron todos al Gobierno Civil y poco después, con escolta de Policía y de un jefe de la Guardia Civil salió para Madrid, en cumplimiento de la orden dada por Azaña. Los otros detenidos fueron enviados al fuerte de Santa Catalina, en Cádiz. Azaña mandó al director general de Seguridad para que se hiciera cargo del general.

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La llamarada sediciosa que alumbró en la madrugada del 10 de agosto se ha extinguido en veinticuatro horas. Sin embargo, todavía hay quien trata de reavivarla; el general Barrera, como dijimos, al ver fracasada la intentona de Madrid, salió de la casa de la calle de Prim en compañía del teniente coronel de Aviación José Antonio Ansaldo, y en un avioneta propiedad de éste se dirigieron a Pamplona, persuadidos de que la guarnición y las fuerzas carlistas de Navarra se sumarían a la sublevación. Desde las once de la mañana hasta las seis de tarde comunicaron por medio de enlaces con algunos jefes militares y políticos carlistas de la capital navarra sobre la necesidad y urgencia de alzarse. El fracaso de Madrid influía en contra en el ánimo de los mejor dispuestos. Convencido Barrera de la inutilidad de continuar las gestiones, convino con Ansaldo en trasladarse a Biarritz para procurarse allí un avión de mayor radio de acción que les permitiera volar hasta Sevilla. No tuvieron suerte en sus negociaciones, y en la misma avioneta partieron el general y el aviador en la madrugada del 11 hacia España, y tras breve escala en Pamplona, donde les confirmaron la respuesta negativa del día anterior, volaron hacia Madrid. Muy peligrosa era aquella escala, dada la rigurosa vigilancia montada en todos los aeródromos, a pesar de lo cual con mil industrias lograron repostar de gasolina en Getafe para proseguir hacia Sevilla. Cuando llegaron al aeródromo de la capital andaluza ya se había derrumbado el efímero gobierno de Sanjurjo, y sólo les quedaba como recurso la huida. Merced a los buenos oficios de un mecánico, ignorante de la personalidad de los dos viajeros, obtuvieron treinta litros de gasolina extraídos de un avión comercial, los precisos para llegar con dificultad a las seis y media de la tarde a las cercanías de Córdoba, muy próximos a la finca de «Las Cuevas», cuyos dueños lograron proporcionarles esencia, y con ella, el día 12, al despuntar el alba, remontaron, de nuevo en dirección a Madrid. No era posible el aterrizaje en ningún aeródromo, pues estaban tomados militarmente, en vista de lo cual, el piloto eligió el campo de golf de Puerta de Hierro. El general renunció a continuar el viaje y sin más desapareció. Un mes estuvo en Madrid, durmiendo cada noche en un sitio distinto; al cabo de ese tiempo logró llegar a Jaca, donde pudo cruzar la frontera, para continuar hacia París. El teniente coronel Ansaldo llenó los depósitos de la avioneta con la gasolina que transportó su esposa en el coche, y el matrimonio aterrizó sin novedad en Biarritz.

En una declaración escrita al cabo de algunos meses sobre lo que pasó el 10 de agosto, el general Barrera aseguraba que en el plan acordado «no se había omitido nada». «El movimiento -añadía- tuvo por única y exclusiva finalidad derribar al Gobierno. Ninguno de los que intervinieron pensaron para nada en el cambio de régimen, que para ellos era secundario… Se quiso evitar .que pudieran convertirse en leyes proyectos que, a nuestro juicio y al de la inmensa mayoría de los españoles, llevaban a la patria camino de la desmembración. La organización del movimiento -añadía el general Barrera- llegó a límites insospechados por su perfección y hubiese triunfado sin derramamiento de sangre, que era nuestra obsesión. Pero… no contábamos con un elemento imponderable: ¡la traición!» Los comprometidos no creían ni por asomo «que pudiera adentrarse en una organización en la que creíamos que sólo había caballeros». «Triste es confesarlo, pero a esto obedecía el fracaso. El Gobierno, de otro modo, no hubiese sabido nada, como no ha sabido ni sabrá la extensión que tenía el movimiento y sus ramificaciones». «Ni aun siquiera pensamos en constituir Gobierno y sí una Junta provisional, cuya misión no era legislar, sino garantizar el orden y restablecer y robustecer el principio de autoridad».

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El jefe del Gobierno se levanta tarde. Lo consigna en su diario, con estas otras anotaciones: «Sanjurjo está ya preso. Instrucciones a Ruiz Trillo, que se encarga del mando en Sevilla. En la capital motines del «pueblo soberano», que se desquita en las casas de algunos monárquicos. También en Granada hay alborotos. Parece que en Sevilla han surgido algunos tribunos que se disponen a ceñirse el laurel de la victoria. De Madrid salieron el día 10 por la mañana, en un avión, varios diputados radicales socialistas con el propósito de «sublevar al pueblo» contra Sanjurjo. Claro, no pudieron hacer nada; pero ahora resulta que se han comido a Sanjurjo».

