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… prepara el camino al socialismo anticristiano

La filosofía moderna, debido a su influencia protestante, surge de la negación del concepto de Tradición, es decir, de su negativa a recibir y transmitir agradecidamente la esencia del ser y del pensar sin escindirlos. La tradición de pensamiento occidental, basada en la filosofía griega continuada por la revelación cristiana, fue rota por la Modernidad filosófica que así negaba sus raíces y pasaba a olvidar la importancia de la filosofía del ser aristotélica y tomista. El utilitarismo es consecuencia de ese escepticismo, de ahí que Julián Marías en Historia de la Filosofía, advierte en qué manera: «El desinterés por la verdad, que domina las épocas de falta de tensión teórica, suele unirse en ellas a la desconfianza de la verdad, o sea el escepticismo».

Si algo caracteriza nuestra contemporaneidad es cómo, en medio de continuas soflamas en pro del racionalismo, se ha procedido, primero a la ablación del intelecto especulativo con el arrasamiento de los estudios humanísticos, recuerda José Sánchez Tortosa en El culto pedagógico. El siempre incisivo P. Castellani en Cómo sobrevivir intelectualmente al siglo XXI, sentencia al respecto: «La introducción de la escuela laica, protestantoide y extranjerizante, y el monopolio estatal de la enseñanza, atrasaron y anemiaron nuestra educación». Segundo y consecuencia del anterior, la sustitución del ejercicio de la racionalidad ética por el sentimentalismo, sostiene Alasdair McIntyre en Justicia y racionalidad. Hasta el punto de convertir los sentimientos en leyes, como es el caso de los delitos de homofobia.

 

También en la propia Iglesia donde se han impuesto discursos semejantes. El racionalismo exalta la razón hasta el punto de presentarla como única fuente del conocimiento humano. Justo lo diametralmente opuesto a lo que enseñó siempre la Iglesia, de forma especial en la Constitución Dei Filius del concilio Vaticano I (1870).  Con esto se opone, por definición, a toda religión revelada y sobrenatural. El racionalista no podrá concebir nunca la revelación como una intervención divina, exterior al hombre. A lo sumo dirá que se trata de una intuición humana, a la cual responde la fe, como actitud existencial de la vida. Los dogmas de fe, por tanto, no podrían aceptarse como realidades objetivas exteriores al sujeto, sino como expresiones poéticas de la realidad, como dice Hegel en Fenomenología del espíritu (1807), o como sentimientos religiosos expresados en fórmulas, sostiene el modernismo descrito en la encíclica Pascendi de San Pío X.

 

El P. Castellani alude, en El Apocalipsis de San Juan, a la reducción antropocéntrica de la religión que opera esta corriente de pensamiento y que cada vez es más palpable en la Iglesia: «El modernismo es la última evolución del protestantismo liberal y es la herejía más sutil y compleja que ha existido y puede existir, de modo que sin duda será la religión del Anticristo. Porque concilia en sí las dos notas antagónicas con que San Pablo describe misteriosamente al Hombre de Pecado, y que hasta hoy parecían incompatibles: 1º. Será adversario de toda religión y culto; 2º. Se sentará en el templo haciéndose adorar como Dios. El modernismo deshace el catolicismo, apropiándose empero de sus formas exteriores, a las cuales vacía de contenido para rellenarlas con la idolatría del hombre».

 

Esta es la clave interpretativa de las siguientes palabras, con rancio regusto masónico, del padre ideológico de la actual extrema izquierda española. José Luis Rodríguez Zapatero, extasiado, confiesa a uno de sus corifeos, Suso del Toro, en Madera de Zapatero. Retrato de un Presidente: «En la medida en que he ido evolucionando y madurando, creo que la religión más auténtica es el hombre. Es el ser humano el único que merece adoración, es el vértice claro del mundo tal como se nos ha mostrado, tal como lo hemos llegado a comprender». No es de extrañar, entonces, que el narcisismo psicopático de Pedro Sánchez haya dado un paso más: el único que merece adoración es él mismo.

 

Con el racionalismo es posible construir un cristianismo de «rostro humano» muy atractivo. Propiamente hablando, no habría revelación: sólo existiría la razón, no habría fe sobrenatural, sólo existiría el sentimiento religioso. Hoy día se comprueban la tendencia racionalista en la valoración que se hace del elemento subjetivo de la fe y su reducción o negación de los contenidos intelectuales. La fe, se dice, no sería una «información», es decir, una comunicación de la verdad divina al hombre, sino una «postura ante la vida» «una experiencia», cuyo modelo original sería «Jesús de Nazaret». Esto es lo que los fieles escuchan tantos domingos y días de guardar.

