22/11/2024 07:14
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Ayer hizo 82 años…

Mientras los nacionales “pasaban” por las calles de la Princesa sin disparar un tiro y entre una muchedumbre aplaudiendo y gritando ¡¡¡Viva Franco!!!

 

Publicamos hoy unos párrafos de la gran obra “La muerte de la esperanza”, del periodista republicano y director durante los años de la Guerra de “Castilla Libre” Eduardo de Guzmán, que fue Premio  “Memorias de la Guerra Civil Española” “Gregorio del Toro”. En los párrafos elegidos se refleja la tragedia que vivieron los madrileños comprometidos con la Segunda República cuando ya las tropas de Franco habían roto todos los carteles del “no pasarán”, y trataban de huir a la desesperada. Aquello fue, como cuenta Guzmán, una verdadera tragedia.

Pasen y lo comprobaran (y si tienen la oportunidad de leer la obra completa les aseguro que no se arrepentirán)

 

MARTES, 28 DE MARZO 

Suena estridente el timbre del teléfono. Arrancado bruscamente del sueño, entreabro los ojos y descuelgo el auricular. La voz de mi madre me llega nerviosa y apremiante:

—¿Qué esperas ahí todavía? ¡Estás loco…! ¿No ves que se ha marchado todo el mundo?

Sonrío tristemente al escucharla. Hace días, muchos días, que repite incansable lo mismo. En realidad, apenas dice otra cosa desde su precipitado retorno de Valencia —capital del « Levante feliz» en una hora y a lejana— al Madrid asediado y hambriento. Le obsesiona el afán de que me marche cuanto antes, sabiendo —nadie puede ignorarlo y a a finales de marzo— que la guerra está definitivamente perdida.

Comprendo su actitud, similar a la de millares de madres. La mía perdió un hijo en los comienzos de la lucha y teme perder otro al final. No anda, naturalmente, descaminada en sus temores. Aunque a veces me gusta soñar despierto, sé perfectamente que lo pasaré mal si permanezco aquí cuando entren los que llevan veintinueve meses a sus puertas. A veces discuto con ella en un vano intento de hacerla comprender que debo continuar en mi puesto hasta el último segundo.

—¡El último segundo ha sonado y a! Antón Martín está lleno de soldados que abandonan los frentes. También he visto dos camiones con banderas monárquicas y la gente…

Miro el reloj mientras mi madre continúa. Son las diez menos cuarto de la mañana. He dormitado unas horas echado de bruces sobre la mesa del despacho y no sé lo que pueda haber ocurrido desde el amanecer en que, tras concluir la confección del periódico —¡del último número de periódico!—, me dejé ganar por el sueño y el cansancio acumulados en varias noches de mucho trabajar y poco dormir.

—¿Acaso no me crees, hijo? —inquiere angustiada la voz de mi madre—. ¡Asómate a la calle y verás que no exagero!

Procuro tranquilizarla con breves palabras, aunque sé por anticipado de su inutilidad. Tengo la plena seguridad de que cuanto acaba de decir responde escrupulosamente a la verdad; que Antón Martín y todas las calles de Madrid ofrecen en este momento el triste espectáculo de un ejército derrotado, cuy os soldados han abandonado por propia iniciativa las trincheras. Me consta que los frentes han desaparecido, que las líneas cercanas a la capital quedaron totalmente desguarnecidas anoche y que el enemigo puede entrar cuando le de la gana sin encontrar la menor resistencia.

Con sólo levantar la cabeza y mirar hacia la Castellana a través del balcón tengo la mejor confirmación si pudiera quedarme alguna duda, que desgraciadamente no me queda. Por Abascal descienden de la Ciudad Universitaria grupos desperdigados de soldados que, tras soltar los fusiles, emprenden una marcha lenta y apesadumbrada hacia sus pueblos respectivos.

—¡Convéncete, Eduardo! Si continúas ahí media hora más, no podrás salir de Madrid. ¡Aunque te duela mucho, todo ha terminado!

Tiene razón y lo sabemos los dos. Todo ha terminado, en efecto, y lo poco que resta habrá de ser una sucesión ininterrumpida de dolorosas tragedias. En realidad, todo terminó hace treinta y seis horas, en la noche del domingo pasado, cuando el Consejo Nacional de Defensa radió a los cuatro vientos la orden de levantar bandera blanca en todos los puntos que atacase el enemigo. Fue un golpe duro y bajo que muchos no pudimos encajar. No sólo por ver definitivamente muerta una causa por cuy a defensa tantos sacrificaron su vida, sino porque en aquel instante —precisamente en aquel instante— y o creía tener las mejores razones para esperar una decisión diametralmente opuesta…

—Sí; y a sabemos que sólo llevas tres horas acostado, pero te necesitamos con urgencia. Dentro de diez minutos irá un coche a buscarte.

Quien me habla forma parte del Consejo Nacional de Defensa, que hace veinte días escasos acabó con las torpes maniobras y las burdas mentiras del Gobierno fantasma de Negrín, refugiado a la sazón en un pueblo de Alicante, lo más lejos posible de los frentes y lo más cerca de un aeródromo con aparatos preparados con los motores en marcha. Aunque tengo mucho sueño —Castilla Libre, que dirijo, se cierra de madrugada—, abandono la cama y media hora después me presento donde me aguardan.

—La ofensiva fascista empezó hace una hora sin hacer ningún caso de nuestras proposiciones de paz —dice González Marín apenas me ve—. No nos queda otro remedio que resistir como sea.

