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Así conquisté a mi mujer
Así leí mis primeros libros
El torero y la República
Así viví la muerte de “Joselito”
Contadas por el gran periodista y escritor sevillano Chaves Nogales
Lo menos que cabe decir de Manuel Chaves Nogales es que fue un gran profesional del periodismo, al que venía destinado por tradición familiar. Su padre, Manuel Chaves Rey, fue un distinguido periodista local al que su colega y sucesor en la dirección de El liberal, don José Laguillo, dedicó uno de sus corrosivos aguafuertes ricos en claroscuros. Los claroscuros vitales y profesionales de Chaves Rey tenían al fin y al cabo una modesta dimensión municipal. Los de su hijo son de muy otra magnitud, ya que le tocó vivir una hora histórica en la que nadie podía situarse au dessus de la mêlée.
Chaves Nogales se definía a sí mismo como un burgués liberal, y traspuso la frontera así que el Gobierno republicano, que ya ni era republicano ni era Gobierno, huyó a Valencia. Su causa fue la de su jefe político, don Manuel Azaña, a quien entre bromas y veras llegaría a pedirle el Gobierno Civil de Sevilla. Nada de particular tendría que hubiera sido hermano suyo, o sea, «hijo de la Viuda», y el caso es que, frente a los dos totalitarismos de la época, a los que era opuesto por principio, acabó decantándose por el que compartía sus fobias masónicas, que era el comunista. (De la semblanza del escritor hecha por Aquilino Duque).
ASÍ CONQUISTÉ A MI MUJER
¿Quieren ustedes saber cómo conquisté a mi mujer? Yo me he enterado recientemente, al leerlo en una importante revista norteamericana, que lo cuenta con mucho detalle. Es muy bonito. Verán ustedes.
Yo salía aquella tarde de hacer el paseíllo, envuelto en mi capote de seda bordada y llevando en la mano un gran ramo de rosas. Al compás de un pasodoble crucé la plaza al frente de mi cuadrilla, llevando siempre aquel ramo de rosas, como si fuese una cupletista, y, después de saludar ceremoniosamente a la presidencia, me fui derecho hacia un palco, donde estaba «Ella». Al llegar aquí, el periodista norteamericano que cuenta el suceso describe la belleza de «Ella» con floridas palabras, que sinceramente agradezco. Describe también con vivos colores el movimiento de curiosidad que se produjo en los millares de espectadores cuando me vieron avanzar hacia aquella mujer bellísima, siempre con mi ramo de rosas en el puño. Ella tomó ruborosa las rosas que yo le ofrecía con gallarda apostura y cogió una de ellas, la más roja, la besó y me la ofreció a su vez con no menor gentileza. Yo me coloqué aquella gran rosa en el ojal (?) de la chaquetilla y, llevándola sobre el pecho como la más preciada de las condecoraciones, me fui, lleno de súbito coraje, hacia la fiera, que me esperaba rugiendo desesperadamente mientras yo hacía todas aquellas cortesías y zalemas.
Echando espumarajos por la boca y fuego por los ojos, el terrible toro se precipitó sobre mí. Yo adelanté el pecho, y el húmedo hocico de la bestia pasó rozando junto a la rosa que «Ella» me había devuelto. Parece ser que este sencillo hecho me irritó sobremanera, aunque no sé exactamente por qué. El caso es que me irrité muchísimo, y, ya una vez irritado, me empeñé en hacer rabiar a la fiera, pasándole la rosa una y otra vez por el hocico, para lo cual yo, en cada lance, le ponía el pecho en el morro.
Al llegar a este punto, el cronista yanqui vuelve a describir con patético acento la escalofriante emoción de la multitud, suspensa ante la tragedia del toro y la rosa, que se veía venir, que se mascaba. Ocurrió, al fin, una cosa sorprendente, algo entre prestidigitación e ilusionismo. El toro, limpiamente, con el más hábil juego de pitones que puede imaginarse, enganchó la rosa roja y me la sacó del ojal de la chaquetilla, llevándosela prendida en el asta. Al ver esta maravilla, mi mujer se desplomó diciendo: «¡Esto es terrible! ¡Ese torero me ha conquistado!».
