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Jaén había permanecido en manos del Frente Popular al inicio de la Guerra Civil. La Catedral de la ciudad andaluza se habia convertido en cárcel, a la que los comités revolucionarios de los municipios de la provincia y el de la propia capital traladaban a los detenidos acusados de ser “fascistas”, es decir: propietarios, militares, religiosos, falangistas,…
Ante la saturación de la improvisada prisión, que llegó a tener más de 1.300 presos, las autoridades del Frente Popular decidieron que los más “destacados” de ellos fueran trasladados a la cárcel de Alcalá de Henares. Para ello se organizaron dos expediciones en tren. La primera salió de Jaén el 11 de agosto con 322 detenidos a bordo, el segundo partió el día siguiente con 245 presos. Muchos de ellos no llegarían jamás a su destino porque fueron asesinados antes de alcanzarlo.
El primero de los trenes llegaba a Madrid el día 12 de agosto, a la estación de Mediodía. Cuando se disponía a retomar el camino hacia Alcalá de Henares, fue detenido por un grupo de milicianos liderado por Basilio Villalba Corrales, líder de las milicias que se habían formado entre los ferroviarios. Tenían la lista completa de los ocupantes del tren y pretendían hacerse cargo de los presos con la evidente intención de asesinarlos.
Tras una corta negociación con los milicianos armados que vigilaban, junto a dos docenas de guardias civiles, a los prisioneros, cedieron parcialmente a las exigencias de Villalba y sus secuaces y les entregaron a 11 de los detenidos que fueron fusilados inmediatamente en las vallas de la estación.
El segundo tren llevaba solamente escolta de la Guardia Civil. Cincuenta agentes eran responsables de la integridad de los 245 presos. El convoy fue detenido por milicianos cuando frenaba en la maniobra de aproximación a la estación de Vallecas. Inmediatamente el oficial de la Guardia Civil se puso en contacto telefónico con Manuel Muños Martínez, director general de Seguridad y máximo responsable de la integridad de los ocupantes detenidos que, al ser advertido de que los milicianos contaban con tres ametralladoras y de que estaban amenazando con abrir fuego contra los agentes si se negaban a entregar a los presos, dio la orden de entregarlos a las turbas que llevaron el tren al Pozo del Tío Raimundo.
De los 245 presos que ocupaban este segundo convoy, 193 fueron asesinados. Se les bajaba en grupos de diez o quince personas que eran colocados junto a un terraplen y ametrallados sin recibir el tiro de gracia, como quedó claro tras la apertura de la fosa común al término de la Guerra Civil.
Especial ensañamiento hubo con los miembros del clero, a juzgar por los testimonios dados por algunos de los supervivientes al acabar la contienda.
El obispo de Jaén, Manuel Basulto, y su hermana fueron asesinados individualmente por una miliciana llamada Josefa Coso “la pecosa” y el grupo que dirigía.
Otros testimonios han hablado que una de las víctimas fue un sacerdote, que al negarse a apostatar y blasfemar, fue asesinado a navajazos, rematándole con un estoque que llevaba a la cintura uno de los milicianos que participó en los asesinatos.
Los cadáveres fueron saqueados y los milicianos se repartieron, como botín, todos los enseres personales de sus víctimas.
Este primer asesinato en masa de la Guerra Civil fue presenciado por unas dos mil personas que animaban a los milicianos a agredir y no tener piedad con los detenidos.
Los milicianos que asesinaron a los detenidos del tren de Jaén aprovecharon para trasladar al lugar de las ejecuciones a 13 detenidos que tenían en el comité revolucionario de Vallecas para asesinarlos allí también. Esto explica que al abrir la fosa se encontrasen 206 cadáveres.
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