Asiento convencido, sin vacilaciones. Nada puede resultar más desastroso que entregarnos sin condiciones a merced del vencedor.

 —Nos defenderemos como y donde podamos: en las ciudades, las montañas o las costas —añade Val—. Lucharemos como gatos panza arriba y les haremos pagar muy caras nuestras cabezas.

No me sorprende oírle. No puede sorprenderme cuando llevamos semanas enteras hablando de esta resolución última y desesperada. Menos aún cuando todos, por lo menos en público, opinan exactamente igual que nosotros.

—Los cien mil hombres que como mínimo sacrificarán los fascistas al triunfar —prosigue Marín—, no deben ir al matadero con resignación bovina, sino pelear como hombres y morir matando.

Todos los presentes hacen gestos de asentimiento. No existe la menor discrepancia. En el momentáneo silencio que sigue a las palabras de González Marín, me repito mentalmente los versos de Almafuerte hace pocos días reproducidos en primera página de mi periódico: « No te des por vencido ni aun vencido; no te sientas esclavo ni aun esclavo y que maldiga y muerda vengadora aun rodando en el polvo tu cabeza» .

—Lo menos que podemos exigir —interviene Salgado— es tiempo suficiente para evacuar a todos los que se consideren en peligro o no quieran vivir bajo un régimen dictatorial.

—Tenemos la obligación moral y material de cumplir al pie de la letra la consigna del Consejo —sostiene Pradas por su parte—: « O todos nos salvamos o perecemos todos» 

—Si es preciso —concluy e Marín—, convertiremos las diez provincias que nos quedan en otras tantas y gigantescas numancias.

En la reunión participan los dos representantes del movimiento libertario en el Consejo Nacional de Defensa. Junto a ellos, un puñado de militantes conocidos de la organización confederal, con puestos destacados en el frente y la retaguardia. Aparte de varios jefes de brigada y división, que dentro de una hora estarán de nuevo en las trincheras de Usera, el Jarama o Guadalajara, asisten José García Pradas, director de CNT, y Manuel Salgado, jefe en estos momentos de los servicios de información militar, igual que lo fue en los días dramáticos y convulsos de noviembre de 1936.

—Todo el Consejo Nacional —informa Val— apoya nuestra decisión inquebrantable de resistir a cualquier precio. La única duda es Besteiro. Los demás, todos los demás…

Sabe perfectamente cómo piensan porque hace una hora habló con ellos. Tanto los militares —Miaja y Casado— como los representantes socialistas, republicanos, ugetistas y sindicalistas —Wenceslao Carrillo, San Andrés, del Río, Antonio Pérez y Sánchez Requena— están resueltos a cumplir la palabra empeñada con el pueblo y los combatientes de lograr una paz honrosa o hacerse matar luchando.

—Hasta en este momento crítico, cuando todo parece perdido a primera vista

 —vuelve a hablar Pradas—, tenemos lo que nunca tuvimos en el pasado y difícilmente volveremos a tener en un futuro previsible.

Es cierto, desde luego. Ahora, cuando la guerra se aproxima a su final y muchos, perdida por completo la moral combativa, han huido o se niegan a seguir luchando, los obreros —confederales, socialistas, republicanos y comunistas— disponen todavía de medio millón de hombres organizados militarmente, cientos de miles de fusiles y pistolas, un centenar de cañones y otros tantos aviones y tanques. Hace tres, cuatro o cinco años cualquiera de nosotros, con sola una centésima parte de ese material, se hubiera considerado con fuerzas sobradas para hacer triunfar la revolución no sólo en España, sino en medio mundo.

—El enemigo es, indudablemente, más fuerte. Merced a la aviación alemana, las divisiones italianas y la traición de las democracias, y Rusia, que se cruzan de brazos para dejar que nos aplasten, nos supera en tierra, mar y aire. Pero en cualquier caso tenemos mil veces más armas y recursos que el 18 de julio de 1936 cuando con las manos vacías nos lanzamos al asalto de los cuarteles.

Aun descontando que tengamos perdida la guerra regular y clásica en que llevamos empeñados treinta y dos largos meses, podemos proseguir mucho tiempo todavía una contienda irregular y revolucionaria a base de guerrillas, núcleos escogidos de resistencia, atentados, sabotajes y destrucciones en una lucha feroz en la que nadie pida, ofrezca ni espere cuartel.

—Con las armas que tenemos —argumenta Mancebo—, el territorio que dominamos y la fría desesperación de cien mil hombres que saben que su única posibilidad de prolongar unos días su existencia estriba en continuar luchando, pondremos a nuestras cabezas un precio tan elevado que el fascismo nacional e internacional no sea capaz de pagarlo.

Murmullos de aprobación acogen las palabras de Pradas y Mancebo. Todos estamos convencidos de que, por trágica que sea, la decisión numantina de morir para impedir que el triunfo fascista sea un simple paseo, es la única salida honrosa que nos permiten las circunstancias. Aunque no falte alguno que, intoxicado aún por recientes actitudes propagandísticas, acaricie la ilusión de acontecimientos extraños que pueden paliar e incluso evitar nuestra derrota.

—Hace diez días —dice— que Hitler entró en Praga ciscándose en los acuerdos de Munich y riéndose de Chamberlain y Daladier. Aunque las democracias sigan sin atreverse a reaccionar, tendrán que contestar un día a las agresiones nazis y la segunda guerra europea o mundial…

No llega a concluir la frase. Son varios los que le interrumpen airados para poner las cosas en su sitio. No podemos perder el tiempo discutiendo soluciones mágicas a nuestra situación. Durante más de un año Negrín y los comunistas han estado especulando con una guerra que, según todos los síntomas, no estallará en ningún caso antes de que finalice la lucha en España. Los resultados están a la vista.