Así conquisté yo a mi mujer, según he leído en un periódico norteamericano, de cuya seriedad no me atrevo a dudar. Yo creía antes que la cosa había sido mucho más sencilla. Verán ustedes…
ASÍ LEÍ MIS PRIMEROS LIBROS
Eran tres muchachos raros que no se parecían a los demás muchachos que andaban por Triana. Eran tres hermanos tipógrafos, que tenían una imprentita en el hueco de una tienda accesoria. No sé si por amor del oficio, o por qué, lo cierto es que les daba por leer y, convirtiendo la lectura en un verdadero vicio, se metían entre pecho y espalda todos los folletines que caían buenamente en sus manos y los que afanosamente buscaban por toda Sevilla.
La amistad con aquellos tres tipos raros me contagió, y ya no hice otra cosa durante muchos meses que leer desesperadamente con verdadera fiebre. Devoraba kilos y kilos de folletines por entregas, cuadernos policíacos y novelas de aventuras. Los héroes del Capitán Salgan, Sherlock Holmes, Arsenio Lupin y Montbars el Pirata eran nuestra obsesión. Más tarde, empezó a publicar unos cuadernos con novelas de más enjundia una editorial, que, si no recuerdo mal, estaba dirigida por Blasco Ibáñez, y de semana en semana esperábamos angustiosamente el curso de las aventuras maravillosas que corrían nuestros héroes novelescos.
El efecto que la lectura producía en aquellos tres muchachos y en mí era tan intenso, que mientras estábamos leyendo una de aquellas novelas de aventuras, nos identificábamos con el héroe, hasta el punto de que la vida que vivíamos era más la suya que la nuestra. Seguíamos las sugestiones de los folletines con tal fervor, que una semana éramos piratas en el golfo de Maracaibo, y otra, detectives en Whitechapel, y otra, ladrones en las orillas del Sena. Pero la sugestión más fuerte que padecimos fue la de los audaces exploradores de África. Lo que más nos impresionó de todo aquel mundo de la fantasía en que vivíamos fue la figura gallarda del cazador de leones en la selva virgen. Aquella lucha clásica del hombre con la fiera nos hacía desvariar de entusiasmo. En unas tiendas de cuadros de la calle Regina había entonces unos cromos con escenas de la caza de fieras en África y la India, con tan vivos colores pintadas, que ante ellas nos pasábamos horas y horas vibrando de emoción y esperando de un momento a otro que el cromo se animase y la escena de la cacería que representaba prosiguiese. Si este hecho milagroso se hubiera producido, no nos habría causado la menor extrañeza. Había en uno de aquellos cromos un cazador blanco con su salacot y sus polainas relucientes, que estaba rodilla en tierra con el rifle echado a la cara apuntando serenamente a un tigre formidable que clavaba su garra en el pecho desnudo de un negrito. Aquel cazador impertérrito era nuestro ídolo, lo que todos hubiéramos querido ser: nuestro arquetipo.
Hablando y hablando entre nosotros de la caza del león en el África inexplorada, fue formándose en nuestro ánimo la confusa aspiración de cazar leones. Y los cazábamos. ¿Qué se debe hacer —nos preguntábamos en nuestros conciliábulos— cuando se han marrado las dos balas del rifle, y el león, furioso, avanza sobre nosotros? ¿Es prudente bajar del lomo del elefante para auxiliar a un esclavo negro, sorprendido por el ataque súbito de la fiera? Naturalmente, el león moría y el negrito se salvaba.
