22/11/2024 11:35
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Si tuviéramos que describir la situación político-intelectual del momento en términos meteorológicos, diríamos que el tiempo está desapacible. En el ámbito de las ideas, el ambiente se vuelve incluso irrespirable. La ausencia de debate constituye hoy en día la norma y, vemos multiplicarse, tanto en la esfera jurídica como en la de costumbres, actitudes y prácticas de exclusión cada día más gravosas e insoportables.
Para describir este clima han surgido nuevas expresiones. Ahora se habla comúnmente de «pensamiento único», de «nueva inquisición», de «políticamente correcto», o incluso de «policía del pensamiento». Estas expresiones son en sí mismas reveladoras de un regreso masivo de la censura, hecho que, evidentemente, no podemos sino deplorar. Pero en este ámbito, no basta con lamentarse. Hay que estudiar los mecanismos de esta nueva intolerancia, analizar sus verdaderos desencadenantes y sacar a la luz sus verdaderos objetivos.
Hablar de pensamiento único es evidentemente evocar esa situación en la que todo el mundo tiende a pensar igual o, más exactamente, en la cual las élites políticas y mediáticas sostienen el mismo discurso. Pero ¿por qué sostienen el mismo discurso? ¿Cuál es el origen de este prodigioso conformismo destilado hoy en día por los medios de comunicación?
A mi entender, hay que retroceder en el tiempo. Para captar la naturaleza del pensamiento único, hay que remontarse, sin duda, a finales del siglo XVII, momento en que bajo el auspicio de Descartes y Francis Bacon, van surgiendo las teorías que reinterpretan la política a la luz del espíritu técnico.
En esa misma época, otros dos fenómenos empujaban en la misma dirección. Por una parte, el incremento de poder de la esfera económica que, después de haber afirmado su autonomía respecto a lo político, comienza a impregnar las ideas con sus rasgos característicos: el cálculo racional en términos de costes y beneficios, y la reducción del valor de las cosas a lo meramente cuantificable. Por otra parte, la idea liberal de un Estado neutro desde el punto de vista de los valores, que se fija como norma no plantear nunca el problema de la buena vida o del bien común, es decir, el problema de los objetivos. Estos diferentes factores se aúnan dentro de una misma finalidad cuyo objetivo es el de sustraer de la vida política la influencia perturbadora del azar y de las pasiones, para así alcanzar una sociedad racional donde el individuo tenga el estatus de un átomo o una rueda, donde la armonía general sea el resultado de la voluntad de cada uno de perseguir su mejor interés, es decir, maximizar su utilidad individual.
Encontramos este esquema en el siglo XIX, en Augusto Comte y, sobre todo, en Saint-Simon, reconocido como el fundador de la tecnocracia. La idea fundamental de la tecnocracia, como escribió Claudio Finzi, es, en efecto, «(…) la convicción radical de la necesidad, para el bien de la humanidad, de traer al confuso y variable mundo de la política la precisión metodológica de las ciencias positivas y naturales. En otros términos, es conveniente sustituir el mundo de la incertidumbre política por el universo de la certeza científica y técnica (…)».
Vemos muy bien perfilarse los fundamentos del pensamiento único. En la perspectiva que acabamos de indicar, la sociedad no debe ser gobernada o dirigida sino administrada o gestionada. Se trata, como apunta Saint-Simon, de sustituir al gobierno de los hombres por la administración de las cosas. Desde ese momento, la política ya no consiste en decidir entre las finalidades, sino en determinar los medios, incluso los mismos partidos tienen como único enfrentamiento entre ellos la definición de los mejores medios para lograr los mismos fines.
Si la política es un asunto para expertos en gestión, entonces todo problema político no es más que un problema técnico, y ese problema sólo puede ser resuelto por medio de los recursos del cálculo racional, el cual debe permitir extraer una solución única que se impone lógicamente a la razón de todos.
Evidentemente, esta aproximación tecnocrática excluye al hombre de su propia historia. Desemboca por una parte en una neutralización fundamental de todos los sistemas de pensamiento o creencias incompatibles con ella y, por otra parte, en una desconflictualización de hecho de la acción política. En efecto, si la acción política no tiene nada ya que debatir sobre la elección de los fines, entonces la lucha por el poder y la competición democrática no tienen ya razón de ser, ya que es inútil luchar por algo definido de antemano. Los partidos podrán enfrentarse por los medios comparando sus respectivas soluciones, pero, en última instancia, los que detentan el poder sólo podrían actuar según las reglas de la ciencia y de la técnica, es decir, contando con los expertos.
Es necesario decir, pues, que el pensamiento único, examinado en sus fundamentos, representa en primer lugar la consecuencia de la invasión de lo político por parte del espíritu económico, y reduce los problemas sociales a problemas técnicos para los cuales sólo existe, por definición, una única solución.
En el siglo XX, la idea clave es que vivimos bajo el signo de la fatalidad, fatalidad representada por obligaciones objetivas que el «realismo» nos lleva a aceptar. Es también esta idea la que sostiene la creencia en un «fin de la historia» o «fin de las ideologías».
La conclusión que se deriva es la desaparición de hecho de toda posibilidad de desavenencia radical con el sistema mercantil de explotación capitalista. Se trata de esta forma, de aniquilar y de desmontar cualquier esperanza de desmontar cualquier voluntad de cambio en la sociedad.
Se trata también de legitimar una nueva forma de fatalidad, más alienante y desesperante todavía que los determinismos del pasado. La urbanización y el éxodo rural, la generalización de la clase asalariada, la omnipresencia de la técnica, la primacía de los valores mercantilistas, el aumento del individualismo, el modo de construcción de la Europa de Maastricht, por citar algunos ejemplos, han sido todos presentados como fenómenos inevitables, como tantos otros procesos sobre los cuales sería verdaderamente insensato cuestionar su valor, significado, oportunidad o finalidad.
En el plano mundial, el espectacular igualamiento, bajo el efecto del orden neoliberal, de todas las entidades colectivas, de todas las autonomías locales, de todas las especificidades político-culturales, es a su vez presentado como el resultado de un movimiento inevitable de mundialización. La regulación mercantil es vista, de igual modo, como el único medio de triunfar ante las crisis que golpean de frente al mundo capitalista.
Todo el discurso político actual se asienta sobre supuestas obligaciones ineludibles, que no son en realidad más que creencias ideológicas sistemáticamente presentadas como hechos objetivos que se imponen a todos.
Cualquier otro valor es rechazado como no pertinente, cualquier otra perspectiva es rechazada de utópica. Para el pensamiento único, poner en duda una de las afirmaciones de la ideología dominante es quedar fuera del debate.
Que esta evolución tenga como consecuencia el aumento del paro, el estancamiento o la caída de los salarios, la precarización del empleo, la exclusión de capas de la población cada vez más amplios, la destrucción del medio natural, la desorganización de las culturas tradicionales y la implosión del vínculo social no impide al pensamiento único reiterar, no sólo que la vía que propone es la mejor, sino que es también la única posible y que nos conducirá a la opulencia.
«El Homo economicus camina sobre los últimos hombres, apuntaba ya Paul Nizan; esta contra los últimos vivos y quiere convertirlos a su muerte.

Paralelamente, a iniciativa del Ministerio fiscal o de grupos de presión, vemos multiplicarse los pleitos cuyo objeto es acallar, pasando por caja, a los que molestan».

Autor

REDACCIÓN