—Sería pueril engañarnos a estas alturas con mentiras piadosas. Con guerra europea o sin ella, ni Londres, ni París, ni Moscú, moverán un solo dedo para salvarnos. Estamos solos, absolutamente solos, y no podemos confiar más que en lo que personalmente seamos capaces de hacer. ¿Alguna duda?

Todos mueven la cabeza en gesto negativo. Incluso el compañero que se atrevió a insinuar la posibilidad de que los acontecimientos internacionales vinieran en nuestra ayuda, asiente a las palabras de Val, quien tras una breve pausa, continúa:

—Hay que redactar un manifiesto enérgico, concreto y categórico que, firmado por el Consejo Nacional de Defensa, sea radiado esta misma tarde. En él, dirigiéndose a amigos y enemigos, es preciso exponer con brutal claridad y sin paños calientes la trágica situación planteada por la ofensiva fascista y nuestra decisión inquebrantable de morir matando.

A este manifiesto deben seguir y acompañar otros varios. Unos dirigidos a los combatientes antifascistas cuy a vida corre el más grave y cierto de los riesgos de terminar la guerra con una rendición tan incondicional como la que pretende el enemigo. Habrá que hablarles con sinceridad y sin paliativos, diciéndoles la suerte que les aguarda.

—Comisarios, policías, militares profesionales que han luchado al lado del pueblo, periodistas, miembros de los partidos políticos, alcaldes o concejales en los pueblos, etc., serán condenados a muerte y fusilados. Sabemos lo que sucedió en otras regiones, esencialmente en Extremadura, Málaga y el Norte, y no cabe que nadie abrigue esperanzas suicidas.

Comprendo perfectamente lo que se pretende. Más aún, lo encuentro no sólo lógico, sino obligado. No tenemos por qué traicionar nuestros ideales y a quienes pelean a nuestro lado, haciendo el juego al fascismo dispuesto a exterminarnos. Adormecer el espíritu combativo de las gentes con una mentida seguridad de que nada tienen que temer, sería la más imperdonable de las estupideces.

—Hay que decirles precisamente todo lo contrario: que no tienen nada que perder hagan lo que hagan, porque si los fascistas ocupan la zona leal sin dar tiempo a la evacuación de nadie, todo, absolutamente todo, lo tienen perdido ya.

—Empezando por su propia vida e incluso la de sus familiares….

 

Espero en el Comité Regional de Defensa el resultado de la reunión que se está celebrando en el ministerio de Hacienda. Lo mismo hacen otros muchos. Son enlaces que se aprestan a llevar a los frentes cercanos las proclamas que se están acabando de imprimir en esta tarde dominical; delegados de barriada y sindicatos que aguardan impacientes instrucciones concretas.

La espera se prolonga mucho más de lo previsto. Al final, alguien da por teléfono una noticia que nos resistimos a creer. Es preciso que la radio la difunda a los pocos minutos para que le concedamos el menor crédito. En lugar de una resistencia a ultranza y desesperada, el Consejo Nacional de Defensa ordena que en los frentes donde ataque el enemigo las fuerzas republicanas levanten bandera blanca y se entreguen sin ofrecer la menor resistencia.

La orden inesperada es acogida con gritos de rabia e indignación. Algunos hablan abiertamente de traición y sostienen que hay que hacerse comer la vergonzosa consigna a quienes la han dado. Manuel Salgado, que acaba de llegar, trata inútilmente de serenar los ánimos excitados. Según él, aunque Val y González Marín trataron por todos los medios de hacer prevalecer el criterio confederal en la reunión del Consejo, fueron derrotados por republicanos, socialistas y militares.

—No fue sólo Besteiro quien votó en contra —añade—, sino Miaja, Casado, Carrillo, Miguel Andrés, Del Río y Antonio Pérez.

Todos ellos parecen convencidos y seguros de que podrá evitarse la temida inmolación de millares de luchadores antifascistas. De acuerdo con rotundas afirmaciones tanto de Casado como Besteiro en el curso de los apasionados debates que precedieron a la orden de izar bandera blanca, existe un acuerdo tácito con los mandos enemigos que permitirá la evacuación de cuantos quieren expatriarse.

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—Habrá barcos para todos —dice Salgado, repitiendo lo dicho en el Consejo

— y la ocupación de la zona republicana se hará por etapas. Los nacionales no llegarán antes de quince días a los puertos de Levante. En Madrid tendremos una semana para que pueda marcharse todo el mundo con entera tranquilidad.

—¡Eso no te lo crees ni tú! —le interrumpo sin poderme contener—. Tras la orden dada esta noche, mañana no quedará un soldado nuestro en ninguno de los frentes…

Acierto, naturalmente. Como cualquiera podía prever, si en la jornada del domingo, tropezando con algunos núcleos de resistencia, la ofensiva enemiga avanza veinte o treinta kilómetros en Extremadura, el lunes pueden progresar con la velocidad que se les antoje en cualquiera de los frentes de la zona central, totalmente inmovilizados durante los últimos meses de la contienda.

La orden radiada por el Consejo Nacional de Defensa acaba con toda sombra de resistencia. Los soldados no aguardan para abandonar armas y trincheras a que el adversario ataque los puntos que guarnecen. Totalmente desmoralizados, muchos tiran los fusiles sin que sus jefes, tanto o más hundidos que ellos por el final desastroso de la contienda, hagan nada por impedirlo. En Madrid mismo se produce una desbandada al atardecer del lunes. Grupos nutridos de soldados saltan de las trincheras para confraternizar con sus adversarios, mientras otros regresan a Madrid, dejando a su espalda la Casa de Campo, la Ciudad Universitaria o las orillas del Jarama.