La presenció del general cautivo en Madrid tranquilizó los ánimos de los asustadizos y de los pesimistas, que todavía pocas horas antes miraban con pavor el horizonte del Sur, preocupados de lo que podía depararles el enigma de la sedición sevillana. En las Cortes, los semblantes de los diputados afectos al Gobierno transpiraban satisfacción. El gozo de quien se siente aliviado de una pesadilla. El jefe del Gobierno se mostró menos circunspecto y más desembarazado que en la tarde anterior en el discurso complementario dedicado a relatar la conclusión de los sucesos en Sevilla. Estimaba Azaña que «indudablemente, a los directores del movimiento (igual a los directores conocidos y públicos, como aquellos otros que todavía se ocultaban en lo desconocido) la actitud del pueblo en general, la energía del Gobierno y la manifestación de las Cortes han debido hundirles el ánimo, así como el abandono en que les han dejado algunas otras ayudas con las que quizá quisieron contar». Explicó a continuación cómo se produjo el deshielo de la sublevación de Sevilla, y afirmó que por dos veces el general quiso hablar con el ministro de la Guerra, pero no fue atendido en su deseo. Para el orador, la salida de Sanjurjo de Sevilla fue una huida «hacia la frontera portuguesa o más bien hacia Ayamonte, donde quizá contaba con embarcarse y desaparecer». Pasó luego a referir lo sucedido en Sevilla al terminar la sublevación: «En Sevilla -explicó- se ha producido el estado de ánimo y de orden público que era de esperarse, o de temerse, .después de los sucesos de ayer; porque la indignación popular ante el acto cometido por el general Sanjurjo y sus secuaces y la excitación natural del sentimiento republicano han traído como consecuencia una situación de orden público delicada. Se han producido ataques a centros y edificios y alteraciones en las calles, de que voy a leer a las Cortes una breve enumeración. Parece ser que el pueblo -no puedo precisarlo más-, masas de ciudadanos que no sé a qué partido o grupo político pertenecen, han incendiado los siguientes edificios o cometido en ellos otros desmanes: el Círculo de Labradores, el local del periódico La Unión, la casa del señor Esquivel, donde el general Sanjurjo tenía establecido su cuartel general; la casa del señor Luca de Tena, el Círculo Mercantil, la Unión Comercial, el nuevo Casino, la imprenta de Blanco, la iglesia de San Ildefonso, la casa de ABC, un garaje y la casa de don José María Ibarra. Se han producido algunos choques en las calles entre el pueblo y la fuerza pública; creo que hay algunas víctimas y tengo entendido que hay un guardia civil muerto. También en Granada ha habido incidentes de esta naturaleza y entiendo que con el incendio de algún establecimiento, casino, centro o algo parecido. Estas son las consecuencias, que el Gobierno va a reprimir y está reprimiendo para establecer el orden público, las consecuencias inevitables, previstas y dolorosas del acto de rebeldía cometido por aquellos señores que tienen sobre su conciencia, además de las víctimas inocentes causadas en el encuentro callejero de Madrid, daños y perturbaciones en los cuales seguramente no han pensado reflexivamente al lanzarse a los actos que han realizado contra la República».

En Sevilla «las autoridades militares están bajo el mando del general que envió el Gobierno y es para felicitarnos que un momento de reflexión haya aconsejado al general Sanjurjo el abandono de sus pretensiones, evitándonos el sentimiento de violentar la represión para reducirlo a la Ley». En cuanto a los efectos judiciales, «se ha presentado por el Fiscal general de la República la querella correspondiente». «La Sala de Tribunal Supremo competente en estos asuntos se ha reunido y las actuaciones se llevarán con celeridad».

Unos y otros coincidían en que Azaña había querido aludir a Melquiades Álvarez, y tal vez a Lerroux. Muchos días después de los sucesos siguió la polémica en torno a la responsabilidad de ciertos políticos. El Socialista se refirió a las estrechas relaciones entre Sanjurjo y el jefe radical, a quienes servía de agente de enlace el diputado Ubaldo Azpiazu. Lerroux calificó de «canallada» la información del diario socialista, y en unas declaraciones para la United Press afirmó que jamás quiso hablar reservadamente de la cuestión con Sanjurjo y al general González Carrasco «le hizo comprender que no era ése el camino». «En la noche del 9 la policía le previno para que se pusiera a salvo, porque los conjurados tenían la consigna de ir contra Azaña, Casares Quiroga y él. Como se negara a esconderse, le aconsejaron que se fuera a San Rafael, cuya guardia civil había recibido instrucciones de defender su finca». Bergamín, defensor de Sanjurjo, resucitó la cuestión al decir a un redactor de El Sol (28 de agosto): «Sanjurjo es un hombre de corazón y su propósito fue el de crear una junta o directorio para que se disolviera el Parlamento y se convocaran nuevas elecciones. El señor Lerroux sabe perfectamente que Sanjurjo no participó en ningún complot monárquico». El jefe radical pidió al abogado aclarase la intención de sus palabras y el requerido dio explicaciones que convencieron a aquél.

