03/01/2025 19:59
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En el atardecer de la vida nos examinarán del amor

Mi amigo Gustavo, cual Diógenes con candil en busca de la verdad, encandilado por el destello del titular, entonó los primeros acordes de esta meditación en acompasada sinfonía amical.

En la Nochevieja, postrera en el calendario gregoriano, se extingue el vetusto año difuminado en las fauces de la tiniebla crepuscular. Al alba germinará en lontananza el halo flamígero del sol naciente. Momento idóneo, profundo kairós, para meditar con gravedad sobre el atardecer de la vida. Estimula el memento mori la melancolía inherente de los gélidos días hibernales, donde supuran punzante dolor las llagas del corazón por los seres que nos dejaron. En su ausencia las paredes del hogar se revisten de tristeza. El rigor invernal nos congrega taciturnos en el brasero del recuerdo y el fuego pretérito se consume en suspiros de añoranza. Revivimos en la retina del alma el lacerante duelo por nuestros difuntos. Su brillo terrenal se eclipsó para siempre en el óbito letal, opacado por el luctuoso velo del tránsito. Su cálida reminiscencia disemina resonancias entrañables en los tímpanos de la memoria.

Meditar en lo efímero de la vida debe despertarnos de súbito de la ensoñación frívola, del falaz letargo de la virgen necia para permanecer siempre en vela, con las lámparas encendidas y alcuzas rebosantes y andar con paso firme esta breve jornada sin errar. Vivamos siempre en estado de gracia. Jamás nos acostemos una sola noche en pecado mortal. Dormir en pecado es una trampa mortal pues siempre hay un riesgo de no despertar y amanecer en el infierno y condenarnos para siempre.

Si vivimos en gracia y con fervor la muerte lúgubre se torna lumínica. San Alberto Hurtado lo recrea así: Para el cristiano, la muerte no es la derrota sino la victoria: el momento de ver a Dios; la muerte para hallarlo, la eternidad para poseerlo. La muerte para el cristiano no es el gran susto, sino la gran esperanza”.

El amor, divisa de Cristo

Latir en sintonía de eternidad es el acta notarial del recto amor a uno mismo. En las antípodas de ensimismarnos, ebrios de solipsismo, en nuestro alcázar de marfil, rescatemos a nuestros hermanos de la sima del averno. Salvar su alma es la ópera magna de la caridad. Aliviemos sus heridas con la bonhomía del samaritano, con un bálsamo de vino y aceite, pero sobre todo seamos su lenitivo espiritual, a imitación de Cristo, que curaba los cuerpos para sanar las almas. La falta de fe trunca de raíz la posibilidad del milagro, pero nuestra vasija de barro agrietada puede ser instrumento desbordante del amor de Cristo. Los prodigios brotarán por añadidura si nos cristificamos y conquistamos la cima de la santidad, la taumaturgia que laurea nuestros más nobles anhelos. El amor es la divisa áurea que nos acredita como discípulos de Cristo y la levadura que cimienta de congruencia un inexpugnable fortín sobre la roca del Evangelio.

El tiempo pasa, la eternidad permanece

Tempus fugit, aeternitas manet. Al deslizarse la última hoja caduca del almanaque anual soy plenamente consciente de cómo se pasa la vida, de cómo se viene la muerte tan callando. Contemplo, desgarrado en mis entrañas, como la gente se accidenta, enferma, envejece y muere. Gente socialmente relevante o completamente anónima. Todos acaban, acabaremos, feneciendo inertes en la antesala oscura de ese océano sin riberas que es la eternidad. Nadie, por joven y agraciado que se refleje en el lago de Narciso, escapa de la siega certera de la guadaña. Todos seremos succionados por las movedizas arenas del Hades. Somos Damocles en vilo aterrados ante el filo mortuorio. En la hora de la verdad tendremos la cita ambulatoria con el doctor forense. San José María Rubio al predicar sobre la muerte decía: “El próximo muerto puedes ser tú”. ¿Estamos preparados para el Juicio de Dios? Juicio en el que toda nuestra vida quedará patente ante la justicia divina.

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El tiempo pasa y no vuelve jamás. Ni siquiera Dios, en su omnipotencia, puede hacer que lo pasado no haya sido. Cualquier científico, artista o incluso emperador admirado hace un siglo, rebosante de juventud, vitalidad y arrogancia, hoy solo es un recuerdo lejano en una fría lápida, una esquela polvorienta en un sótano húmedo de amarillentos rotativos, un instante de gloria efímera en una erudita tertulia, el nombre de una avenida en una sobria placa. La muerte estrangula el hálito vital a cualquier edad y nadie posee una póliza de seguros contra el hachazo letal de la parca. Somos seres perecederos y en potencia inmediata, como la emperatriz finada, pasto de gusanos, pútrido postema del mundo, cadáveres hediondos, pero nuestra alma es inmortal y en esta breve vida, soplo de hielo que flores marchita, nos lo jugamos todo. O felicidad eterna en el Cielo o tormento perpetuo en el infierno.

