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DIOS

II

Realeza de Cristo, constitución cristiana de la comunidad política y relaciones entre la Iglesia y el Estado.

«Es necesario que la sociedad civil, como tal, reconozca a Dios por su Padre y autor, y tribute a su potestad y señorío el debido culto y adoración. Por lo mismo la sociedad, en su calidad de persona moral, está obligada a tributar culto a Dios.

Así como la voz de la naturaleza excita a los individuos a adorar a Dios con piedad y fervor, porque de El hemos recibido la vida, y todos los bienes que rodean la vida, así también y por la misma causa tiene que suceder con los pueblos y las naciones. Por tanto los que pretenden que el Estado se desentienda de todo homenaje a la religión, no sólo pecan contra la justicia, sino que se muestran ignorantes e inconsecuentes”. Concilio Plenario de la América Latina. Celebrado en Roma el año 1899.

“Las tradiciones venerandas, que constituyen la Patria, porque son la expresión de la vida nacional organizada por los siglos, se resumen en estas tres grandiosas afirmaciones: La Unidad Católica, que es la tradición en el orden religioso y social ; la Monarquía, tradición fundamental en el orden político, y la liberal fuerista y regional, que es la tradición democrática de nuestro pueblo. Esta es la constitución interna de España, y que la revolución, copiando o inventando constituciones artificiales, ha establecido una lucha sin tregua entre aquellas y las escritas, introduciendo en todo el desorden y rompiendo la armonía entre el carácter de un pueblo y su vida social, que no puede suplantarse sin caer en la anarquía, ni sostenerse adulterada sino por el despotismo y la guerra. Todas nuestras antiguas glorias y grandezas, nuestras leyes y nuestras costumbres, se originaron y vivificaron por la fe católica; y sobre este admirable fundamento se alzó sublime la figura de España, que por amor a la verdad y abominando del error, necesita y defiende la salvadora Unidad Católica, lazo de su unidad nacional y corona de su historia. Amando y sirviendo a la Iglesia de Cristo, proclamamos su libertad completa, su derecho soberano a regirse y gobernarse con independencia, sin que a su marcha se opongan ni “recursos de fuerza, ni pases regios”, para que regulando ella su relación con el Estado, y amparada por éste, corresponda a la eficacia de una ley defensora, inspirando y sosteniendo la verdad cristiana en la sociedad; que así las leyes serán justas, los tribunales rectos, los administradores incorruptibles y las costumbres dignas, honradas y españolas”. Acta política de la Comunión Tradicionalista. Conferencias de Loredán. 1897. Historia del Tradicionalismo Español. Tomo XXVIII. Melchor Ferrer. Editorial Católica Española S.A. Página 132.

“Esas afirmaciones, defendidas en este último siglo con ríos de sangre y mares de sacrificios, en tiempos de guerra y de paz por las insobornables huestes carlistas y por la monarquía legítima de que soy único representante, son: Primera. La unidad religiosa, que es decir la íntima y perdurable unión moral de la Iglesia y del Estado, y la plena afirmación de los derechos que tanto en su orden interno como en el externo corresponden a aquellos por razón de indiscutible soberanía”. ¡A los españoles! Alfonso Carlos I. 29 de junio de 1934.

Muy pocos años antes de la fundación de las J.O.N.S. y la fundación de Falange Española, Pío XI publicó la encíclica Quas primas en la que instituyó la Fiesta de Cristo Rey, con el fin de combatir el laicismo que pretendía desterrar el cristianismo de la vida pública, y recordar el deber de las sociedades, incluidas las comunidades políticas, de reconocer y acatar la Soberanía de Cristo.

En Quas primas, Pío XI pide que «no se nieguen los gobernantes de las naciones, a dar por sí mismos y por el pueblo públicas muestras de veneración y de obediencia al imperio de Cristo” porque “el deber de adorar públicamente y obedecer a Jesucristo, no sólo obliga a los particulares, sino también a los magistrados y gobernantes».

