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Seguimos con la serie «Los caballos de la Historia», que está escribiendo para «El Correo de España» Julio Merino. Hoy habla de los caballos de la Argentina y «Bragao», el caballo de Hernando de Soto.

LOS CABALLOS DE LA ARGENTINA 

Después de Pizarro, y a pesar de los Andes, aquellos monstruos siguieron adelante, siempre adelante, como si llevasen el demonio dentro y a Don Quijote a su vera… («Y a vos, alma de cántaro, ¿quién os ha encajado en el cerebro que sois caballero andante y que vencéis gigantes y prendéis malandrines? Andad enhorabuena y en tal se os diga: volveos a vuestra casa, y criad vuestros hijos si los tenéis, y cuidad de vuestra hacienda, y dejar de andar vagando por el mundo papando viento y dando que reír a cuantos os conocen y no os conocen.»)

Bien por la región costera -escribe Morales Padrón-, bien por el interior a través de Bolivia, las huestes que llegaron a Lima prosiguieron su marcha hacia el sur muchas veces para descargar la tierra, es decir, para descongestionarla de gente pendenciera y ociosa. De esta manera no sólo anexionaron la región altiplánica boliviana y Tucumán, sino que alcanzaron Chile, desde donde, a su vez y con centro en Santiago (1541), se lanzaron a las regiones australes y al otro lado de los Andes -Salta, Jujuy, Tucumán, Córdoba- (1543-1584)…

Eran las tierras de los taironas, pijaos, chibchas, panches, colimas, turbacos, quimbayas, andaquís, muzos, muiscas, pastus, cañaris, jíbaros, quijos, esmeraldas, barbacoas, huancavilcas, punaes, tumbecinos, caras, sciris, quecúas, aymaras, atacameños…, si se seguía la orilla del Pacífico de Balboa, y las de los caribes, arahuacos, tupis, guaraníes, tapuyas, tupinambas, bocotudos, guaicurúes, calchaquíes, charrúas, querandíes, pampas, etcétera, si se cruzaban los Andes y se iba en busca del Atlántico.

En noviembre de 1528 penetró por las riberas del Carcarañá y el Tercero el famoso Francisco César (un hombre del descubridor Caboto), aquel que iba a dar lugar a la leyenda del César Blanco y la Sierra de la Plata, y se encontró unos indios que vivían preferentemente en cuevas, debajo de la tierra y como fieras, y que utilizaban como defensa las macanas, flechas envenenadas, martillos, hachas y bolas arrojadizas… ¡Eran los comechingones, los ranqueles, los pampas! O sea, los que un día vieron llegar por sus ríos a los españoles y a aquellos primeros jinetes que palmo a palmo se apoderarían de las tierras del Plata.

Según la leyenda, los primeros en bajar por el Pilcomayo fueron unos soldados de Diego de Almagro que no quisieron volver al Cuzco de los Pizarro y, abandonando sus costumbres «europeas», se quedaron para siempre en las selvas del Gran Chaco. Aunque quizá fuesen hombres de Pedro de Valdivia (el descubridor de Chile), aquel extremeño de Castuera que murió en el desastre de Tucapel, la jornada triste del mes de diciembre de 1553, o de aquel Francisco de Mendoza que bajó del Perú al Plata pisando por primera vez las tierras verdes del Tucumán.

El hecho es que la conquista real de Argentina comenzó en 1532, cuando, con todo secreto, el emperador Carlos autorizó la expedición del granadino don Pedro de Mendoza al río de Solís y al imperio del rey Blanco. Porque fue entonces cuando irrumpieron a la Historia los capitanes Juan de Ayolas, Domingo Martínez de Irala, Juan Salazar de Espinosa, Ruiz Galán y Alvar Núñez Cabeza de Vaca… (con este llegó el plantel de conquistadores «bisoños y chapetones», al decir de Herrera). El alemán Ulrico Schmidl, compañero del adelantado Antonio de Mendoza, cuenta en el relato que escribió sobre sus experiencias americanas que fue Hernando de Ribera el primero en hablar de las «amazonas», aquellas mujeres indias guerreras, guardadoras de grandes tesoros, que «sólo una vez al año se unían sexualmente con los varones, guardando para sí las niñas que nacieran y remitiendo a los padres los niños».