Llegó un momento en que la realidad, la autenticidad, la plástica de nuestras cacerías era más fuerte que la imposibilidad de encontrar leones en los alrededores de Triana, y como las mayores dificultades estaban ya vencidas por nuestra imaginación, pensamos que lo que menos importancia tenía era irse a buscarlos. Y decidimos solemnemente irnos al África a cazar leones.
LOS PIRATAS DEL GUADALQUIVIR
Los preparativos de la expedición fueron laboriosísimos. Al principio, los cuatro chavales teníamos el mismo entusiasmo; pero a medida que se fueron concretando las cosas surgieron las vacilaciones y las discrepancias.
La primera dificultad era el dinero. Hacía falta mucho dinero para equiparnos, para ganar la voluntad de las tribus salvajes que habían de darnos los guías, aquellos negritos que de vez en cuando debían comerse los leones, y para pagar y dar de comer a nuestra tropa. Y, ante todo, había que fletar un barco. ¿Cuánto dinero costaría fletar un barco? La empresa era superior a nuestra imaginación, y estuvimos a punto de fracasar, no por falta de dinero, sino de fantasía, que es por lo que se fracasa siempre. Cuando los tres hermanos tipógrafos se rendían descorazonados ante la imposibilidad de reunir con nuestros ahorrillos dinero bastante para comprar un barco aceptable y todo parecía perdido, tuve yo una decisión heroica. Vamos —les dije— al corazón de África a luchar con peligros sin cuento; cada día surgirán ante nosotros conflictos mayores que este del barco y necesidades más apremiantes, a las que tendremos que subvenir con nuestros propios medios. ¿Cómo vamos a detenernos ante la falta de dinero para comprar un barco? ¡Si no se tiene dinero para comprarlo, se roba!
Mi audaz determinación produjo en los tres hermanos tipógrafos gran entusiasmo. A la mañana siguiente andábamos los cuatro con las manos en los bolsillos por los malecones echándole el ojo a aquellos bergantines que venían de Dinamarca al Guadalquivir cargados de duelas y bacalao. Yo estudiaba cautamente desde el malecón la cubierta de aquellos barcos, en la que unos marineros, torpones y adormilados, recosían las velas, freían sus tajadas de sábalo o jugaban descuidadamente con el perrillo de a bordo, y me parecía la cosa más hacedera del mundo sorprenderles, tirarlos por la borda, levar anclas y salir navegando río abajo. Mis camaradas tenían algunas dudas sobre el éxito de la intentona. Yo, no. Alguno de ellos tuvo un momento de clarividencia y se separó de nosotros, diciéndonos que estábamos locos. Aquella cobardía no nos hizo retroceder. Tiraríamos por la borda a los marineros daneses y nos llevaríamos el bergantín. ¡No faltaría más!
Decidido esto, nos aplicamos a resolver las restantes dificultades. Para reunir dinero acordamos que todas las semanas ahorraríamos, de nuestros gastos, una cantidad que podría oscilar entre uno o dos reales, y con el fondo común que formásemos compraríamos las armas y los pertrechos necesarios. Varias semanas de ahorro y pequeños hurtos domésticos nos proporcionaron el caudal suficiente para comprar en el jueves dos cañones de pistola, sin culata ni gatillos, y una escopeta vieja, tan inservible, que el baratillero no tuvo de seguro ningún resquemor al ponerla en nuestras infantiles manos. Pero nuestro esfuerzo económico caminaba más lentamente que nuestra imaginación, y pronto advertimos que tardaríamos muchos años en reunir el dinero necesario para equiparnos decentemente como cualquier explorador que se estime. Entonces se hicieron más patentes las discrepancias. Unos eran partidarios de que la expedición se aplazase sine die, y otros de que sin más dilaciones partiésemos inmediatamente. ¿Qué más nos daba tener un barco cargado de pertrechos o no tenerlo si el primer coletazo que nos diese una ballena podía hacernos naufragar y colocarnos en el trance de llegar a nado a una playa desierta, en la que tendríamos que inventarlo todo otra vez? Jamás una expedición ha fracasado por incidente tan insignificante como éste. Pues imaginemos que ya nos ha dado el coletazo la ballena y continuemos como si acabásemos de llegar a la playa desierta. Esta reflexión no sirvió para convencer a todos. Otro de los tipógrafos desertó cobardemente, y al final me encontré mano a mano con el único de los tres hermanos que seguía teniendo fe y estaba, como yo, resuelto a vencer o morir. Nos estrechamos la mano, como dos hombres que éramos, y nos juramentamos para ir al África salvaje a cazar leones, solos o acompañados, con dinero o sin él, embarcados o a pie, con armas o sin ellas.