Enseña que la realeza de Cristo «exige que la sociedad entera se ajuste a los mandamientos divinos y a los principios cristianos, ora al establecer las leyes, ora al administrar justicia, ora finalmente al formar las almas de los jóvenes en la sana doctrina y en la rectitud de costumbres»[1].

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Anteriormente el mismo Pontífice había escrito: «Reina Jesucristo en la sociedad civil cuando, tributando en ella a Dios los supremos honores, se hacen derivar de Él el origen y los derechos de la autoridad», y «cuando, además, le es reconocido a la Iglesia el alto grado de dignidad en que fue colocada por su mismo autor, a saber, de sociedad perfecta, maestra y guía de las demás sociedades»[2].

En 1906 San Pío X reiteró la condena de la tesis de la separación de la Iglesia y el Estado:

“Que sea necesario separar al Estado de la Iglesia es una tesis absolutamente falsa y sumamente nociva. Porque, en primer lugar, al apoyarse en el principio fundamental de que el Estado no debe cuidar para nada de la religión, infiere una gran injuria a Dios, que es el único fundador y conservador tanto del hombre como de las sociedades humanas, ya que en materia de culto a Dios es necesario no solamente el culto privado, sino también el culto público. En segundo lugar, la tesis de que hablamos constituye una verdadera negación del orden sobrenatural, porque limita la acción del Estado a la prosperidad pública de esta vida mortal, que es, en efecto, la causa próxima de toda sociedad política, y se despreocupa completamente de la razón última del ciudadano, que es la eterna bienaventuranza propuesta al hombre para cuando haya terminado la brevedad de esta vida, como si fuera cosa ajena por completo al Estado. Tesis completamente falsa, porque, así como el orden de la vida presente está todo él ordenado a la consecución de aquel sumo y absoluto bien, así también es verdad evidente que el Estado no sólo no debe ser obstáculo para esta consecución, sino que, además, debe necesariamente favorecerla todo lo posible. En tercer lugar, esta tesis niega el orden de la vida humana sabiamente establecido por Dios, orden que exige una verdadera concordia entre las dos sociedades, la religiosa y la civil. Porque ambas sociedades, aunque cada una dentro de su esfera, ejercen su autoridad sobre las mismas personas, y de aquí proviene necesariamente la frecuente existencia de cuestiones entre ellas, cuyo conocimiento y resolución pertenece a la competencia de la Iglesia y del Estado. Ahora bien, si el Estado no vive de acuerdo con la Iglesia, fácilmente surgirán de las materias referidas motivos de discusiones muy dañosas para entre ambas potestades, y que perturbarán el juicio objetivo de la verdad, con grave daño y ansiedad de las almas. Finalmente, esta tesis inflige un daño gravísimo al propio Estado, porque éste no puede prosperar ni lograr estabilidad prolongada si desprecia la religión, que es la regla y la maestra suprema del hombre para conservar sagradamente los derechos y las obligaciones.

Por esto los Romanos Pontífices no han dejado jamás, según lo exigían las circunstancias y los tiempos, de rechazar y condenar las doctrinas que defendían la separación de la Iglesia y el Estado. Particularmente nuestro ilustre predecesor León XIII expuso repetida y brillantemente cuan grande debe ser, según los principios de la doctrina católica, la armónica relación entre las dos sociedades; entre éstas, dice, [en la encíclica Inmortale Dei] “es necesario que exista una ordenada relación unitiva, comparable, no sin razón, a la que se da en el hombre entre el alma y el cuerpo”. Y añade además después: “Los Estados no pueden obrar, sin incurrir en pecado, como si Dios no existiese, ni rechazar la religión como cosa extraña o inútil. Error grande y de muy graves consecuencias es excluir a la Iglesia, obra del mismo Dios, de la vida social, de la legislación, de la educación de la juventud y de la familia”[3].