—Los soldados deben volver a las trincheras —dice el Consejo Nacional de Defensa—. La disciplina es más necesaria que nunca. En estas circunstancias, el desmoronamiento de los frentes sería una catástrofe.

Lo es, aunque el enemigo siga sin atacar, al menos en los frentes cercanos a la capital. A la desesperada se intenta restablecer una situación que ha destrozado la orden dada la víspera. Circulan rápidas y enérgicas consignas. Numerosos enlaces salen de Hacienda con órdenes tajantes para los jefes de los distintos sectores. Líderes políticos y sindicales, así como militares de uniforme, corren hacia las calles de la Princesa, Cea Bermúdez, Francos Rodríguez y carreteras de Toledo y Extremadura para atajar la desbandada. Hablan en mítines improvisados a los soldados para que vuelvan a empuñar las armas y retornen a los puestos que ocupaban hasta hace dos horas.

Se quiere secundar su acción por medio de la radio. Por desgracia, Madrid sufre un prolongado corte en el suministro de electricidad, y las emisoras de radio no funcionan. Cuando se subsana la avería —que nadie sabe si obedece a negligencia o sabotaje—, ante los micrófonos se suceden oradores de todos los partidos y organizaciones, comenzando por los propios integrantes del Consejo Nacional de Defensa. Durante dos horas, hasta bien avanzada la noche, se suceden las órdenes, las arengas y las súplicas. Al final se anuncia oficialmente que se ha conseguido la finalidad perseguida y los frentes de Madrid vuelven a estar guarnecidos.

—¿Qué pasará si el enemigo ataca?

—No atacará, porque le interesa tanto como a nosotros dar tiempo a la evacuación de la capital.

Pese a las seguridades del Consejo Nacional de Defensa, dudo mucho de que tengan tiempo de salir cuantos consideren su vida en peligro. Aun cuando exista —posibilidad que sigo resistiéndome a creer— un acuerdo tácito con el enemigo para que retrase unos días su entrada en Madrid, será inevitable que la llamada Quinta Columna —centuplicada en los últimos días por millares de individuos que estuvieron enchufados durante toda la guerra o permanecieron hasta ahora en una medrosa inactividad y quieren hacer méritos en el postrer instante— se lance a la calle y ocupe la ciudad al no tropezar con ninguna resistencia. También que los soldados que esta noche continúan en las trincheras próximas, las abandonen en masa tan pronto amanezca el día de mañana.

En cualquier caso, y o tengo la obligación —más moral que material— de permanecer aquí hasta el último segundo. No puede servir de excusa válida que la redacción en pleno de algún periódico hay a huido hacia Levante y que en la noche del lunes 27 de marzo hayan dejado de aparecer la mitad de los diarios madrileños de la tarde. Castilla Libre, que dirijo, se publicará mañana martes, acaso por última vez. Se lo digo así, con perfecta claridad, a cuantos trabajan conmigo al comenzar la confección del periódico.

—Cabe la posibilidad de que dentro de una hora, de dos o tres los fascistas entren en Madrid y quedemos encerrados en una trampa sin salida posible. Aunque y o me quedaré como mínimo hasta que el número esté en la calle, no puedo obligar a nadie y a partir de este momento cada uno es libre para proceder como mejor le parezca.

La extremada escasez de papel ha reducido Castilla Libre a una sola hoja en la segunda quincena de marzo. Aunque también la redacción ha quedado reducida al mínimo, puedo prescindir de la mitad, y a que no es mucho lo que podemos escribir. De los cuatro redactores, tres salen para Valencia antes del amanecer. Yo me quedo en la imprenta hasta que acaba la tirada. Retorno entonces a la redacción y llamo por teléfono al ministerio de Marina, donde, en compañía de Salgado —que dirige en estos momentos los servicios de información militar—, están los representantes del Movimiento Libertario en el Consejo Nacional de Defensa.

—Todo está perfectamente controlado —me dice— y no existe motivo alguno de alarma. Tenemos tres días para la evacuación de Madrid y en estas setenta y dos horas…

Le interrumpo violento. Los frentes quedaron casi desguarnecidos ayer tarde y el enemigo no ha entrado ya en la ciudad porque no ha querido. No trata de contradecirme, pero insiste en que una mayoría de los soldados volvieron anoche mismo a las trincheras; que está en contacto telefónico permanente con todos los puestos de mando en los alrededores de Madrid y que en las líneas existe una absoluta normalidad.

—El plan de evacuación, al que ha dado su conformidad el enemigo, está planeado por zonas. Las fuerzas nacionales no tienen que entrar en Madrid antes del día treinta de marzo y hasta entonces…

Habla con entera sinceridad y cree lo que dice, pero no logra convencerme. Por encima de los acuerdos tácitos con las fuerzas nacionales —si tales acuerdos son algo más que una fantasía— está la dura realidad de los frentes desmoronados por culpa de la orden radiada por el Consejo en la noche del domingo. En Madrid, la situación es tan desesperada que no podrá sostenerse ni veinticuatro horas….

