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La celebración del Año Nuevo es posible que sea la más universal y antigua de las que se tienen referencias desde hace 4.000 años, en Babilonia, cuando aún desconocían el calendario anual y los años daban comienzo con la siembra y finalizaban con la cosecha. Era festividad muy celebrada y de tal belleza, que las actuales se quedan cortas, incomparables en brillo y riqueza.

Ese día el Sumo Sacerdote se bañaba antes en el Éufrates, tras adorar a Marduk, dios de la agricultura, y rociaba con la sangre de un carnero los muros del templo en acción de gracias. Eran días de fiesta y también de balance: repasaban lo sucedido en el año y tomaban determinaciones para ser mejor personas y ciudadanos, y enmendarse en el entrante; pagaban deudas y devolvían lo prestado.

En todo caso era día de regocijo y ruido: bebían y comían en abundancia: quien podía, sacrificaba la mejor pieza del corral. La alegría era colectiva y se decía: “no es posible alegrarse el hombre solo”. Había desfiles y pasacalles, bailes de máscaras y cabalgatas, que comenzaban en el templo de Marduk y acababan en una ermita extramuros de la ciudad llamada “casa del Año Nuevo”. El sexto día de las celebraciones, actores enmascarados honraban a la diosa de la fertilidad con obras teatrales.

En Egipto representaban la renovación universal que el nuevo año suponía, recurriendo al simbolismo del hombre viejo de largas barbas y al adolescente como el niño que comenzaba; estos personajes llevaban un bebé en una cesta de mimbre. En el Museo Británico conservan la tapa de un sarcófago donde se ilustran estas celebraciones.

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Estas prácticas eran concebidas por los griegos en el siglo VII a. de C. En Grecia era costumbre desfilar ante el templo de Dionisos con un bebé metido en un cesto de mimbres. Eran tan populares estas fiestas en el mundo clásico que la Iglesia tuvo que transigir con estas festividades, incorporando al niño de Año Nuevo con la figura de Jesús.

El poeta latino Ovidio se refiere en sus Fastos, en el siglo I, que obsequiaban ese día una moneda y un tarro de miel, para expresar que el año que empezaba fuera dulce y próspero. Los romanos tenían por costumbre regalar en Año Nuevo tres higos secos, acompañados de hojas de laurel y ramitas de olivo; los ricos daban lucernas de bronce, los pobres de barro, en las que grababan palabras de buenos deseos y augurios para el año entrante. No permitían trabajar ese día y estrenaban una prenda de vestir, como antes hicieron los babilonios.

Durante 2.000 años, el Año Nuevo fue inicio del ciclo agrícola; por eso era el peor mes del año: el Sol no se hallaba en el sitio adecuado y no coincidía con equinoccio ni solsticio alguno.

La decisión de trasladar el inicio del año al uno de enero fue política; los altos funcionarios romanos, para mantenerse más tiempo en los cargos de renovación anual, alternaban la duración de los meses distorsionando así la realidad astronómica, el acontecer agrícola y la duración de los años, de modo que el 46 a. de C. Julio César tuvo que prolongar el año hasta los 445 días; fue el año de la confusión. El Senado puso coto a esta arbitrariedad, declarando primer día del año el uno de enero.

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El cristianismo, tras su triunfo en el siglo IV, prohibió la práctica pagana de Año Nuevo, que cambió por la Circuncisión del Señor, que llegó a perderse hasta la Edad Media. Sólo en España y Portugal se celebraba el uno de enero.

En ese día había que ser cuidadoso con lo que se hacía, ya que existía la creencia de que, lo que se estuviera haciendo a 12 de la noche del 31 de diciembre, se haría durante el año entrante, de ahí la costumbre de abrazar, besar, bailar, beber, reír… En las casas donde había enfermos eran éstos levantados de la cama.

Desde principios del siglo XX, tomar uvas el uno de enero para recibir el Año Nuevo, se convierte en una costumbre social que augura suerte. 

Antonio de Lorenzo