En cuatro o cinco entrevistas nocturnas y sigilosas nos pusimos de acuerdo aquel bravo muchacho y yo. No esperaríamos más. Prescindiríamos del barco y nos iríamos a pie hasta Cádiz. Allí acecharíamos el primer buque que zarpase para las costas africanas, y ya nos las ingeniaríamos para meternos en él sin ser vistos y pasar el Estrecho. Lo demás, ya se arreglaría en África.
Un poco de dinero no estaría de más, sin embargo. Metí mano al cajón del puesto de quincalla y me hice con unas pesetillas. Ya todo resuelto, llegué una noche a casa, y mi padre, que no debía estar muy satisfecho de mi conducta, me sentó la mano de firme con no sé qué plausible pretexto. Aquel castigo decidió el rumbo que había de tomar mi vida. Le hurté a mi padre el reloj, lo llevé a una casa de préstamos, donde me dieron por él algún dinero, y aquella misma tarde, al oscurecer, salimos de Triana el tipógrafo y yo, dispuestos a dejar el África descastada de leones.
EL TORERO Y LA REPÚBLICA
El 14 de abril, la cosa no se presentó mal del todo. En los pueblos de Andalucía hubo un levantamiento general de los campesinos que creyeron que había llegado la hora tanto tiempo soñada de la igualdad social y económica. El sueño del reparto, alimentado en las gañanías por los folletos anarquistas, iba a ser una realidad. Los ricos huían asustados de los cortijos, y los pobres, triunfantes, se hacían los amos de los pueblos, contentos de poder alborotar sin que se metiese con ellos la Guardia Civil, y satisfechos de andar por el campo vengando viejos agravios de los caciques y llevándose de paso lo que buenamente podían con un aire importante de expropiadores. Les guiaba, sin embargo, en estas depredaciones, un cierto espíritu de justicia. A mí me ocurrió un caso significativo.
Cruzaba la plaza Mayor de Dos Hermanas un criado mío, llevando del diestro unos caballos, cuando fue interpelado por un grupo de revolucionarios, a quienes pareció oportuno y saludable para la República quedarse con mis caballerías. Hubo, sin embargo, entre ellos un cabecilla que se opuso al sencillo procedimiento de incautación:
—Hay que devolver esos caballos a su dueño —dijo—; son de Juan Belmonte, y ese capital debemos respetarlo.
—¿Por qué?
—Porque el capital de Belmonte ha sido bien ganado. La revolución no debe ir más que contra el capital mal adquirido.
Y allí, en la plaza del pueblo, se enzarzaron en una discusión teórica sobre los límites, las formas y las causas de lícita expropiación. Terminaron dejando ir tranquilamente al criado que llevaba mis caballos. Cuando me lo contaron, no he de negar que me satisfizo y que me pareció que la cosa no se presentaba tan mal como decían.
