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Ha de reconocer que no me cuesta elegir temas para mis artículos ni titularlos pero, de todos modos, es preciso dedicarle algún tiempo. Estaba en ello cuando caí en la cuenta de que faltaban dos días para la llegada del nuevo año y vi claro que valía la pena escribir sobre la comparación del tiempo / (que como podías leer en los grandes relojes en las casas de nuestros abuelos: “Tempus fugit” –el tiempo huye…–) con la eternidad (inamovible por los siglos de los siglos) y las consecuencias que esas realidades tienen para el hombre.
Nacemos “en el tiempo” pero nuestro destino final es “la Eternidad”… De qué nos demos cuenta de esta realidad depende nuestra felicidad o desgracia eterna.
Hemos vivido las Pascuas Navideñas –y continuamos viviéndolas—pero ¿lo hemos hecho como seres racionales que han pensado en su significado o, más bien, hemos sido animales de instintos que han saciado sus sentidos –sobre todo el gusto con las comidas extras de estos días– y de ahí no hemos pasado?
El Tiempo y la Eternidad son un binomio trascendental que no podemos perder de vista si queremos aprovechar el don de la vida que nuestro Creador nos ha regalado. Él es eterno por esencia y “creó para nosotros el tiempo” para utilizarlo como instrumento con el que hacernos partícipes de su eternidad.
La Navidad es una época ideal para agradecerle a Dios ese regalo por el que nosotros – criaturas sin ningún derecho—nos convertiremos en herederos de la dicha eterna, gracias a que, su amor por el hombre fuera tal, que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad se encarnó para salvarnos tras el pecado de Adán y Eva.
Los hombres, aturdidos por el ruido de las cosas, dedicamos poco tiempo a reflexionar y profundizar en los conocimientos más importantes para el hombre y, por eso, quienes aún no hemos perdido el norte, debemos ayudar a nuestros lectores a utilizar la inteligencia y a dar importancia a las cosas valiosas. Entre estas no hay ninguna superior a saber aprovechar los años que Dios nos conceda de vida. Es de necios –o de locos– malgastar la moneda de utilidad única para facilitarnos el “comprar la felicidad eterna”.
En cierta ocasión un alumno me brindó la oportunidad de aclararle una duda. Era un adolescente muy inteligente que había oído en la Iglesia decir que no había gente más sabia que los “santos” y no veía la relación entre ser santo y ser sabio.
Su lógica era aplastante. Tenía clara, por lo que le habían dicho sus profesores la sabiduría de los sabios que aparecían en sus libros de texto,– en ciencias como la física, la química, la bilogía, las matemáticas– lo eran de verdad, pero no veía que fueran sabios los santos. Para él, personas muy buenas que amaban mucho a Dios… Les aseguro que disfruté mucho ver que su problema partía de una idea equivocada de la “sabiduría”…
“Has ‘dos sabidurías” –le dije–: una, es esa que tú admiras con razón; la de los hombres de mente privilegiada y gran fuerza de voluntad que estudian a conciencia todo lo creado y descubren las leyes que rigen la naturaleza en los diversos campos.
Desde que el mundo es mundo el ser racional ha intentado explicarse lo que ve y cada época ha tenido sabios que han ido dominando parcelas de la Creación. Y vemos como últimamente la velocidad de los científicos descubriendo leyes es asombrosa y con eso la ciencia avanza vertiginosamente.
Esta es la Sabiduría que podríamos calificar como “del Tiempo” porque solo sirve durante la vida terrenal. Con ella, frente a la muerte, estos sabios pueden lo mismo que los analfabetos o sea, ¡nada!
Pero hay otra Sabiduría que sirve, precisamente, cuando se acaba lo que nosotros llamamos la vida. Es la “Sabiduría de la Eternidad”. Y es aquella que dominan los “Santos”, y consiste en hallar el camino correcto gracias al cual se consigue vivir la vida temporal en la amistad íntima con Dios. Por lo tanto, es la “Sabiduría perfecta” la verdaderamente valiosa, porque le permite al hombre alcanzar el objetivo señalado por el Creador como el propio de la criatura, o sea, garantizar el goce de la felicidad eterna de Dios y en su presencia.
Espero que sea una buena reflexión para finalizar e iniciar un nuevo reto. El año 2023 salta a la plaza para lucimiento los buenos toreros. ¡Feliz –y sobre todo santo– año nuevo, 2023!
Autor
- GIL DE LA PISA ANTOLÍN. Se trasladó a Cuba con 17 años (set. 1945), en el primer viaje trasatlántico comercial tras la 2ª Guerra mundial. Allí vivió 14 años, bajo Grau, Prío, Batista y Fidel. Se doctoró en Filosofía y Letras, Universidad Villanueva, Primer Expediente. En 1959 regresó a España, para evitar la cárcel de Fidel. Durante 35 años fue: Ejecutivo, Director Gerente y empresario. Jubilado en 1992. Escritor. Conferenciante. Tres libros editados. Centenares de artículos publicados. Propagandista católico, Colaboró con el P. Piulachs en la O.E. P. Impulsor de los Ejercicios Espirituales ignacianos. Durante los primeros años de la Transición estuvo con Blas Piñar y F. N., desde la primera hora. Primer Secretario Nacional.