El hecho es que los jinetes de Martínez de Irala irrumpieron en el Chaco (el «infierno verde») como un día lo hicieran los de Cortés en México y otro los de Pizarro en Perú. Bien es verdad que aquellos caballos ya no eran los del segundo viaje de Colón. («Diréis a sus Altezas cómo los escuderos de caballo que vinieron a Granada, en el alarde ficieron en Sevilla mostraron buenos caballos e después al embarcar, yo no los vi porque estaba un poco doliente, e metiéronlos tales que el mejor dellos non parece que vale mil maravedises, porque vendieron los otros e compraron éstos.») Como también es verdad que los indios «argentinos» fueron los que menos se asustaron al ver los caballos y que sus «boleadoras» resultaron ser un arma eficaz contra la caballería… («En la llanura helada o ardiente el orden de avance y ataque podía ser formal. La caballería abría y cerraba la marcha. Delante iba la bandera, ondeada en múltiples combinaciones; seguían los armados de espada de hierro, los jinetes, los ballesteros, otra vez jinetes, escopeteros… Al ataque precedía siempre el grito ritual de ¡Santiago y cierra España!»)

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Caballos famosos de las marchas por el Tucumán, el Chaco y las pampas fueron el Furioso, la Juguetona, el Trueno y el Indio. Cabeza de Vaca llegó a ser, según sus biógrafos, un gran conocedor del caballo y el primero quizá que pensó en las «yeguadas del Plata». Luego, andando los años, esas tierras del Paraná llegarían a ser el habitáculo ideal para la raza equina, y Argentina, uno de los países más ricos en caballos.

Pero, como siempre, la mayor parte de aquellos caballos que abrieron los caminos del sur se quedaron en el anonimato, en muchos casos junto a los también anónimos jinetes que los montaron. Aquellos gigantes para -como dijera el norteamericano Waldo Frank- quienes «Dios estaba en el cielo, Satán en el infierno y la verdad era su verdad».

 

«BRAGAO» EL CABALLO DE HERNANDO DE SOTO

El 11 de abril de 1513 Juan Ponce de León descubrió las costas de la Florida, donde estableció una cabeza de puente que llegó a ser un pequeño centro comercial, militar y político, ya que sólo miraba al mar Caribe. Debieron transcurrir quince años para que el mismo Ponce de León se aventurara tierras adentro, partiendo de una zona que en la actualidad ocupa Pensacola. Allí se encontraban los pacíficos timuacas, que estaban siendo absorbidos por los semínolas de los pantanos.

Junto a estas dos tribus indígenas hemos de incluir a los creeks, los chickasawas, los choctaws, los cherokees, etcétera. Todos sus componentes facilitaron el paso del «hombre blanco», al que materialmente consideraron un semidiós por los caballos, las armaduras y las armas de fuego. Por otra parte, eran individuos pacíficos, agricultores y vivían en grandes comunidades que los españoles llamaron «ciudades». Sus casas las construían sólidamente con madera, cortezas de árboles y cañas. En tiempos calurosos sólo llevaban taparrabos, se rapaban la cabeza o se dejaban unas guedejas en el pericráneo. Lo más singular es que los hombres se tatuaban el cuerpo con unas incisiones que revelaban la edad y su valor en las escasas guerras vecinales. Elegían a sus jefes por su sabiduría y por su experiencia social.

Todo lo anterior debe permitirnos comprender las facilidades que encontraron los españoles en la exploración de Florida. Especialmente cuando Hernando de Soto inició la expedición en busca del oro que mencionaba Alvar Núñez Cabeza de Vaca en sus escritos «fantásticos». Con el permiso de Carlos I se organizó una expedición formada por 500 hombres y 200 caballos. Se calcula que les acompañaron cientos de servidores indígenas, incluido un numeroso contingente de guías o exploradores. El punto de partida fue las tierras que actualmente ocupa Tampa.