Pero el espíritu de la revolución evolucionó rápidamente. El 14 de abril no marcaba la hora del soñado reparto, y cuando desde Madrid intentaron convencer a los braceros andaluces de que era así, los ánimos se ensombrecieron, y la lucha entre los pobres y los ricos se hizo más dura y enconada. Creció el odio al propietario, bueno o malo, sólo por ser propietario, y al socaire de las teorías anticapitalistas invadieron el campo cuadrillas de expropiadores, que no eran otros que los tradicionales algarines, los raterillos rurales, que siempre habían andado a salto de mata, y ahora tomaban un aire altivo de ejecutores de la justicia social. Ladrones de campo y cuatreros ha habido siempre en Andalucía; pero nunca, ni en la época del bandolerismo legendario, se ha considerado el robar como un timbre de orgullo. El robo no era entonces un delito, y nadie se avergonzaba de cometerlo. Gentes honradas, trabajadores de toda la vida, se echaron al campo sencillamente a robar. Una tarde, en la finca Quintillo, de Anastasio Martín, presencié un espectáculo inusitado.
Por el caminillo que va desde la finca al pueblo iba y venía un rosario de gente: hombres, niños y mujeres cargados con unos costales que llevaban vacíos y traían llenos de aceitunas.
—¿Qué gente es ésa? ¿Qué hace?
—Son los que vienen a coger la aceituna —me respondieron.
—¿Cómo a coger la aceituna? ¡Si todavía no se han aprobado las bases para la recolección!
—No —me declararon—; si no vienen a coger la aceituna por cuenta del dueño de la finca, sino a cogerla para ellos; son pura y simplemente ladrones.
—¿Y qué hacen con la aceituna?
—La malvenden en las tabernas del pueblo. Como la aceituna es robada, los taberneros les pagan sólo a quince céntimos el kilo.
—¿Y cuánto piden ellos al dueño por hacer la recolección?
—A veinticinco céntimos viene a salir el kilo, con arreglo a las bases de trabajo.
—Pues la cosa es sencilla —repliqué—; vamos a comprarles a veinte céntimos las aceitunas que roban y nos encontraremos los propietarios de las fincas con la recolección hecha por menos dinero del que exigen las tarifas del sindicato obrero.
Aquella elemental deducción produjo al divulgarse un gran alboroto. Los periódicos, no sólo de España, sino de todo el mundo, la comentaron, y dijeron que yo estaba empleando el procedimiento en gran escala. Era sencillamente que se trataba de un caso revelador de la situación social y económica de Andalucía.
Este solo hecho explicará mejor que nada el disgusto y la preocupación que mi condición de propietario me ocasionaba. Ya no se trataba de ir contra los caciques ni contra los usureros. Se iba directamente contra el propietario por el delito de serlo. Uno de mis colonos me citó a juicio de revisión de renta, y quise asistir para ver cómo era la justicia republicana. Alegaba el colono seriamente que debía pagarme menos renta, sencillamente porque yo había ganado con gran facilidad en mi profesión de torero el dinero necesario para comprar la finca y además porque el importe de la renta me lo gastaba alegremente en Suiza.
Las cosas habían cambiado radicalmente. Aquellos mismos que al proclamarse la República no se atrevían a incautarse de mis caballos porque yo había ganado lícitamente mi capital, venían un año después a hurtármelos sin ningún escrúpulo teórico.
JOSELITO
El 15 de mayo de 1920, Joselito, Sánchez Mejías y yo toreábamos en Madrid una corrida de Murube. Aquella tarde, el público estaba furioso contra nosotros. Los toros eran chicos, y los aficionados protestaban violentamente cuando aún no había empezado la lidia. Llegaba entonces a su apogeo aquella irritación de la gente contra Joselito y contra mí, de que he hablado antes. Toreábamos muchas corridas, no nos pasaba nunca nada, cobrábamos bastante dinero y el espectador llegó a tener la impresión de que le estábamos estafando, de que habíamos eliminado el riesgo de la lidia y nos enriquecíamos impunemente.
Estábamos aquella tarde en el patio de caballos esperando a que comenzara la corrida, cuando vimos llegar a un grupo de espectadores furiosos, que, agitando en el aire sus entradas, nos gritaba:
—¡Ladrones! ¡Estafadores!