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Al despertar los sevillanos el día 11 supieron que durante la madrugada el andamiaje de la dictadura militar se había derrumbado como castillo de naipes. Las cosas habían sucedido con celeridad tan vertiginosa que, ya detenido en Huelva el general Sanjurjo, el diario tradicionalista de Sevilla La Unión salía a la calle con grandes titulares en su primera plana que decían así: «Un nuevo régimen. El general Sanjurjo, en nombre de una Junta Provisional asume todos los poderes en la región andaluza. Otros generales se incautan del mando en las demás regiones. Las Cortes quedan disueltas: España necesita de todos sus hijos y a todos hace un llamamiento para dotar a la nación de instituciones más saludables». Pero ya estaba el motín en el arroyo, y los paquetes del periódico fueron pasto de hogueras. Las turbas envalentonadas, sabiéndose dueñas de la ciudad e impunes, se dedicaron al asalto e incendio de los edificios que les vino en gana. El jefe de los albiñanistas sevillanos, Narciso Puertas, recién salido de la cárcel donde estuvo como detenido político, puso fin a su vida, disparándose un tiro, cuando las turbas allanaban su casa. Por la tarde, seis mil personas, congregadas en la Plaza de Toros e inflamadas por arengas furibundas, acordaban pedir al Gobierno «que el general Sanjurjo fuese juzgado por un Tribunal de obreros y campesinos, la inmediata libertad de los presos políticos y sociales, la apertura de los Sindicatos, la disolución de la Guardia Civil, el armamento de los partidos revolucionarios y la formación del frente único compuesto de comunistas, socialistas y sindicalistas».

La prensa izquierdista y con más furia los periódicos socialistas y comunistas excitaban al Gobierno para que no flaqueara en la represión y diera un escarmiento ejemplar a los enemigos de la República. El Sol -observaba Azaña- «se abstiene, prudentísimo, de comentar los sucesos como si en aquella casa hubiese quienes creían en el triunfo del Gobierno». Los diarios de derecha, según se ha dicho, habían sido suprimidos, con excepción del decano de los periódicos de Madrid, La Época, conservador y en otro tiempo palatino. Su supervivencia se atribuía a los buenos oficios de Mariano Marfil, que simultaneaba la dirección de este diario con el cargo de editorialista de Ahora. «Condenamos la sublevación -decía La Época (10 de agosto)-, el alzamiento contra el poder público. No sabemos lo que representa la sublevación, pero habría de ser la expresión más fiel de nuestros pensamientos y la repudiamos. Las derechas tenemos que pedir una autoridad robusta, una ley que se cumpla, un orden material y jurídico inflexible y la autoridad para pedirlo nace de que nos movamos siempre en la legalidad». «Operación cesárea» llamó Ernesto Giménez Caballero en Heraldo de Madrid (16 de agosto) a la practicada por Azaña, quien «siguió minuto a minuto lo que se gestaba. Estaba preparado como en una clínica. La criatura nació muerta, pero se salvó la parturienta: la nación. Un poco de fiebre. Pero dentro de unos días, restablecida y normal. Una brillante operación cesárea. Digna sencillamente de unas manos cesáreas. Autoritarias». Continuaban las detenciones, que ya sumaban varios millares en toda España, la clausura de centros políticos, confesionales o de recreo, como la Gran Peña y el Nuevo Club de Madrid. Gobernadores y alcaldes, agudizado su celo de guardianes de la República, actuaban como guerrilleros, para ampliar con excesos persecutorios, la victoria del régimen.

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El homenaje a las fuerzas que intervinieron en la defensa del Ministerio de la Guerra y del Palacio de Comunicaciones se celebró en la mañana del día 13 en el parque del Retiro, con asistencia del jefe del Estado y del Gobierno en pleno. Cinco guardias de Asalto, heridos durante la friega, ocuparon lugar preferente. A su lado se situaron los dos guardias civiles que prestaban servicio en el Palacio de Comunicaciones, los guardias de Seguridad de la Comandancia de Huelva que intervinieron en la detención de Sanjurjo y cinco oficiales de Telégrafos de Sevilla, que mientras ocurrían los sucesos consiguieron mantener comunicación secreta con la Central de Madrid. El director general de Seguridad, Menéndez, el comandante Saravia y los capitanes Fernández Navarro y Tourné fueron condecorados con la Gran Orden de la República. Los guardias fueron ascendidos.

Otra vez (28 de agosto) insiste Azaña en recapitular sobre los sucesos. Es domingo y se ha asomado al balcón de una de sus habitaciones, que mira a la calle de Barquillo. «No se veía alma viviente. Las verjas, de par en par. Un centinela en la calle de Prim y otro en la calle de Alcalá. Y yo me preguntaba por qué obsesión, nacida acaso de lo tenebroso «de la conjura», los asaltantes del Ministerio eligieron la hora de la madrugada para dar el golpe, cuando por lo menos están cerradas las verjas y puertas del edificio. Si hubiesen venido en una tarde como ésta, habrían entrado de seguro, y cuando la guardia hubiera querido reponerse de la sorpresa, ya estarían en los patios del edificio principal o en las escaleras. En cuanto a reunir prontamente en tales circunstancias a la tropa, que habría estado casi toda de paseo, ni pensarlo. Lo más audaz en apariencia puede ser, a veces, muy hacedero y llano. ¿No se les ocurrió? Habrá que creer en la suerte. Claro que tampoco habrían vencido definitivamente, pero un golpe grande y de efecto sí lo habrían dado y quizás hubieran logrado acabar conmigo, que no hubiese sido poco.