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El escepticismo, al que da pie el régimen de opinión de la democracia liberal, escribe Rafael Gambra en El lenguaje y los mitos, debido a la legitimación de la pluralidad de opiniones contrapuestas, implica una contraditio in terminis, o sea tesis contradictoria u oxímoron. Pues afirma la imposibilidad de conocer la verdad, y esta afirmación pretende ser ella misma verdadera. Lo cual conduce al relativismo epistemológico y por consiguiente moral en que han desembocado los países occidentales. El escepticismo resulta en extremo problemático para la vida humana que no puede mantenerse flotando sobre el océano de la nada sin arraigar en las sólidas convicciones propias de la naturaleza humana.

 

A mediados del siglo XX, al calor de las teorías aperturistas expuestas por Friedrich Hayek en Camino de servidumbre (1944) y Karl Popper en La sociedad abierta y sus enemigos (1945), y con el telón de fondo de los horrores de la Segunda Guerra Mundial todavía dolorosamente gravados en la retina comunitaria, afirma el catedrático Ricardo Martín, en Historia del mundo actual, las élites políticas occidentales llegaron a una más que desafortunada conclusión. Las afirmaciones fuertes -Dios, patria, verdad, justicia-, conducían inexorablemente a la violencia, por consiguiente, habían de ser sustituidas por afirmaciones, débiles, suaves y relativas. De este modo, promovieron un cambio cuyos efectos están alcanzando hoy su fase terminal y convulsa, es decir, nihilista, escribe Peter Watson en La edad de la nada. La noción de «sentido» reemplazó a la de «verdad», la de «equidad» a la de «justicia» y la de «diversidad» a la de «unidad». Al tiempo que la política, disciplina otrora orientada al bien común, iba degenerando en una mezquina gestión de intereses particulares y las identidades nacionales eran disueltas en un homogeneizador globalismo, según R. R. Reno en su interesante obra El retorno de los dioses fuertes.

 

Las filosofías de Hobbes, Locke y Hume son las generadoras del liberalismo utilitarista de matriz protestante, y son quiénes propiciarán el nacimiento del socialismo y el comunismo, que se configuran como modos de utopismo o milenarismo pelagiano puesto que aspiran a fabricar el cielo, el paraíso en la tierra. Así lo expone Pío XI en la encíclica Divini Redemptoris (1937), y también lo advierte el historiador Jaime Vicens Vives, reconocido liberal de izquierdas, en Historia general Moderna. En el siglo XVIII, el anterior a la caída del Antiguo Régimen, se está configurando el futuro mundo burgués de una aguda división de clases según las riquezas de cada cual con la consecuencia del empeoramiento jurídico y económico de campesinos y artesanos. La historiografía liberal, propensa a exaltar el liberalismo como el gran remedio a los males de la ciudadanía, ha tardado bastante en reconocer y manifestar la conexión de estos hechos con la propia ideología liberal. Sin embargo, son hechos indiscutibles y extendidos, que rompen toda suerte de esquemas preconcebidos, recuerda Clemente Fernández en Los filósofos modernos. Hechos de los que el marxismo se aprovechará para hacer la crítica de la burguesía liberal, nacida de la Revolución francesa, y su sistema capitalista.

 

No casualmente Marx y Engels, ambos provenientes de la alta sociedad protestante y liberal germana, en la primera parte de su Manifiesto comunista (1848), hacen un canto de alabanza de la burguesía liberal. Pues sin ella -expresan-, sin su previa labor debilitadora y demoledora, a través del materialismo y el utilitarismo, de las fuertes convicciones religiosas heredadas del Medievo cristiano, el asalto que proponen al poder sería imposible. De este modo, a firma el Manifiesto comunista: «La burguesía es por sí misma producto de un largo desenvolvimiento, de una serie de revoluciones […]. A cada etapa de avance de la burguesía corresponde una nueva etapa de progreso político […], así sirvió para derribar el feudalismo».