El grupo de los que protestaban creció y se produjo un gran tumulto, los toreros nos vimos acorralados por aquellos energúmenos que nos injuriaban. Ante aquella avalancha, yo me encogí de hombros filosóficamente y me limité a coger por la chaqueta a uno de los que más gritaban y a decirle en voz baja:
—Y si le robamos, ¿por qué no nos denuncia usted a la policía?
A Joselito, aquella agresión, aquel furioso ataque de los aficionados que le gritaban desaforadamente le produjo una gran impresión. Se quedó cabizbajo durante un largo rato, y luego me llamó y me dijo:
—Oye, Juan, hace tiempo que quería hablarte de esto, y creo que ha llegado la ocasión. El público está furioso contra nosotros, y va a llegar un día en el que no podamos salir a la plaza.
—¿Y qué podemos hacer?
—Esto hay que cortarlo.
—Cuenta conmigo para lo que sea.
—Creo que lo mejor va a ser que dejemos de torear en Madrid durante una temporada larga. Así no podemos seguir. El público está cada día más exigente, y nosotros no podemos hacer más de lo que hacemos. Vamos a dejarlo. Vámonos, Juan, de la plaza de Madrid. Que vengan otros toreros. A nosotros ya no nos toleran. Dejemos libre el cartel de Madrid, a ver si el público se divierte y entusiasma con otros toreros más afortunados. Tal vez dentro de algún tiempo podamos volver en mejores condiciones. ¿No te parece?
—Si esto sigue así, no vamos a tener más remedio le contesté. Joselito se quedó un rato pensativo, y agregó con tristeza:
—Sí, hay que irse. Es lo mejor.
Éstas fueron las últimas palabras que cruzamos. Al día siguiente tenía Joselito que torear otra vez en Madrid. Rompió el contrato y se fue a torear a Talavera de la Reina. Allí le tenía citado la muerte.
«A JOSELITO LE HA MATADO UN TORO»
Yo debía haber toreado en Madrid aquel día, pero se suspendió la corrida y me quedé en mi casa jugando al póker con unos amigos. Era ya anochecido cuando sonó el timbre del teléfono. Se puso al aparato no sé quién, y nos dijo:
—Me dan la noticia de que a Joselito le ha matado un toro en Talavera.
—Anda, anda, cuelga el teléfono —le dije sin soltar las cartas ni levantar la cabeza. Seguimos jugando. Al rato llegó jadeante Antoñito, mi mozo de estoques, y repitió:
—En Teléfonos corre el rumor de que a Joselito le ha matado un toro en la corrida de Talavera.
—¡No traes más que infundios! —le repliqué malhumorado. Era frecuente entonces que los domingos por la tarde circulasen muchos noticiones que luego no se confirmaban. Estaba reciente la implantación del descanso dominical para los periódicos, y la falta de noticias ciertas sobre las corridas poblaba el mundillo taurino de falsos rumores.
Al rato volvió a sonar el teléfono. Esta vez era ya una persona de crédito, un conocido ganadero, quien daba la terrible noticia.
—¡Es verdad! ¡Es verdad! —decía, con acento estremecido al otro lado del hilo telefónico.
Aquella espantosa certeza nos hizo mirarnos los unos a los otros con espanto. Dejamos caer los naipes sobre el tapete, y sin articular palabra estuvimos durante unos minutos en un estado de semiinconsciencia y estupor. Mis amigos fueron levantándose, uno a uno, y, sin pronunciar una sílaba, se marcharon. Yo me quedé solo, hundido en un diván y mirando estúpidamente el tapete donde permanecían esparcidos los naipes y las fichas, abandonados por mis amigos.