 

SANJURJO, CONDENADO A MUERTE, ES INDULTADO

A las ocho y media de la noche del 11 de agosto Sanjurjo llegaba a la Dirección General de Seguridad. Vestía traje gris y se cubría con una boina. Poco después era interrogado durante cuatro horas por el magistrado del Tribunal Supremo Dimas Camarero, juez especial designado para entender en los procesos. Al concluir el interrogatorio el general fue trasladado a las Prisiones Militares de San Francisco y encerrado en la celda número 22, ínterin se acondicionaba la número 15, «espaciosa, con una reja al fondo, y por mobiliario una cama de hierro, un lavabo, mesilla de noche, armario ropero y una silla», según la describió un cronista. Allí se le comunicó al detenido el auto de procesamiento y prisión condicional y absoluta incomunicación. Esta le fue levantada el día 16. Competía al Tribunal Supremo enjuiciar y juzgar a los comprometidos. La Sala Sexta comenzó inmediatamente sus trabajos. Para la instrucción de los sucesos ocurridos en Madrid fue designado el magistrado Eduardo Iglesias del Portal, y para los de Sevilla, el mencionado Dimas Camarero. El fiscal de la República, Martínez Aragón, pidió instrucciones al Gobierno sobre la tramitación de la causa por lo de Sevilla. Podía seguirse juicio sumarísimo contra Sanjurjo solo o englobado en el proceso general. Azaña dio cuenta de la consulta del fiscal. «Prieto y casi todos los ministros opinaron que debía optarse por el procedimiento más rápido. Se ha atravesado Zulueta opinando que no puede perderse de vista que esta solución nos aboca dentro de pocos días a la cuestión de resolver sobre la ejecución o el indulto de Sanjurjo. Fernando de los Ríos, con señales de enojo, se niega a examinar ese punto. Luego añade que si se deliberase sobre ello resultaría que juzgábamos el final y que no dejaría de saberse el criterio del Gobierno. Zulueta se ha picado. Pregunta si los dos caminos son legales, y añade que si se teme una indiscreción sobre el fondo, también es de temer sobre el punto que examinamos. Le he replicado a Zulueta que el silencio depende de los ministros mismos. No parece haberse dado cuenta de que tratándose de una cuestión de Gobierno la consulta del fiscal está muy en su punto. Si ahora pareciese que dábamos largas al asunto la opinión se escandalizaría. Acordamos contestar que lleve el asunto velozmente y aplazar toda deliberación sobre lo demás».

Una nota del presidente de la Sala de Vacaciones del Tribunal Supremo explicaba que el Juicio contra Sanjurjo tendría carácter sumarísimo y el fiscal de la República no ocultó que se vería forzado, por virtud de la Ley inexorable, a pedir contra los acusados, con harto pesar, el máximo castigo, pues los hechos calan de lleno en el artículo sobre rebelión del Código de Justicia militar. En tomo a estas noticias, la Prensa extremista y las organizaciones revolucionarias promovieron un temporal apasionado para que no prevaleciera en el Tribunal un criterio de benevolencia que se calificaba de impunista, y se pedía abiertamente la cabeza de Sanjurjo. El abogado Francisco Bergamín, encargado de la defensa, manifestó: «Jamás hasta ahora advertí la sed de una pena capital». En la Presidencia del Gobierno se habían recibido en cuatro días más de tres mil telegramas e incontables mensajes exigiendo la ejecución de Sanjurjo. Refiriéndose a este desenfreno de las pasiones, manifestó Lerroux: «No tengo ninguna palabra agria ni dulce para los autores de la locura. Pero yo he pasado por estos trances y no cometo la vil cobardía de ensañarme con los vencidos».

La Sala Sexta del Tribunal Supremo, a la que correspondió enjuiciar y juzgar a los procesados, resolvió el día 21 que sólo se seguiría procedimiento sumarísimo a los señores Sanjurjo, padre e hijo; al general García de la Herrán y al teniente coronel Esteban Infantes. El día 24 a las ocho de la mañana comenzó la vista de la causa. Formaban el Tribunal Mariano Gómez, presidente, y los magistrados Fernando de Abarrátegi, José María Álvarez Martín, Isidro Romero Civantos, Ángel Ruiz de la Fuente, Emilio de la Cerda y José Antón Oneca. Actuaban los secretarios Señán y Manzaneque. Todos los componentes del Tribunal -a juicio de Heraldo de Madrid– eran de gran competencia y limpio historial de republicanismo. A la derecha del Tribunal tomó asiento el fiscal de la República y sobre la mesa se colocaron las piezas de convicción: el fajín de general y las pistolas de los procesados. Sólo una pequeña parte del enorme público deseoso de presenciar la vista logró acceso a la sala.

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Por la lectura del apuntamiento y de las declaraciones del general se conoció, aparte de lo ya sabido, que Sanjurjo, según su propia confesión, «concibió la idea del alzamiento un mes antes de los sucesos, y noticioso de que había guarniciones que no estaban conformes con la política del Gobierno y de que se preparaba un movimiento revolucionario en Madrid, decidió marchar a Sevilla». No recordaba el general «las personas que estaban comprometidas» ni quienes intervinieron en la preparación del movimiento, pero sí aseguraba «que todas las fuerzas armadas de Sevilla secundaron la rebelión». Tampoco conocía «las características del movimiento planeado en Madrid ni sabía que tuviera relación con el de Sevilla». No habló ni trató «con el general Cavalcanti, ni con ningún elemento de la guarnición de Madrid, ni de otras plazas, sobre la sublevación, ni recordaba cuáles eran las guarniciones disconformes con la política del Gobierno». De los adheridos al movimiento «no recordaba más nombre que el del general Miguel García de la Herrán, a quien hizo su segundo jefe». Aunque en el manifiesto hacía referencia a «determinados elementos políticos, y en su pensamiento estaban varios nombres para constituir la Junta, no los podía facilitar, porque no les consultó ni sabía si aceptarían cargos en la Junta».