 

Cuando me despierta la llamada angustiosa de mi madre son cerca de las diez. Ni Salgado ni nadie ha ido a buscarme ni me ha llamado por teléfono. Estoy seguro de ello porque tengo ligero el sueño y el aparato está sobre la mesa donde he dormitado desde las seis o las siete. Esto me induce a suponer que todo continúa igual. Tan grave, tan desesperado incluso como la noche anterior, pero nada más. Es probable, casi seguro, que muchos soldados más hay an abandonado las trincheras cercanas e incluso que algunos elementos monárquicos o falangistas, refugiados hasta ay er en una embajada o camuflados como republicanos o comunistas en cualquier centro burocrático, se hay an lanzado a la calle paseando banderas bicolores. Nada de esto, sin embargo, modifica sustancialmente la situación planteada anoche.

—Tranquilízate, madre —respondo—. Iré por casa para darte un abrazo.

—Es preferible que te vayas desde ahí. Si pierdes media hora viniendo, no podrás salir de Madrid.

Es posible que tenga razón. Los nacionales pueden entrar cuando quieran seguros de no tropezar con la menor resistencia. ¿Por qué no lo han hecho y a? Aunque me lo hayan asegurado cien veces en los últimos días, sigo dudando que el pretendido acuerdo tácito y secreto con el enemigo pase de ser una mentira piadosa o una fantasía delirante de los mismos que lo propalan. Pero incluso en el caso de que fuera cierto, considero totalmente imposible que la ocupación de

 

Madrid se retrase todavía setenta y dos horas. En el caso improbable de que las fuerzas regulares enemigas no se movieran de sus líneas actuales, sus partidarios dentro de la ciudad se apoderarían de ella mucho antes del viernes. Entre otras razones, por la definitiva de que no habrá nadie que se la dispute en estos momentos.

Continúo, no obstante, unos minutos en la redacción. Quiero conocer de labios autorizados cuál es exactamente la situación y qué perspectivas existen de evacuación. Llamo a Marina, pero está comunicando. Impaciente telefoneo — trato de telefonear mejor— a otros números u otros sitios en que me puedan informar y no consigo hablar con nadie. En algunos casos el timbre de llamada suena diez o doce veces sin que descuelgue nadie el auricular; en otros, en la inmensa may oría, escucho la señal de estar comunicando. ¿Una avería nada sorprendente durante las últimas jornadas o están desconectados y a los centros oficiales donde llamo? Cualquier cosa es posible en esta hora angustiosa de liquidación general. Pierdo así diez minutos. Al cabo cuelgo malhumorado y me dispongo a abandonar la redacción cuando suena de nuevo el timbre del teléfono. Descuelgo convencido de que se trata de mi madre que quiere meterme prisa, pero me equivoco.

—Llevo un rato llamando y no dejabas de hablar —dice una voz de hombre que reconozco en el acto—. Lo siento, porque el tiempo apremia.

Se trata de Padilla, un militante metalúrgico que ahora, lo mismo que en los días febriles de noviembre, colabora estrechamente con Salgado. Llama en su nombre para darme noticias relativamente tranquilizadoras. Aunque los acontecimientos se han precipitado en las últimas horas, conviene más que nunca conservar la serenidad y la calma. Los fascistas no entrarán en Madrid hasta la tarde y todos los compañeros que lo deseen podrán abandonar la ciudad. En Valencia, Alicante, Cartagena y Murcia hay barcos de sobra para asegurar la marcha al extranjero de todos los que deseen expatriarse.

—Pradas está con Casado y Marín con Miaja —añade— para evitar que puedan jugarnos una trastada a última hora. Salgado ha marchado a Defensa, donde también está Val organizando la evacuación. Con que llegues alrededor de las once es suficiente, porque no piensan marcharse hasta pasadas las doce, cuando estén seguros de que ha salido todo el mundo.

Respondiendo a mis preguntas, añade con rapidez algunos detalles. Parece que Besteiro no quiere moverse de Hacienda y que el coronel Pradas, jefe del Ejército del Centro, irá alrededor de la una a las líneas enemigas de la Universitaria para rendir la ciudad. En cualquier caso, las primeras tropas nacionales no entrarán en Madrid hasta las cuatro o las cinco de la tarde.

—En Torrejón hay preparado un tren que saldrá a la una para Valencia. En la Federación Local tienen quince o veinte autobuses que irán partiendo a medida que se llenen. A ti te esperan en Defensa. ¡Un abrazo, y suerte!

 

La redacción de Castilla Libre está en el mismo edificio de la calle Miguel Ángel ocupado por el Comité Regional de la Confederación. Tras una mirada melancólica al local, que probablemente no volveré a pisar, salgo. En la escalera encuentro a Franch, un músico que en representación del Sindicato del Espectáculo forma parte del Comité regional. Es un hombre alto, delgado, de aire resuelto y gesto nervioso. Tiene alrededor de cincuenta años y ha pasado casi toda la guerra en los frentes, hasta que, convaleciente de graves heridas, le obligaron a ocuparse de la sección propresos en sustitución de otro compañero incorporado a las trincheras. Está, como la mayoría, dolorido e indignado por el final de la lucha.

—¡Valiente cabronada! —chilla airado—. ¡Era preferible luchar hasta morir como en noviembre que tener ahora…!

Acaba de quemar en una chimenea los ficheros de su sección para que dentro de unas horas no puedan ser utilizados por el enemigo. Igual hacen o han hecho y a los encargados de otras secciones. Pero antes, naturalmente, se han preocupado de los presos.

—A los fascistas los pondrán en libertad los suyos, si no lo han hecho y a. Antifascistas te aseguro que no queda ni uno.

—¿Incluso los comunistas?