Hoy es tiempo de merecer, evitar el infierno y conquistar el Cielo

El sentido trágico de la vida no debe precipitarnos al abismo de la amargura, sino sumergirnos en las fuentes sanadoras de la esperanza. Hoy es tiempo de merecer, de comprar acciones de vida eterna, de correr raudos en pos de la corona inmarcesible. Hagamos examen de conciencia sobre los pecados de este año, sintamos un profundo dolor por ellos y cincelemos firmes propósitos de enmienda, con determinada determinación teresiana. Enderecemos el timón de nuestra vida con músculo férreo y manopla de seda y con propósitos sencillos, pero realistas. La gran batalla de la santidad se dirime en los pequeños vencimientos cotidianos. No bajemos la guardia en la liza, ni nos desviemos un ápice de nuestro objetivo final, que es salvar el alma. Escuchemos la dulce voz divina, no petrifiquemos el corazón. Hoy es tiempo de, si no lo estamos, ponernos a bien con Dios.

No podemos controlar nuestro destino, pero sí ser fieles a Dios

Nadie nos puede asegurar que en 2025 tengamos salud o prosperidad, pues no depende de nosotros. Por la prístina culpa de Adán no existe el manantial de la salud, ni el elixir de la eterna juventud como no existieron nunca ni la gallina de los huevos de oro ni el rey Midas. Sellado el Edén, vagamos por las zonas yermas de la tierra de promisión, las nubes no destilan maná, ni las huellas del peregrino nos guiarán, de la tierra ya no fluye leche y miel…En cambio soplan vientos de guerra en un sombrío horizonte y, como téntaculos de incertidumbre, turbadoras amenazas se ciernen sobre una inestable humanidad. Todo en esta vida es inconsistente y pasajero, una mala noche en una mala posada, como enseña Santa Teresa, aunque nos aferramos al polvo de este brumoso espejismo terrenal.

A este respecto Santa Bernadette Soubirous nos decía: «No es ningún sacrificio abandonar esta pobre vida en la que hay tantas dificultades para pertenecer a Dios».

Dios no se muda y nos dará su gracia para serle fieles. Depende de nosotros ese SÍ diario a su voluntad y el trato de amistad en íntima oración, ese morir a uno mismo hasta ascender de morada en morada al séptimo cielo de la santidad. Para ir al Padre nuestra flaqueza de ánimo y alma fatigada tiene a su alcance la audiencia diaria con Cristo, realmente presente en el Santísimo Sacramento y el auxilio de la Santísima Virgen, las dos columnas rutilantes que coronan el santo mundo onírico de Don Bosco.

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Merece la pena darlo todo en la gran final que es nuestra vida

Sin ser subyugados por un rígido voluntarismo y pelagianismo pétreo, porfiemos con ahínco por ser fieles a la gracia de Dios. Nos queden muchos o pocos años, vivamos adheridos al divino querer, siendo el único manjar que nos sacie el paladar de la existencia. La vida es muy seria y de lo que hagamos en ella depende toda la eternidad. No perdamos el tiempo mariposeando en las vanidades del mundo y no chapoteemos en el putrefacto lodazal del pecado. Busquemos en cada instante, a imitación de Alexia, regalar a Dios lo que más le agrada para estar lo más purificados posible cuando se rompa la tela de este dulce encuentro.

San Antonio de Padua nos muestra lo beneficioso que es pensar en la muerte: Quien se humilla en el pensamiento de la muerte, pone en orden toda su vida, y está atento a todo lo que le rodea. Sacude de sí la ociosidad, se da ánimo en los trabajos y confía en la misericordia del Señor, y dirige el curso de la existencia hacia el puerto de la eternidad.”

Fray Pedro de los Reyes resume en 8 líneas el verdadero sentido de la vida:

¿Yo para qué nací? Para salvarme.
Que tengo de morir es infalible.
Dejar de ver a Dios y condenarme,
Triste cosa será, pero posible.
¿Posible? ¿Y río, y duermo, y quiero holgarme?
¿Posible? ¿Y tengo amor a lo visible?
¿Qué hago?, ¿en qué me ocupo?, ¿en qué me encanto?
Loco debo de ser, pues no soy santo.

Les deseo de corazón un muy feliz y santo Año Nuevo. Espero que este texto, redactado con todo el cariño, sea para su edificación y provecho espiritual. Encomiendo en mis pobres oraciones a todos los lectores, esperando que hagan ustedes lo mismo. Nobleza obliga.

Por Javier Navascués

PD El comienzo de año es ideal para hacer los 9 Primeros Viernes y 5 Primeros Sábados

https://www.infocatolica.com/blog/caballeropilar.php/2312290436-ano-nuevo-tiempo-de-hacer-pro

Autor

Javier Navascués
Javier Navascués
Subdirector de Ñ TV España. Presentador de radio y TV, speaker y guionista.

Ha sido redactor deportivo de El Periódico de Aragón y Canal 44. Ha colaborado en medios como EWTN, Radio María, NSE, y Canal Sant Josep y Agnus Dei Prod. Actor en el documental del Cura de Ars y en otro trabajo contra el marxismo cultural, John Navasco. Tiene vídeos virales como El Master Plan o El Valle no se toca.

Tiene un blog en InfoCatólica y participa en medios como Somatemps, Tradición Viva, Ahora Información, Gloria TV, Español Digital y Radio Reconquista en Dallas, Texas. Colaboró con Javier Cárdenas en su podcast de OKDIARIO.
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