 

Las declaraciones del teniente coronel Esteban Infantes, del generar García de la Herrán, del alcalde y concejales de Sevilla, telegrafistas y otros testigos, no aportaron detalles nuevos. El general de la división de Andalucía, Manuel González, justificó su actitud pasiva, porque en dos ocasiones, una Sanjurjo y otra García de la Herrán, le amenazaron con sus pistolas. Llegó el momento de informar el fiscal de la República, al cual le era doloroso «acusar a un hombre de valor, que admiro». Pero lo realizado el día 10 «era una felonía, una traición y no podía invocarse el patriotismo para justificar la rebelión, porque el Ejército no tiene otra cosa que hacer que acatar la voluntad nacional». El comportamiento de Sanjurjo el 14 de abril «no disminuye su responsabilidad de ahora». «Ni existe paridad con otros alzamientos, como los de Valencia y Ciudad Real, encabezados por el señor Sánchez Guerra, ni con los promovidos por los señores que constituyeron el Gobierno provisional de la República, porque en ninguno de esos movimientos hubo rebelión, puesto que faltaba la legitimidad del Gobierno contra el que se iba. Las acusaciones entonces eran fingidas y las sentencias tenían que ser amañadas. Hoy mi acusación es sincera y espero que la sentencia de la Sala sea justa». De acuerdo con el Código de Justicia Militar, solicitó el fiscal, «conmovido pero resuelto», la pena de muerte para el general Sanjurjo, Jefe de la rebelión. Para los otros tres acusados, como adheridos a la rebelión, pedía la pena de reclusión perpetua. «Muy duro, terminó diciendo, es el deber de los señores de la Sala, que también sabrán cumplir, sin conmoverles ni los empujones de la opinión, ni las sugerencias de la misericordia. Cuando dicten sentencia, que ella glorifique la justicia de la República».

Intervinieron a continuación los defensores. Bergamín aceptó que «hubo rebelión militar, porque el Gobierno es legítimo, pero fue delito frustrado, porque a pesar de ponerse todos los medios para realizarlo, no se consumó, ya que sintiéndose humanos los jefes y oficiales entendieron que no podían prestarse a una lucha fratricida». Ello eximía de responsabilidad a los ejecutores, «porque se entregaron a las autoridades legítimas antes de que fueran intimidados a ello». Además «había que tener en cuenta los méritos de los encartados y que no hubo derramamiento de sangre». Al general García de la Herrán le defendió Luis Barrena, al teniente coronel Esteban Infantes su hermano José y al capitán Sanjurjo Juan Fernández Rodríguez. Cuando el Presidente preguntó a los procesados si tenían algo que alegar, Sanjurjo contestó negativamente y el general García de la Herrán afirmó que «el mayor honor para él era seguir la suerte del general Sanjurjo». El tribunal se constituyó a continuación en sesión secreta para dictar sentencia. Eran las dos y diez de la tarde.

Al anochecer del ardiente día de agosto recorrieron las calles de Madrid grupos de alborotadores que daban mueras a Sanjurjo. Los manifestantes salieron de los centros republicanos y de la Casa del Pueblo y su propósito era el de crear un ambiente público favorable a la ejecución del general. A la misma hora comenzaron a circular rumores de inmediatas sublevaciones en ciertas guarniciones, comprometidas para alzarse el 10 de agosto, que se retrajeron, y parecían ahora dispuestas a reproducir el golpe para impedir el fusilamiento de Sanjurjo. Semejante rumor, nacido de la fantasía de republicanos asustados no respondía a ninguna realidad. Sin embargo, tanta importancia alcanzaron los rumores, que Azaña escribe en su diario: «Conversación telefónica con Casares. Hay informes de que esta noche intentan repetir el golpe en Zaragoza, Valladolid y Madrid. Por absurdo que parezca el propósito, a mí no me sorprende. Encuentro normal que en estos días siguientes a su derrota los que hayan quedado por ahí, sin desenmascararse, o a salvo de la Policía, se encorajinen y lejos de darlo todo por perdido, crean que ahora es cuando va a ir de veras. La depresión y el desánimo vendrán después. Pero mientras tengan a Sanjurjo sin sentenciar no les faltarán palabras para animarse a un desquite. He hablado por teléfono con Rodríguez Barrios, que está en Huesca, y le he ordenado que se presente esta tarde en Zaragoza. También telegrafío a Alcalá para que García Benítez no se duerma, y he llamado a mi despacho a todos los generales con mando en Madrid. Recibirán instrucciones que, coordinadas con las medidas de Gobernación, no permitirán que pase nada. He hecho venir a Remigio Cabello y le he encargado que se vaya en el acto a Valladolid para que estén prevenidos los socialistas, si ocurriese allí alguna cosa». Tales precauciones estaban en consonancia con la intensidad de los rumores y con el temor del Gobierno. Amaneció el día 25 sin que cumplieran los augurios. Hasta las ocho de la mañana duró la deliberación del Tribunal y una hora después, se entregó la sentencia al Gobierno, el cual se reunió acto seguido para examinarla. El documento era muy extenso, y el fallo estaba redactado en los siguientes términos:

«Fallamos que debemos condenar y condenamos al procesado teniente general José Sanjurjo Sacanell a la pena de muerte, con las accesorias, en caso de indulto, de inhabilitación absoluta perpetua y pérdida de empleo, como responsable, en concepto de autor, de un delito consumado de rebelión militar, previsto en el artículo 237, número 1.º de Código de Justicia Militar, y castigado en el número 1.º del artículo 238 del propio Código; al procesado general de brigada don Miguel García de la Herrán, a la pena de reclusión perpetua, con iguales accesorias, como autor del mismo delito de rebelión, y en calidad de adherido a la misma, delito que sanciona el número 2.º del artículo 238 de la ley citada; al procesado teniente coronel de Estado Mayor don Emilio Esteban Infantes Martín, a la pena de doce años y un día de reclusión temporal, con las accesorias de inhabilitación absoluta temporal en toda extensión y pérdida de empleo, como auxiliar del mismo delito, que castiga el párrafo 1.º del artículo 240 del repetido Código, y se absuelve al capitán de Infantería don Justo Sanjurjo y Jiménez Peña. Abónese al general García de la Herrán y al teniente coronel Esteban Infantes la mitad del tiempo de prisión preventiva sufrida, y no ha lugar en este momento a determinar la cuantía de la indemnización de perjuicios debida al Estado y a los particulares por razón del delito cometido hasta tanto que no se fije oportunamente en el juicio ordinario que al efecto se instruye por los hechos que se relacionan con la presente causa. Procédase al comiso de las armas ocupadas a los reos, devolviéndose al capitán don Justo Sanjurjo la pistola de su pertenencia. Póngase esta sentencia en conocimiento del Gobierno, y espérese al enterado del mismo para preceder a su ejecución, teniendo en cuenta lo prevenido en el artículo 10 del Decreto-ley de 2 de junio de 1931, que modifica en este punto el párrafo 2.º del artículo 662 del Código de Justicia Militar».

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Sin refrendo oficial, la noticia había trascendido al público, y aunque esperada, causó impresión. Por millares empezaron a recibirse en los Palacios de la Presidencia de la República y del Consejo telegramas de toda España en solicitud de indulto. Lo pedían también la Cámara de Representantes del Uruguay y el presidente de la Argentina, Alvear, días antes de celebrarse la vista de la causa. Intercedieron en favor del general la madre del capitán Galán y la viuda del capitán García Hernández; el Ateneo de Madrid, la Academia de Jurisprudencia, el Colegio de Abogados, Lerroux y Maura en nombre de sus respectivos partidos y muchos personajes de distinta significación política y social.

Mientras se producía esta creciente marea de clemencia, el defensor, Bergamín, se había presentado al general para decirle: «Tengo que darle una mala noticia». Sanjurjo respondió: «¡Qué le vamos hacer!» Propuso entonces el defensor a su patrocinado que pidiera el indulto, negándose aquél a formular tal solicitud. ¡Que se cumpla la sentencia!, exclamó. Afirmaba Bergamín que en su larga vida profesional no había conocido un condenado con parecida entereza y serenidad en tan críticos momentos. Se presentaron en esto los oficiales de la Sala del Supremo para leer al reo la sentencia, mas como el general advirtiera la extensión de la misma, pidió ahorrasen el trámite y la firmó: «Les ruego, dijo, que muestren mi firma para que se vea que no he temblado al conocer el fallo. Acato éste con respeto y lo firmo sin jactancia. Espero, y así lo pido, que antes del fusilamiento se me concedan dos horas para arreglar el porvenir de mis familiares». Su propósito era contraer matrimonio con María Prieto Taberner, y la patética ceremonia se celebró, en efecto, como deseaba, poco después en la misma celda, ante un oratorio improvisado.

Lo que sucedía en el seno del Gobierno en estas horas lo puntualiza Azaña en su diario de la siguiente manera: «Día 25 de agosto. A las ocho y media de la mañana me despierta el teléfono. Habla Mariano Gómez, presidente de la sala sexta, y me comunica la sentencia que acaban de firmar. Me llama la atención que absuelvan al hijo de Sanjurjo; pero no digo nada y me reservo mi opinión para cuando conozca el texto de los considerandos, que serán, sin duda, muy buenos. ¿Quiere usted que vaya a verle?, me pregunta Gómez. No, no es menester, le respondo. Que ustedes descansen. Pocos minutos después me llama Albornoz y me cuenta lo mismo. Entonces he llamado yo al Presidente de la República y le informo del suceso. Me dice que para todo evento debemos tener el informe del Supremo que pide la Constitución. Le he hecho saber que antes de ir a Palacio el Gobierno se reunirá en Consejo para deliberar solo. Como es natural, lo encuentra bien. Traté de dormir otra vez; pero ya el sueño había volado. Un poco más tarde llamé a Mariano Gómez y le pedí que me enviase el consabido informe. Me quita usted un peso de encima -respondió emocionado-. En seguida le mando. Que tenga usted un acierto».

«He citado a los ministros para las diez y media. Examinaremos nosotros el caso y tomaremos un acuerdo que llevaremos después al Presidente, como propuesta. No podríamos discutir delante de él. Los ministros han acudido puntualmente. Leo al Consejo la carta de Ossorio, el escrito de Bergamín y alguna otra petición de indulto. Se planteó una cuestión previa, muy ociosa, sobre el artículo 102 de la Constitución. Prieto, erróneamente, creía que debe preceder un acuerdo del Gobierno y luego pedir el informe al Supremo. Logro convencerle de que no debe ser así. Un ministro habla del expediente de indulto como si fuésemos a escribir muchas hojas. Entramos en la cuestión de fondo -sigue Azaña- e invité a los ministros a que diesen su parecer: Prieto, por sí y por los otros dos ministros socialistas, votó por el indulto. Domingo, por sí y por Albornoz, votó lo mismo; Casares, con gran firmeza, votó por que se cumpliese la sentencia. Los demás votaron por el indulto. Todos han razonado largamente su opinión. Casares funda la suya en que el indulto rompe la firmeza del Gobierno, alienta a los conspiradores y nos impide ser rigurosos con los extremistas».