—¡Claro! Con los comunistas podremos tener todas las diferencias que se quiera, pero sería una canallada entregarles atados de pies y manos al enemigo común. Ayer recorrí cárceles y comisarías para tener la seguridad de que todos están libres.

Me alegra oírle. No porque constituya una sorpresa, y a que me consta que hace días la Confederación dio la orden de libertar a todos los presos antifascistas sin la menor excepción, sino por la seguridad de que la orden se ha cumplido en Madrid. En la puerta del edificio hay varios coches sobrecargados que se disponen a enfilar inmediatamente la carretera. En uno de ellos, los dos individuos que le ocupan meten prisa a Franch.

—Tenemos que recoger tres compañeros en Cuatro Caminos antes de salir. ¿Quieres que te deje en Defensa o algún otro sitio?

—Prefiero que me dejes en Iglesia para tomar el « metro» —respondo sincero—. Tengo que pasar por casa.

El auto sube a toda prisa por Martínez Campos. En dirección contraria marchan apresuradamente algunos camiones con grupos de hombres y mujeres e incluso niños. Son familias enteras que abandonan precipitadamente Madrid. En la glorieta de la Iglesia, en Eloy Gonzalo y Santa Engracia, el cuadro difiere muy poco del de otro día cualquiera de los dos últimos años. Los comercios están abiertos, circulan los tranvías y se venden con absoluta normalidad los periódicos matutinos, aunque esta mañana no hayan aparecido ni la mitad de los habituales. Procedente de Cuatro Caminos y Quevedo grupos de soldados sin armas que vienen de los frentes abandonados y se encaminan sin prisas hacia sus casas o sus pueblos. Algunos de ellos ríen quizá por haber finalizado una pesadilla; los más caminan serios y pensativos, preocupados sin duda por su futuro inmediato.

—Antes de ocho días —comenta Franch—, todos sentirán haber soltado las armas.

A todo correr sube por Santa Engracia una camioneta ocupada por diez o doce hombres, uno de los cuales enarbola una pequeña bandera bicolor. Los soldados y la gente les mira con curiosidad, pero sin hacer el menor comentario ni gesto de hostilidad. Franch tuerce el gesto.

—No me gusta esto —murmura—. Dentro de media hora estarán aquí y no podrá salir nadie.

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Procuro tranquilizarle, repitiendo lo que Padilla me ha dicho por teléfono mientras me apeo junto a la boca del « metro» . Me escucha con aire de escepticismo.

—Puede, pero… ¡Si no te das mucha prisa, te cogerán en esta inmensa ratonera…!

Aunque niego con la cabeza al despedirme de los ocupantes del auto, temo lo mismo. Son nada más que las diez y veinte y sería inconcebible que no y a a las cuatro de la tarde, sino a las doce de la mañana, no sean los fascistas dueños de la ciudad. Perder dos horas, quizá una tan sólo, es la seguridad de no tener escapatoria posible.

La estación del « metro» da una impresión sorprendente de normalidad. De normalidad, claro está, dentro de la terrible anormalidad de la guerra con los frentes más cercanos a menos de un kilómetro de distancia. Ni la gente que medio llena el andén, ni sus actitudes, gestos o manera de vestir se diferencian poco ni mucho de los que ayer, hace quince días o un año, ocupaban este lugar a estas mismas horas. Aunque nos encontramos a finales de marzo, hace frío; la primavera que ya ha comenzado parece más remota que nunca y la gente se abriga como puede. Capotes, tabardos, abrigos, mantones y bufandas, sin que falten los pasamontañas, los pañuelos o las gorras cubriendo las cabezas.

Llega el tren tan lleno como de costumbre. Los que aguardamos en el andén empujamos para meternos en los coches. Entre los viajeros abundan los uniformes, cosa natural y casi obligada en una ciudad que lleva veintiocho meses asediada. Hay las inevitables protestas de los que se quejan de codazos o pisotones, no más abundantes o estridentes que cualquier otro día. En general, la gente se muestra hosca, concentrada, con un gesto de malhumor. Pero tampoco esto constituye una novedad para nadie.

En Chamberí, Bilbao y Tribunal entra más gente que sale. En Sol se apean muchos para transbordar a la línea de Ventas, pero son doble como mínimo los que esperan en el andén y penetran en avalancha apenas se abren las puertas. Un minuto permanece el tren detenido en la estación a fin de cerrar las puertas.

 Cuando reanuda la marcha, vamos materialmente aplastados unos contra otros, exactamente igual que otro día cualquiera. La gente habla poco y sus caras no reflejan alegría de ningún género. Acaso porque no acaban de creerse que la guerra está a punto de terminar; quizá precisamente porque se lo creen, y a que los que viajan a diario en el « metro» figuran en su inmensa mayoría entre los perdedores.

Me apeo en Antón Martín, abriéndome paso a empujones por entre los que intentan tomar el tren que les conduzca al Pacífico y a Vallecas. Subo con rapidez las escaleras y salgo a la plaza. También aquí los comercios están abiertos y circulan los tranvías. Automóviles y camiones corren en todas las direcciones. Generalmente sus ocupantes van silenciosos y serios. Acierto a ver, no obstante, un camión con una bandera monárquica que desciende por Santa Isabel con rumbo a la glorieta de Atocha. En él, quince o veinte muchachos que hacen el saludo fascista y lanzan vivas y mueras. Quienes transitan por las aceras o se asoman a las puertas se vuelven a mirarlos, pero no se atreven a contestar.