En aquella soledad en que me habían dejado estuve repitiéndome mil veces aquellas palabras que me golpeaban en el cráneo como martillazos: «¡A Joselito le ha matado un toro! ¡A Joselito le ha matado un toro!». Poco a poco fue invadiéndome una pavorosa congoja. Miré a mi alrededor y tuve miedo. ¿De qué? No lo sé. El pecho se me anegaba de una linfa amarga, y cuando ya la garganta no pudo contener por más tiempo aquella inundación de dolor, estallé en sollozos. Lloré como no he llorado nunca en la vida. El llanto me hacía mucho bien. Hubiera querido seguir sollozando durante mucho tiempo, porque la extraña conmoción del llanto, a la que nunca, hasta entonces, me había entregado, me libraba de aquel martilleo seco del cerebro, que repetía: «¡A Joselito le ha matado un toro! ¡A Joselito le ha matado un toro!».
Pero advertí que aquel llanto estaba produciendo en los míos una impresión desastrosa. Al verme llorar, mi mujer, sobrecogida, lloraba también. Lloraban, además, allá en el fondo de la casa, los familiares y los criados, y hubo un momento de tal desesperación, que me asaltó la idea de que era a mí y no a Joselito a quien lloraban. Creo que yo mismo sentí un poco mi propia muerte aquel día. Este sentimiento egoísta fue el que me permitió reaccionar enérgicamente. Volví a sepultar en el pecho la congoja que en un instante de abandono había dejado desbordar, y con un tono seco y duro hice a los míos recobrar el dominio de sus sentimientos. Llegaba la hora de la cena y con una artificiosa impasibilidad me senté a la mesa e hice a mi mujer que me acompañara y a los criados que nos sirviesen. Era aquélla una grotesca parodia. Recuerdo que para dar ejemplo intenté llevarme a la boca unas hojas de ensalada, que se me agarraron como si fuesen esparto a las fauces resecas. Simulaba que comía con la cara metida en el plato, y no me atrevía a levantar la cabeza ni a mirar a mi mujer, que sentada frente a mí se tragaba desesperadamente las lágrimas. Una vez la miré y hallé en sus ojos tal expresión de espanto, la vi mirarme con tanta alma, que me sentí anonadado.
Dos días después había toros en Madrid. Salí a la plaza con Varelito y Fortuna para lidiar una corrida de Albarrán. Tuve aquella tarde uno de los triunfos más grandes de mi vida. Era el día en que se llevaban a Sevilla el cadáver de Joselito.
LA CONCIENCIA DE LA MUCHEDUMBRE
¿Quién ha dicho que las multitudes no tienen conciencia? A raíz de la muerte de Joselito, el público de los toros fue víctima de un curioso fenómeno de remordimiento colectivo. Pude observar entonces que súbitamente se había despertado en el espectador de las corridas de toros un exagerado temor y un cuidado celosísimo por la vida de los toreros. Durante cierto tiempo hubo en las plazas una extraña tensión nerviosa. El público tenía más miedo que el torero. Cada vez que, a lo largo de la lidia, el diestro sufría una colada peligrosa de la res, o ésta hacía algún extraño, un ¡ah! angustioso de la muchedumbre ponía al torero sobre aviso. Parecía como si aquellos hombres que el día antes de la tragedia de Talavera nos agredían furiosos pidiéndonos que nos dejásemos matar o poco menos, se considerasen íntimamente culpables de aquella desgracia y el remordimiento les impulsase a evitar que se repitiera.
Toreé casi a diario durante la temporada de 1920. Tuve un par de percances en Sevilla y Barcelona que me alejaron de los ruedos durante unas semanas y sirvieron para ponerme aún más de manifiesto aquel miedo que entonces sentía la gente por la vida del torero. En el mes de septiembre dejé de torear. La falta de Joselito hacía que recayese sobre mí todo el peso de las corridas, y empezaba a sentirme agotado. Los que tan enconadamente habían disputado sobre nuestra rivalidad, no sabían hasta qué punto nos completábamos y nos necesitábamos el uno al otro.
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