Cabeza de Vaca recorrió todo el sur de los Estados Unidos y el norte de México. Se cree que llegó más allá de Texas, hasta unas tierras que otro «hombre blanco» tardaría un siglo en pisar. Todas sus experiencias las recogió en un libro, cuya publicación tuvo lugar en el momento más oportuno. Después de las grandes conquistas de México y Perú, donde se habían obtenido unas riquezas fabulosas, se creyó que los Estados Unidos disponían de parecidos tesoros.

El 23 de febrero de 1540 Francisco de Coronado partió hacia la quimera con 250 caballeros, 200 infantes y un millar de indígenas. Todos estos últimos se acompañaban de sus mujeres e hijos, para así contar con un mayor número de pastores de la gran cantidad de ovejas, cerdos, cabras y vacas que seguían a la caravana humana.

La empresa constituyó un relativo fracaso, pues no se encontraron las tierras del oro; sin embargo, se abrieron caminos en terrenos que se llamarían Nuevo México, Oklahoma, Texas y Kansas. Pronto comenzaron a instalarse los famosos presidios­ misiones, donde los religiosos y los soldados españoles cumplirían sus papeles de colonizadores. Allí se encontraban los indios pueblo, los apaches, los licans, los jicarillas, los kiowas, los chiricahuas, los navajos, etcétera. Un conglomerado de tribus de lo más antagónicas: mientras los apaches eran ladrones por instinto, los navajos poseían un don especial para los trabajos manuales, los kiowas vivían de la caza, etcétera. Los unía un concepto material de la religión: muñecos, máscaras, pinturas en la arena y otros tótem les servían para contar con unos intermediarios en sus comunicaciones con los dioses.

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El 30 de mayo de 1539 desembarcaron en la Florida los hombres de Hernando de Soto y exactamente 213 caballos, los que a la larga serían la «levadura» de los famosos caballos indios de los siglos XVII y XVIII. Estos caballos fueron los primeros que en 1541 llegaron a las orillas del «río grande», más tarde rebautizado como el río Mississippi, y esos indios (sioux, kiowas, apaches, comanches, navajos, etcétera) fueron los que andando el tiempo llegaron a ser los más fantásticos jinetes del continente americano.

Hernando de Soto, un extremeño nacido en Jerez de los Caballeros e hijo de Francisco Méndez de Soto y doña Leonor Arias Tinoco, fue sin duda uno de los más grandes héroes de la Conquista, tal vez del mismo rango que los otros extremeños, Hernán Cortés y Pizarro; pues no hay que olvidar que las grandes gestas de aquellos años lo tuvieron como testigo principal, ni que fue él el primer español que vio físicamente a Atahualpa el día de Cajamarca. Según los historiadores «americanistas», él fue ciertamente el mejor jinete que España exportó a las Américas. Un jinete que recorrió las tierras del Imperio del Sol, y, saltando los mares, fue a morir al río Mississipi, en pleno corazón de los hoy Estados Unidos de América (el primer europeo cuyos restos fueron «enterrados» en las aguas provenientes de las Montañas Rocosas y el Oeste Medio). Sólo otro hombre, Francisco Vázquez de Coronado, puede igualársele en el descubrimiento del norte americano. Y da la casualidad que ambos eran, fueron, grandes jinetes y grandes amantes de los caballos. Fidalgo de Elvas, el Inca Garcilaso de la Vega, Antonio del Solar, José de Rújula y otros hablan unánimemente del gran «jinete» Hernando de Soto y mencionan al caballo Bragao, con el que desembarcó aquel día de mayo de 1539 en las tierras peninsulares del norte, en la festividad de la Pascua Florida. Leyendas posteriores hablan de que ese caballo Bragao fue el gran semental de la moderna raza equina americana.

(Agradecimiento. Por su ayuda inestimable para la realización técnica de esta serie no tengo más remedio que dar las gracias a José Manuel Nieto Rosa, un verdadero experto en informática y digitales.)

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.