20/05/2024 07:56
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Se fueron las palabras en su rumor de ríos y volcanes, tomando la forma insaciable del poniente que ahí tenéis. Es una sombra feliz que discurre por el urzal quemado frente al fragor de los desfiladeros del origen del valle y escapa con los últimos jirones de la tarde. Y bien te lo dije: «Álvaro: Hoy las musas no quisieron bajar a visitarme». Me quedé solo en casa mientras la plaza de las Ventas, revienta desde el ruedo, y Román va a la enfermería, teñidas sus luces de sangre. Lágrimas como pétalos de flores entre las notas musicales de la trompeta de El Soro. El tinglado del fútbol abate París y Madrid al mismo tiempo, sin que nadie se juegue la vida. Algunos somos incapaces de entender el ruido y lo rehuimos; solo rogamos como monja de clausura que nos dejen vivir en paz en el hueco de un árbol, como la florecilla que nace solitaria al borde del camino. Eso es revisar la insolencia de la nada que somos y que para poco hemos de servir.

Los nombres de las cosas son el frágil cristal que puede romperse y partirse en mil pedazos, como los rayos del sol al estrellarse contra la superficie del agua. Así las mariposas se miran en el espejo de la lluvia de los lagos serenos. Así se quiebran los cristales en los inmensos cielos, tras los que tantos afirman que no hay nada. Allí nunca puede escucharse el rumor de la vida, ni verse una minúscula luz de esperanza entre la oscuridad infinita del universo y sus regiones en su noche perpetua. Gravita la música inaudible de las esferas y distancias y no hay nada, ni aparece la presencia de Dios, porque está aquí vigilante y con mayor justificación en las cosas más pequeñas e insignificantes con sus maldades.

Es un lento tacto de mármol sin sonido, como el futuro de un niño que ha sido abortado por la fuerza brutal de un decreto sin alma. Un clamor de pájaros encendido, anuncia el poderío de la noche. Son enigmas del linaje de otras vidas inconclusas, como cualquier cuerpo muerto que existe igual que un planeta. Están en los límites del río cantarín que va sobre las piedras blancas, y en el silencio del monte que se calla cómplice como un monstruo. Todo se rebela a esta hora de la tarde como un ejército listo para la batalla de su victoria. Se rebela contra Dios y la Nada. Y contra quien lo mira. No falta el crepitar de la última luz vengadora e interrogantes. Para qué tanto preguntar si nadie va a responder.

El pálido eco de la primer estrella azul, como un flujo de sangre, dibujará su rastro inhallable cual si resbalara por la suavidad de las praderas del bosque y los juncos besando este misterio que nos acaricia como niños. Por la misericordia de Dios resistimos de milagro hasta llegar a viejos como las hojas del roble que ni el invierno las entierra en la tumba de la nieve. Un poeta debe saber reír, llorar y sobre todo sufrir, cual ángel de destierro que es. Vive en su cueva callado esperando que no vengan sus depredadores.

Has llegado desde el barro primigenio para lucir un instante y marchar hacia tu oscura patria. La tierra vegetal exalta su conmovido furor de mayo y se levantan manojos de flores a la virgen de los milagros. Evocan la nostalgia de la perdida patria nuestra. La palabra fue un día el calor de la hoguera que alimentó la vida de los versos. El agua, el fuego, la tierra y el aire nos besó la frente. Y así llegó la quintaesencia de la vida que es la palabra, y en la pila bautismal se derramó sobre nosotros. Todo es historia y por eso nos la incendian. Llegamos de la remota montaña desnudos sin protección frente a los gritos del mundo, ebrios de sol y mensajes infinitos. Fue un presentimiento de mar que rompe en espumas verdes, como rosas quebradas por la brisa y peonías enhiestas. Trajimos los mágicos mensajes de los campos, el color amarillo de los álamos otoñales, soles cansados de brillar en los cielos, y la estrella de los vientos. Peregrinos del aire, abandonamos el remoto horizonte, cuando el poderío de la noche se abate sobre un cuerpo deshojado. Desgarramos nuestras vestiduras ante la voracidad de la muerte.

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