Ante el Monumental, grupos nutridos que discuten con cierto acaloramiento. En la esquina de León está abierto el bar Zaragoza con su habitual clientela, menos ruidosa hoy que otros días. Enfrente, los montones de escombros de la casa donde estuvo la farmacia del Globo, edificio destrozado por una bomba de aviación.

En un balcón, mi madre que espera impaciente mi llegada. A buen paso cruzo el portal y subo de tres en tres los escalones, porque el ascensor no funciona. Llego jadeante a la cuarta planta. Mi madre, que espera con la puerta del piso abierta, apremia mientras me abraza:

—¡Date prisa, hijo…! A estas horas debías haber salido de Madrid.

—¡Bah! —intento tranquilizarla—. Me sobra tiempo para marcharme…

—¡Pero si ya están dentro…! Si te hubieras ido cuando…

Se interrumpe comprendiendo que no es hora de perder el tiempo en recriminaciones. Lo único que le importa en este momento es que no me pase nada y pueda marcharme. Lo mismo le sucede a mi hermana, que me abraza llorosa.

—Ahí tienes la maleta —dice, señalándome una abierta sobre una silla del pasillo—. Debías llevarte otra más grande, porque en ésta…

Han pretendido meter demasiadas cosas y no pueden cerrarla. Soluciono el problema sacando con rapidez unos zapatos, unas camisas y dos jersey s. Mi madre protesta. Entiende que llevo muy poca ropa —un traje, dos mudas, unos pañuelos y una corbata— y demasiados papeles. Son los que más me importan, aunque a ellos se les antojen un estorbo.

—Sería mejor que en vez de las cuartillas…

Miro a mi madre y no continúa. Recuerda sin duda lo que ayer mismo le dije. Los papeles contienen algunos trabajos inéditos, cuy a publicación puede ayudarme a vivir en Europa o América, al menos en los primeros tiempos….

 

Llegamos a la Cibeles. Hay mucha gente en las aceras; en el centro, tres o cuatro centenares de personas alborozadas y gesticulantes miran cómo unos muchachos colocan unas banderitas monárquicas encima del caparazón de sacos terreros y cemento que ha protegido la fuente de la diosa durante más de dos años. Entre ellos distingo a un par de curas y a tres guardias civiles con el tricornio puesto. Son los primeros que vemos casi desde el comienzo de la guerra.

—¿Crees que habrán entrado desde alguno de los frentes cercanos?

Es posible; como también lo es que hasta hace dos horas estuvieran refugiados en alguna embajada o prestando servicio con distinto uniforme en cualquier centro oficial. En todo caso, y a juzgar por su actitud, los guardias de asalto que aparecen ante el Banco de España están de su parte. Un grupo de mozalbetes pretenden cerrarnos el paso.

—¡Sigue de prisa! —grito a Tomás—. ¡No te pares aquí!

Obedece rápido, impresionado acaso porque empuño la pistola que llevo en el bolsillo. La gente se aparta para dejarnos pasar cuando el coche se les viene encima. Gritan algo que no llego a entender. Al ganar la entrada de Recoletos, me vuelvo para mirar. Un grupo de individuos excitados rodean a uno de los civiles señalando con el brazo extendido al auto en que nos alejamos. Por fortuna, el guardia no parece hacerles mucho caso.

—¡Tranquilidad! —aconsejo a Tomás, que da muestras de nerviosismo—. No nos persigue nadie.

—¡Menos mal! Pero si tenemos otro tropiezo…

Estamos a punto de tenerlo a los quinientos metros escasos. En Colón hemos de detenernos un par de minutos para dejar pasar una pequeña manifestación que baja por Goya para continuar hacia Génova y nos intercepta el camino. Son doscientas o trescientas personas entre las que abundan soldados y guardias, que vitorean al fascismo y dan mueras a los rojos. Antes que nosotros han tenido que detenerse otros tres coches cuy os ocupantes son, a juzgar por las maletas y los gestos, antifascistas que tratan de salir cuanto antes de Madrid. Los manifestantes no hacen el menor caso de ellos ni de nosotros.

—¡Uff! —gruñe Tomás, limpiándose el sudor cuando podemos continuar—. Creí que no pasábamos.

Está nervioso, pálido y un tanto asustado. Su nerviosismo aumenta a medida que pasa el tiempo. Frente a Zurbarán nos cruzamos con una pequeña caravana de tres coches, cuy os ocupantes alternan el sonar insistente de las bocinas con los vivas a Franco. Van armados, desde luego y por la ventanilla de uno de los automóviles asoma amenazador el cañón de un naranjero. Apenas han cruzado cuando oímos el ruido inconfundible de una serie de disparos. El tiroteo, que dura medio minuto, no se produce en la Castellana, sino en Lista o Marqués de Riscal.

 

Seguimos adelante sin conseguir averiguar dónde suenan los disparos. Tomás cambia de color.

—Si nos cogen contigo… —masculla, mirándome de reojo.

Comprendo perfectamente lo que le sucede. Teme que si ahora detuviesen el coche podría reconocerme alguien y no sólo sería y o quien lo pasaría mal. Cree que debo ser muy conocido y tengo la grave responsabilidad de haber dirigido un periódico. De ir solo, en cambio, no le ocurriría nada con toda seguridad. Debe estar —así me lo imagino por lo menos— ansioso por separarse de mí. Empieza a decir algo de la poca gasolina del coche y del miedo que no le alcance para llegar a Cuatro Caminos.

—La redacción de Castilla Libre casi me pillaba al paso; pero la vuelta que tengo que dar para ir hasta Defensa.