En 1885 León XIII recordó a los Estados o comunidades políticas su obligación de profesar públicamente la única religión verdadera:

«La sociedad, por serlo, ha de reconocer como padre y autor a Dios y reverenciar y adorar su poder y su dominio.

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Siendo, pues, necesario, al Estado profesar una religión, ha de profesar la única verdadera, la cual sin dificultad se conoce, singularmente en los pueblos católicos, puesto que en ella aparecen como sellados los caracteres de la verdad. Por lo tanto, ésta es la religión que han de conservar los que gobiernan; ésta la que han de proteger, si quieren, como deben, atender con prudencia y útilmente a la comunidad de los ciudadanos.

Los jefes o príncipes del Estado deben poner la mira totalmente en Dios, Supremo Gobernador del universo y proponérselo como ejemplar y norma que seguir en el administrar la república.

Así fundada y constituida la sociedad política, manifiesto es que ha de cumplir por medio del culto público las muchas y relevantes obligaciones que la unen con Dios.

La razón y la naturaleza, que mandan que cada uno de los hombres de culto a Dios piadosa y santamente, porque estamos bajo su poder, y de El hemos salido y a El hemos de volver, imponen la misma ley a la comunidad civil. Los hombres no están menos sujetos al poder de Dios unidos en sociedad que cada uno de por sí; ni está la sociedad menos obligada que los particulares a dar gracias al Supremo Hacedor, a quien ella debe -y ha de reconocerlo- la existencia, la conservación, y todo aquel gran número de bienes que tiene en su seno. Por esta razón, así como no es lícito descuidar los propios deberes para con Dios, el primero de los cuales es profesar de palabra y de obra, no la religión que a cada uno acomode, sino la que Dios manda, y consta por argumentos ciertos e irrecusables ser la única verdadera, de la misma suerte no pueden las sociedades políticas obrar en conciencia, como si Dios no existiese; ni volver la espalda a la religión, como si les fuese extraña; ni mirarla con esquivez ni desdén, como inútil  embarazosa; ni, en fin, adoptar indiferentemente una religión cualquiera entre tantas otras; antes bien, y por lo contrario, tiene el Estado político la obligación de admitir enteramente, y profesar abiertamente aquella ley y prácticas de culto divino que el mismo Dios ha demostrado querer.

Es, por lo tanto, obligación grave de los príncipes honrar el santo nombre de Dios; así como favorecer con benevolencia y amparar con eficacia a la religión, poniéndola bajo el escudo y vigilante autoridad de la ley; y no instituir ni decretar nada que pueda ser nocivo a la incolumidad de aquélla»[4].

No es necesario demostrar la absoluta conformidad del Tradicionalismo español con estas enseñanzas de la Iglesia. Es de sobra conocido que el primero de sus principios es la defensa de la Unidad Católica de España.

Pero, ¿qué hay del ideario nacionalsindicalista?

Es razonable pensar que, tanto Onésimo Redondo, católico devotísimo y militante, como José Antonio Primo de Rivera, también católico practicante, conocían el Magisterio de la Iglesia sobre la separación de la Iglesia y el Estado, la constitución cristiana de las comunidades políticas y la Realeza social de Nuestro Señor Jesucristo.

¿Cuál fue la postura de las J.O.N.S., de Falange Española y de la organización resultante de la fusión de ambas

 

[1] Encíclica Quas primas. Sobre la Fiesta de Cristo Rey. Pío XI. 11 de diciembre de1925.

[2] Encíclica Ubi arcano. Sobre la paz de Cristo en el reino de Cristo. Pío XI. 23 de diciembre de1922.

[3] Encíclica Vehementer Nos. Sobre la separación de la Iglesia y el Estado. San Pío X. 11 de febrero de 1906.

[4] Encíclica Inmortale Dei. Sobre la Constitución cristiana del Estado. León XIII. 1 de noviembre de 1885.

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