«Voté yo el último a favor del indulto. He considerado el asunto como un caso político en el que debe hacerse lo más útil a la República. Fusilar a Sanjurjo obligaría a fusilar después a otros seis u ocho que están incursos en la misma pena, y a los de Castilblanco. Serían demasiados cadáveres en el camino de la República. Hay que desacreditar el pronunciamiento por su propio fracaso y por el descrédito de sus autores. Fusilando a Sanjurjo, haríamos de él un mártir y fundaríamos, sin quererlo, la religión de su heroísmo y de su caballerosidad».

«Fusilando a Sanjurjo iríamos hoy a favor de la corriente; pero se nos volvería contraria a los pocos días, a las pocas horas; los mismos que ahora piden su muerte, lo sentirían después. La Monarquía cometió el disparate de fusilar a Galán y García Hernández, disparate que influyó no poco en la caída del trono; procuremos no incurrir en un yerro análogo. Se ha de acabar con la historia de los levantamientos y con los fusilamientos, haciendo ver que esas acciones no producen ni gloria. Más ejemplar escarmiento es Sanjurjo fracasado, vivo en presidio, que Sanjurjo glorificado muerto».

Terminado el Consejo, cuando salía para Palacio, me dice Ramos que Casares, con lágrimas en los ojos, le ha confesado que se siente derrumbado. También me dan cuenta de los acuerdos del partido radical­socialista. Se ha reunido su grupo parlamentario y ha votado que se fusile a Sanjurjo, o en otro caso, que dimitan los dos ministros de ese partido. Los radicales­socialistas se empeñan en jugar a Dantón y Robespierre y hacen la fiera bien tontamente. Al que me ha traído la noticia le he contestado que me tiene sin cuidado el acuerdo; el Gobierno hará lo que le parezca, con el voto de la mayoría de sus miembros, y si lo que hagamos no les gusta a los radicales-socialistas, tendrán que aguantarse».

«Reunido el Gobierno en Palacio, doy brevemente cuenta al Presidente de lo acordado y se mostró conforme. Insistió el Presidente en la necesidad de tomar duras medidas contra los monárquicos y prometió, una vez más, que durante su mandato se opondrá siempre a todas las rehabilitaciones. Después tratamos del lugar donde puede recluirse a Sanjurjo. Se habló de Mahón, pero ofrece poca garantía de seguridad. Ocaña está demasiado cerca de Madrid y tendremos una peregrinación de monárquicos para ver al preso. Propuse el Dueso y se aceptó, para lo cual se dictará un decreto habilitándolo como prisión militar. Hemos convenido, asimismo, callar el acuerdo adoptado hasta última hora de la tarde, para dar tiempo a que se produzca alguna reacción favorable al indulto».

«Por la tarde, en el ministerio, he recibido algunas visitas tontas. Estoy fatigado desde anoche y un poco angustiado por el suceso, como si todavía no fuese seguro que le vamos a indultar. Nunca he tenido en la mano la vida de un hombre. Es mucho. ¿Me equivoco al dar al asunto la solución que le he dado? Espero que no».

«A media tarde voy al Congreso. Reúno a los ministros, menos Zulueta y Ríos que están en el banco azul asistiendo a la sesión. Leo los decretos de indulto y habilitación del Dueso y conversamos sobre el asunto y probables consecuencias. A las siete se levantó el Consejo. Me encargué de dar la referencia a los periodistas. Aglomeración enorme en la puerta del despacho. La gente no cabía en el pasillo. Discutían acaloradamente y esperaban la noticia con ansiedad. Incluso se habían cruzado apuestas. Di a los periodistas una escueta referencia del Consejo y no dije nada del indulto».

«El Presidente (que el día anterior regresó de un corto viaje a Santander) me tenía atado para las ocho y media. Mi entrevista con don Niceto fue brevísima. Firmó los decretos y nos despedimos. En la puerta, golpe de periodistas.

-El señor Presidente -les dije- ha conmutado la pena al general Sanjurjo.

Y sin más palabras me metí en el coche.

«En el Ministerio de la Guerra, ya sólo me ganan el descanso y la satisfacción. También a mí se me ha quitado un peso de encima! Sanjurjo, que se ha portado conmigo como un felón, no lo agradecerá… Están llegando a centenares los telegramas pidiendo el indulto. Ha venido Casares. Quiere dimitir, así como su amigo Calviño. Procuro tranquilizarle, pero no lo he logrado enteramente». (Calviño, recién nombrado gobernador de Sevilla, dimitió su cargo pocos días después). Hay otros diputados extremistas partidarios del castigo ejemplar e indignados por el indulto. Los radicales­socialistas, en especial, se esmeran en la representación de su papel de hombres terribles y exigen que dimitan los dos ministros del partido. «No se concibe mayor necedad. Me dicen que los capitanea Galarza, que es subsecretario, y no se le ocurre comenzar dimitiendo él mismo. Por la noche vino a visitarme alguna gente. Yo estaba de buen humor; creo que por la solución del asunto Sanjurjo y haberme librado de manchar de sangre a la República».