—¡Déjame aquí! —le interrumpo en la esquina de Pinar—. Subiendo por Martínez Campos estaréis en dos minutos en Quevedo.

Mi hermano protesta indignado, pero Tomás se apresura a parar. Me tiro del coche y saco la maleta. No quiero que nadie se sacrifique por mí y el conductor tiene en este momento demasiado miedo. El Comité Regional de Defensa está cerca, en la calle de Serrano, y puedo ir andando. La maleta no es ningún obstáculo; es poco más que un maletín y no pesará arriba de siete u ocho kilos.

Tengo que obligar casi a la fuerza que mi hermano, que se ha apeado de un salto, vuelva a subir al coche. De nada serviría que me acompañase como pretende. Personalmente debe ocuparse de sus hijos y procurar esconderse unos días, como pensaba, para que no le ocurra nada en los primeros momentos de confusión. Conviene que no ande mucho por la calle.

—¿Y tú? —vacila.

—Están esperándome en Defensa con un coche en marcha. De allí iremos a Barajas para coger un avión. Dentro de tres o cuatro horas estaré en Francia o Argelia.

Nada de esto es cierto, pero lo digo con tal acento de sinceridad que convenzo a mi hermano. Emocionado me da un abrazo. Están a punto de saltársele las lágrimas:

—¡Suerte!

—¡Bah! —le animo—. No pasará nada. De otras peores hemos salido…

 

Por la Ciudad Lineal salen a la carretera de Aragón algunos coches y camiones. Están ocupados principalmente por oficiales, comisarios y soldados, que, tras abandonar los frentes del Pardo y la Sierra, han dado un amplio rodeo para no pasar por el centro de Madrid. A voces preguntamos a los que van en un camión al que adelantamos.

—Estábamos en Buitrago y nos dieron orden de entregarnos. Preferimos no hacerlo.

Empezamos entonces a discutir el camino que nos conviene seguir. Marchamos por la carretera de la Junquera, porque la de Valencia está cortada por el enemigo en las cercanías de Madrid desde la batalla del Jarama. Caben diversos caminos para llegar a ella más allá de las posiciones ocupadas por los nacionales. Podemos tomar una carretera de muy segundo orden antes de llegar a Torrejón y descender por ella hacia las orillas del Tajuña. También abandonar la ruta de Aragón en Alcalá y salir a Villarejo por Nuevo Baztán y Carabaña. Incluso podríamos seguir hasta Guadalajara para dirigirnos a Cuenca por Sacedón y desde allí continuar hasta el Puerto de Contreras por Minglanilla. Opinamos todos y tardamos en ponernos de acuerdo.

Al final coincidimos en que la tercera ruta, la que pasa por Cuenca, alarga el recorrido en más de cien kilómetros, casi todos por caminos intransitables. El camión en que viajamos es lento, pero resistente; de cualquier forma no podríamos estar en Valencia antes de once o doce horas.

—Suponiendo, que es mucho suponer, que los fachas no están y a en Guadalajara o Cuenca.

Por razones diferentes debemos rechazar también la primera de las rutas. Sigue de cerca el curso del Jarama antes de saltar a la ribera del Tajuña. Buena parte del recorrido está muy cerca de las líneas enemigas. Aunque los fascistas no hayan recibido orden de avanzar todavía, nada tendría de extraño que al ver desguarnecidas las trincheras adversarias, grupos de soldados hubiesen entrado en cualquiera de los pueblos cercanos.

—Lo más seguro es ir por Alcalá —decide el secretario de Vallehermoso, que es el organizador del viaje de los militantes de su Ateneo.

Paramos un momento pasado el puente de San Fernando para que hable con el chófer y los dos que le acompañan en el baquet. Aunque la detención no se prolongue arriba de tres minutos, son varios los coches que nos adelantan, todos cargados de gente que se dirigen a Levante.

—En marcha y ojo avizor. No sabemos la sorpresa que podemos encontrar en cualquier curva y conviene ir prevenidos. Sobre todo al atravesar los pueblos.

La carretera está bien y corremos sin detenernos hasta llegar a Alcalá. No tenemos que entrar en la población porque el camino que pensamos tomar arranca a la derecha antes, pero sin pasar muy cerca de la llamada Puerta de Madrid. Se repite aquí algo de lo sucedido en las Ventas. La única diferencia es que son muchos los coches, motos, camiones y furgonetas que nos preceden y nos siguen y que todos vamos sobreavisados.

Hay bastante gente agrupada a ambos lados de la carretera y sería difícil decir a simple vista si se trata de antifascistas que quieren marcharse o fascistas que pretenden que no se vaya nadie. Llegamos a un centenar de metros de las viejas murallas, cuando estalla un nutrido tiroteo. Parece que alguien, oculto no sé dónde, dispara contra unos coches y furgonetas que nos preceden y desde los vehículos responden en la misma forma.

—¡Agacharse todos y zumbar al primero que se cruce en la carretera o haga ademán de disparar!

La gente corre apartándose de la carretera y refugiándose en las casas próximas. El conductor pisa a fondo el acelerador y el camión da un salto hacia adelante. Un individuo parapetado tras un árbol con un fusil en la mano da unos pasos vacilante y se derrumba de bruces. Estamos ya en el sitio del fregado y las balas silban en torno nuestro. Un proyectil atraviesa la madera de la caja muy cerca de mí; otro hiere en un brazo a uno de los compañeros; un tercero produce una extensa raspadura en la cabeza de una mujer, sentada en el suelo.

—¡Basta, basta! No gastéis municiones en balde…

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REDACCIÓN