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Red Rocket (2022) cuenta una historia de redención donde nadie se redime. Un relato protagonizado por perdedores, crónica (a)moral de derrotados por las circunstancias, donde nadie es bueno aunque todos merecen serlo. Optando a la Palma de Oro en la sección oficial del Festival de Cannes, el director de culto Sean Baker (The Florida Project, 2017) vuelve a la pantalla grande con otra historia a caballo entre la comedia y la tragedia donde lirismo indie, picaresca posmoderna y naturalismo de lo cutre vuelven a darse la mano en un estilo visual californiano, muy personal y cuidado (el director de fotografía, Drew Daniels, es el mismo de la serie Euphoria, con la que la película de Baker tiene más de un paralelismo).
Vamos con la sinopsis: Mickey Saber (Simon Rex) regresa a Texas, de donde salió décadas atrás sin un duro y con la ambición de volverse una estrella del porno en California, para pedirle a su todavía mujer (Bree Elrod) y a la madre de ella (Brenda Deiss) que le acojan tras el fracaso de su carrera en el cine para adultos. Sin posibilidad de encontrar un trabajo estable, Mickey se dedicará a pasar droga a los estudiantes y obreros del lugar, al tiempo que conocerá a una bella adolescente (Suzanna Son) con la que iniciará una peligrosa relación. Al tiempo, retomará su amistad con su vecino acomplejado (Ethan Darbone), al que pronto le unirá un terrible secreto común.
Con ese deslavazado argumento, plagado de gags cómicos, sketches desconcertantes y escenas proclives a provocar tanto la carcajada como la mueca dolida, Sean Baker traza una versión posmoderna de esas historias de perdedores que tantas veces nos contó el Hollywood Dorado (aquí piensen en Paul Newman o en James Stewart). Con ecos visuales que remiten de manera directa a Malas Tierras (1973) de Terrence Malick y una poderosa imaginería indie, lo que consigue contar Red Rocket es algo puramente político: la cara B del Sueño Americano. Sin necesidad de predicar moralinas, como suele ocurrir. Para ello, el Sur estadounidense, representado en Texas, y el mundo del porno, que aparece de forma indirecta pero constante en la película, se elevan a la categoría de metáforas de lo que la sociedad americana quiere obviar pero no puede dejar de llevar incrustado en su interior: la soledad de la derrota y la miseria del abandono.
Los dos grandes logros, más allá del esplendor raro del filme, son la creación de un ambiente veraz y, sobre todo, las actuaciones de Simon Rex y Suzanna Son. Simon Rex fue actor porno y hay mucho de exorcización en su actuación: se trata de un papel visceral, que lejanamente recuerda (por más de una razón, me temo) al de Michael Fassbender en Shame (2011). En cuanto a la joven, talentosa y dolorosamente bella Suzanna Son, sólo resta decir que su papel es una revisión, en clave millennial, del que hiciera Sissy Spacek en la antes citada cinta de Terrence Malick. La veracidad de Simon Rex y la presencia de Suzanna Son consiguen traspasar la pantalla hasta perdurar en la memoria mucho más que el resto de la película.
Hay risas femeninas que son tan perfectas al punto de que uno no sabe si creérselas. Como la escena final de Red Rocket: un delirio producido por el deseo, la desesperación y el calor abrasador del sol en Texas. Uno no sabe si condenar o compadecer a su protagonista, aunque el director de la película se encarga de que el espectador no pueda dejar de comprender sus circunstancias: es lo que hace siempre un gran narrador. De tan veraniega que es, la última película de Sean Baker acaba resultando infernal.
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