Fundándose en el disgusto producido por el indulto, sindicalistas y comunistas promovieron algaradas y huelgas en varias provincias; en Gallarta (Vizcaya), a la salida de un mitin, hubo un choque con la Guardia Civil, del que resultaron un sindicalista muerto y varios heridos. Como consecuencia de estos sucesos se declaró la huelga en las minas de Somorrostro.

El día 28 de agosto Azaña anota: «Ha venido a comer conmigo Casares. Ya está un poco repuesto del quebranto del otro día». El quebranto fue consecuencia del indulto de Sanjurjo.

A las nueve y media de la noche del día 25 de agosto los Secretarios de la Sala se presentaron en la prisión militar para comunicar a Sanjurjo que había sido indultado. En aquel momento se encontraba el reo con su esposa y su hijo, y los procesados García de la Herrán y Esteban Infantes. La noticia alegró a todos. El menos impresionado por el acontecimiento fue el propio Sanjurjo, que había aceptado su papel de reo de muerte no sólo con estoica serenidad, sino también con despreocupación y hasta con indiferencia. Por fin, después de tanta agitación e inquietud, podría dormir tranquilo. Antes de acostarse, todavía jugó una partida de mus con sus compañeros de prisión. Eran las tres de la madrugada cuando se presentaron en su celda el director general de Seguridad, con el coronel director de Prisiones, y le ordenaron que se dispusiera para emprender inmediatamente un viaje. Preparó Sanjurjo con gran diligencia su maletín, y poco después, en un automóvil, custodiado por el comisario Aparicio y un policía, salió de Madrid. En otro automóvil iba la escolta.

No sabía el general adónde le llevaban, ni tampoco lo supo el comisario hasta llegar al kilómetro cien de la carretera de Francia. Entonces sacó un sobre lacrado de su bolsillo, y halló escrito en un papel el punto de destino: Santoña: Penal del Dueso. Al decírselo al general pareció impresionarse, «no esperaba, dijo, que me trasladasen tan pronto». Se rehízo en el acto y exclamó: «Dentro de seis meses, todo esto habrá pasado».

A las diez de la mañana dieron vista a Santoña. Los trámites de ingreso se cumplieron rápidamente y el marqués del Rif, vestido con ropa de presidiario, quedó transformado en el penado número 52. Por decreto del ministro de la Guerra había sido baja definitiva en el Ejército el soldado cuyos méritos llenaban cuarenta y dos folios. Se le privó de los grados, sueldos, pensiones, honores y derechos pasivos que le correspondieran.

Algunas semanas después, un escritor visitaba al general en la prisión y le preguntaba:

«-¿Contaba usted, según se ha dicho, más o menos claramente, con el apoyo de algunos significados políticos?»

Y Sanjurjo le respondió:

-Amigo mío, si alguna vez hubiera pasado por mi imaginación hablar de eso, lo hubiera hecho ante el Supremo… Y ya ve usted, me dejé condenar a muerte sin decir esta boca es mía… Sobre este tema no crea usted que no ha habido insistencia. Recuerdo que en uno de los interrogatorios judiciales, a cada cinco minutos me hacían la misma pregunta: «¿Con quién contaba usted, caso de haber triunfado?» Hasta que me cansé y le dije a quien me interrogaba: «Si hubiera triunfado, con todo el mundo… Y el primero usted…».

FOTOS CON HISTORIA

“El general Sanjurjo había sido encarcelado en el penal del Dueso, donde estaba totalmente prohibido el paso a los periodistas. Y precisamente por eso el éxito era conseguir el reportaje gráfico. Campúa se lo propuso y una mañana llegó al Dueso con dos cámaras: una de cine y otra de fotografía.
Por consejo del administrador entré en el penal con la máquina de fotografía, porque la de cine abultaba mucho. El riesgo no sólo estaba en entrar en el penal, sino en poder salir victorioso. Este administrador, que estaba de acuerdo conmigo, me dijo: “veremos cómo nos arreglamos para que usted pueda salir”.
Había que esperar pacientemente la hora propicia para hacer la fotografía del general Sanjurjo sin que el director del penal se enterase.


Lo mejor -le dijo el administrador del penal a Campúa- es que yo le facilite una celda vacía donde usted pase la noche. La mejor hora es la del amanecer, cuando los presos salen al patio y el director del penal no está aquí. Ese es su momento.
Campúa siguió las instrucciones del administrador del penal y así pudo retratar al general Sanjurjo, vestido de presidiario, rodeado de criminales.

– Cuando tuve hechas las fotografías metí el “almacén”, o sea el estuche donde iban las placas, en la cesta de la comida del general Sanjurjo. Uno de sus ayudantes lo hizo llegar a mi padre, que lo mandó a revelar y lo cedió a La Nación para que se publicara.

En las tertulias de Madrid y en la calle no se habló de otra cosa en varios días. Mundo Gráfico dio también la fotografía del general Sanjurjo vestido de presidiario a doble página.
– Esta cuestión se llevó a las Cortes y a los pocos días fui citado por el fiscal de la República que me dijo: “No tengo más remedio que procesarle”. Me reclamaron 500 pesetas de fianza para la libertad provisional, las pagó el periódico y este proceso quedó sobreseído con el tiempo.

 

Sanjurjo y el general García de la Herran durante el juicio Sumarísimo

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.