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El diario ABC , en diciembre de 2016, fue sacando  semanalmente a la luz documentos sobre una conspiración monárquica contra Franco en 1948. Los partidarios de Don Juan piensan que, después de victoria aliada y la derrota de las naciones que apoyaron al bando nacional en la guerra, es el momento propicio para un cambio democrático en España, que supondría una restauración monárquica, apoyado por la comunidad internacional. Ese grupo que rodea y apoya a Don Juan constituye una elite en el amplio sentido de la palabra: gente bien situada social, económica y académicamente. Algunos -Pemán, Jesús Pabón, Saínz Rodríguez- eran eximios intelectuales.  Este selecto grupo tiene una situación especial con respecto al régimen franquista. Se les supone críticos al sistema, pero esto no les impide (con la excepción de los exiliados como Saínz Rodríguez o Vegas Latapie),  vivir cómodamente en él y ocupar posiciones destacadas. Son directores de empresas, de periódicos, profesores universitarios, académicos, generales; algunos, como Areilza, políticos en activo. Pemán, escritor al que admiro, es un claro ejemplo de esta ambivalencia y, de alguna forma, representativo de todos ellos: era incuestionablemente monárquico, pero, ¿antifranquista? En el fondo, todos tienen una deuda de gratitud, confesada o no, con el franquismo. Sin su victoria, su mundo y lo que representa hubiera sido barrido del mapa y sus vidas y haciendas hubieran sido corrido serio peligro. Lo mismo puede decirse de los católicos españoles que, a la vista del anticlericalismo furibundo del bando republicano ya operativo desde antes desde antes de la guerra (quema de conventos en Madrid y Málaga  en el 31, revolución de Asturias en el 34),  hubieran sufrido un verdadero holocausto con la victoria del bando republicano.

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Hay otro factor aún más decisivo, que reduce a dimensiones exiguas la capacidad operativa de esta oposición: no cuentan con un apoyo social mínimo. Pero, ¿es que en España no había conservadores, monárquicos, gente de pensamiento tradicional? Por supuesto que los había, pero la gran mayoría están cómodos en el Régimen y un posible cambio les produce más vértigo que ilusión.

Algo parecido puede decirse de las gestiones realizadas por los monárquicos junto a los socialistas, encabezados por Gil Robles y Prieto, en el llamado Pacto de San Juan de Luz (agosto de 1948). Pedían la celebración de plebiscito, que definiera el sistema político español, auspiciado por EEUU, Francia e Inglaterra. Por supuesto, en plena Guerra Fría, cuando Stalin extiende su poder por media Europa, EEUU no está pensado en quitar de en medio a un seguro bastión anticomunista como Franco, para dar paso a un situación de imprevisibles consecuencias y proporcionar poder a los republicanos españoles, que no debían suscitar en los americanos y sus aliados muchas confianza. Ya tienen EEUU y sus aliados bastantes frentes abiertos con la URRSS. Esta oposición no cuenta ni con el interés de la grandes potencias ni con el apoyo popular. ¿Qué significaban nombres de políticos como Gil Robles o Prieto para la mayoría de los españoles en 1948? Pienso que un pasado más digno de olvido que de reinstauración. Años después Gil Robles intenta hacerse un hueco en la nueva España democrática y el electorado le ignoró olímpicamente.

Los intentos de esta oposición antifranquista tienen olor a gabinete cerrado; a conjuras de café que nos recuerdan a esas conspiraciones decimonónicas descritas por Galdós. No pasaron más allá de su entorno inmediato.

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Franco, que estaba puntualmente informado de todo, quizá nunca se sintió preocupado, aunque sí importunado. En estos mismos años somete a referéndum la Ley de Sucesión (1947) y se reúne con Don Juan en la famosa entrevista del yate Azor (agosto de 1948) para decidir la venida del príncipe Juan Carlos a España. Sigue con su plan (detrás del cual están la mente privilegiada de López Rodó y la pericia política de Carrero), con ese estilo rectilíneo y discreto que siempre le caracterizó. Franco sigue con su peculiar plan de restauración monárquica, sin contar para nada con los monárquicos, que seguían en el limbo, en su insoportable levedad.