19/05/2024 20:05
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Caen las hojas obligadas por el viento, por el frío, o por el calendario, igual que los hombres y mujeres, que luchan en la brega diaria, caen también empujados por una misteriosa fuerza a la que no pueden sustraerse, ni entender. Es la cruel ley de la vida; una ley que nunca viene a formularse con claridad, y que es la única que se cumple, y nadie puede soslayar. Es el fin de la ilusión, esa lluvia fructificadora que a veces deja Dios caer, a modo de bendición, sobre nuestras cabezas, sin que nadie se entere que está siendo bendecido. Todo parece haberse quedado quieto, como los montes azules, como el viento de la mar, y una florecilla sin olor que quiso anunciar la primavera, a la orilla del camino. Me preocupa este largo silencio en no saber nada de usted desde hace tanto tiempo. Es como si se desvaneciera la satisfacción del conocimiento, una vez logrado, tras esa sombra alargada que viene a confundirlo. Tras ese largo silencio que se borra en el olvido. Pues nada mejor que el espacio luminoso de la amistad, aún con ese frágil equilibrio propio de los lugares hermosos que la presencia de nubes en el cielo, puede turbar. Esa especie de isla pacífica y amable, que dibujamos en el cuaderno escolar, al margen del tiempo para poder seguir viviendo en condiciones dignas.

Lo primero que, como losa sepulcral, me cae encima ante el silencio prolongado de un amigo, es esa disposición a pensar que cierta incomodidad insalvable se haya instalado en el medio. Que se rompiera el cordón umbilical, porque mi torpeza y falta de acierto, no hayan resistido el sostén de una amistad valiosa.  

La segunda circunstancia que motiva mi pensamiento, tiene que ver con la enfermedad, ese pulso entre la vida y la muerte. Al enfermar, si no morimos, es como si perdiéramos parte de la vida. Perdemos la memoria que es la primera potencia del alma. Vivimos en el interior de un tiempo muerto, ajeno al exterior, y en tales circunstancias, la primera que muere es la palabra, nada menos que la raíz y sustento de la existencia humana. Uno puede hasta concebir a un hombre absorto en los rumores de su propia agonía; a un autista, o a un ser mutado en la nada, pero no ha de imaginar cómo prescindir de su identidad y trascendencia. Algo que nunca existió pero pudo haberse construido y todo quedó en un sueño que nadie llegó a soñar. Así, y bajo la dura incertidumbre de esa niebla fría, ya despedí sin despedida a algunos amigos. Bastantes para impresionar y caer en la impotencia de tanta incomprensión.

La última motivación que me sucede y por la que también pasé, es que estoy escribiendo a alguien que ya se fue sin que yo me pudiera enterar de su traslado al otro mundo. Una opción que nunca di por perdida; pues al igual que si miro mis álbumes de fotos familiares, y los veo llenos de muertos, y no me puedo sustraer a pensar que todo eso no exista, tampoco conjeturo que cualquiera otra imagen que guardo en la mente, no sea cierta, ni más que una simple pesadilla. Podría ser verdad, pero no me lo creo. Existe una potente verdad por encima de todos que no alcanzamos a ver y que nos llama. Aristóteles decía de su maestro y amigo Platón: aunque soy muy amigo de Platón, más amigo soy de la verdad. Y discrepaba. No creo que la verdad termine en un papel periódico adonde se recuadra en negro una pequeña noticia con una cruz latina al lado, llamada esquela, que ha de comerse el huracán. No hay contraste ni oposición entre estar vivo o estar muerto. Es lo mismo, aseguró Tales de Mileto, primer filósofo griego. Y cuando le contestaron sus alumnos: pues entonces, muérete, él les respondió impasible: para qué, si no hay diferencia…

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Entre las palabras, las indiferencias o soledades, y la eternidad del desierto que nos limita, seguro que estamos nosotros siempre perennes. Seguro que entre las palabras y la realidad resistimos como si tal cosa.

Hoy entierro gran parte de mi infancia. La entierro con el cuerpo mortal de una tía, la última por parte de madre, a cuyo funeral no pude asistir. Fue allá en la montaña leonesa donde me crié. Veo la vieja película en blanco y negro de la infancia y me confunde el paso fugaz de la vida que es inapelable y cruel como una sentencia al patíbulo. Es cuando el tiempo se mide con el reloj de plomo de la muerte. No pude decir adiós a tía Edelmira, ni siquiera muerta la pude despedir. Tía Edelmira era una madre de sus hijos, una sacrificada y ejemplar esposa. Igual pasó con otras personas, familiares y amigos, que jamás pude volver a ver, ni despedir. Sólo veo una procesión de muertos en silencio, camino de la eternidad hacia el olvido. El Señor sabrá el porqué de esta suerte de frustraciones e impotencias. La de tantos silencios y tantas ausencias que terminan en la nada. En mis álbumes de fotos llenos de muertos, sólo debo quedar yo para verlos y recordarlos.

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