 

El fascismo, como fenómeno revolucionario, pertenece también a la misma familia ideológica que el socialismo. En realidad, se trata de las llamadas izquierda y derecha hegeliana, también denominadas socialismo internacionalista y socialismo nacionalista, afirman tanto Alain de Benoist en Comunismo y nazismo como el profesor Sigfredo Illers de Luque en Nazismo y comunismo. Por ello también Pío XI condenó este movimiento en la encíclica, Non abbiamo bisogno (1931). A decir del Papa, se trata de: «una ideología que explícitamente se resuelve en una verdadera estatolatría pagana». Viene a dar lo mismo que el bien y el mal, lo justo y lo injusto sean decididos por la mayoría democrática o por el partido único. En todo caso es la libertad del hombre, sin referencia a Dios y a un orden natural, quien determina, en un positivismo jurídico, la verdad o la mentira. Todas estas ideologías son, pues, formas políticas de poder laicista, que niegan a Dios sustituyéndolo por el Estado, de esta forma pretenden procurar el bien común de los pueblos, rechazando la soberanía de Dios sobre el individuo y las naciones.

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La identificación de la nación con el Estado (comunista, fascista o democrático), constituye una idea estrictamente totalitaria, escribe Bertrand de Jouvenel en su clásico Sobre el poder (1945). Así, según la obra El Estado (1908) de Franz Oppenheimer, el Estado dejaría de ser la articulación de la comunidad política. Por lo que dicha ideología, teoriza el patriotismo como actitud de sumisión incondicional, servil a la voluntad a las oligarquías de los partidos políticos, basadas en la plutocracia, que dirigen el Estado. La participación democrática de las personas queda así reducida a la categoría de vistosa farsa.

 

La caída de los dioses «mal menor» y «voto útil»

A juicio de Francisco José Contreras en La fragilidad de la libertad, el liberalismo progresista o libertarianismo que representa el PP, no concibe la defensa de su causa como una lucha contra Dios, en el que o bien no cree o en el caso de creer es ubicado en lejanos páramos inoperantes de la conciencia. En todo caso, si es que existe, no es más que el Ser supremo de los deístas, que no se mezcla en absoluto en los asuntos de los hombres, que no interviene en la historia. Sin embargo, los liberales si que entienden la causa del liberalismo como una lucha contra los hombres e instituciones que se obstinan en afirmar la absoluta y universal soberanía de Dios sobre este mundo. Otro capítulo es que, desde 1965, haya sido la misma Iglesia quien ha abandonado el postulado del reinado social de Cristo, como lo demuestra la impresionante mutación en el contenido doctrinal de la solemnidad de Cristo Rey, posterior a la reforma litúrgica de 1969. La doctrina contenida en la encíclica Quas Primas (1925) de Pío XI ha sido sustituida oficialmente, aunque de modo silencioso e indoloro, por el vago humanismo horizontalista de la democracia cristiana inoculado en la Iglesia por Jacques Maritain, afirma Bernard Dumont en Iglesia y política. Cambiar de paradigma.

 

A este respecto, el P. Julio Meinville en De la cábala al progresismo (1970), afirma: «Al rechazar trabajar para la implantación de un orden civil cristiano, los progresistas vense obligados a aceptar la ciudad laicista, liberal, socialista o comunista, de la civilización moderna. Aquí radica el verdadero error y desviación del progresismo cristiano, en buscar la alianza con el mundo moderno».

 

Si bien es completamente cierto y permanece íntegramente vigente, el agudo diagnóstico que Jaime Balmes realiza en sus Escritos políticos: «los partidos conservadores conservan la revolución», no puede obviarse que el tiempo de las naciones católicas ya terminó. Su fin advino con el acta de defunción levantada por el Vaticano II al modificar, de facto y en parte de iure, «la doctrina tradicional católica» vigente hasta entonces y recogida en el Magisterio Pontificio. Documentos políticos. Lo cual provocó, unido a la aguda y persistente crisis en la que desde entonces se halla sumida la misma Iglesia, una secularización más rápida y profunda. Ya no existe ni la sociedad ni la familia cristiana, por lo que el camino a la restauración de un orden social cristiano no puede pasar por la aplicación, stricto sensu, de la sana doctrina filosófico-política tradicional hispánica. La sociedad poscristiana o apóstata no se encuentra preparada para ello en absoluto, sería como pretender que un bebé todavía carente de dientes deglutiera una ración de jamón ibérico o un cochinillo segoviano.

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Padre Calvo