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Hace una década padecimos una crisis económica brutal que en España nos llevó a la cifra récord de seis millones de desempleados. La explicación oficial fue achacar responsabilidades, por un lado, a los bonos basura del mercado inmobiliario en Estados Unidos ofertados por las principales entidades bancarias y, por otro, a los vicios de algunos bróker que despilfarraban en mujeres, coches de alta gama y mansiones multimillonarias el mismo dinero que obtenían especulando con los bonos basura. Al igual que con el crack de 1929, el contagio al resto del mundo sólo fue cuestión de tiempo, si bien en España teníamos un Ejecutivo que aseguraba estar todo en orden antes de proceder a aplicar las medidas dictadas desde instancias superiores: aunque haya quien lo ha olvidado, no viene mal recordar que los recortes durante la anterior crisis en España comenzaron con el Partido Socialista antes de ser ampliados por el Partido Popular.
Durante todo este tiempo aprendieron la lección y, aunque las crisis cíclicas del capitalismo no pueden corregirse, ahora las élites globalistas manejan mejor que nunca cómo transmitir las malas noticias a esa ciudadanía que nunca les ha votado pero les acepta de forma pasiva. No nos referimos a Pedro Sánchez culpando a Vladimir Putin y a Rusia de que suba en España la factura de la luz, porque eso es algo que ya venía ocurriendo desde antes de que la mayoría de los españoles supiera de la existencia de un conflicto bélico en Donbás. El gran cambio respecto a lo ocurrido hace diez años es que ahora el mensaje transmitido no es reprochar a la población que son necesarios recortes a causa de que han vivido por encima de sus posibilidades y toca pagar por la ruina ocasionada ante tan reprobable actitud, sino que es vital realizar sacrificios a causa de una guerra donde peligra la libertad de Occidente y por el bien del planeta para revertir el cambio climático. Sin duda, decir abiertamente que el proyecto globalista pasa por reformarse de arriba abajo y no son los de arriba precisamente quienes pagarán la factura no quedaría muy bien, así que optan por transmitir un mensaje que si cala se debe, entre otros motivos, al adoctrinamiento continuo realizado por los medios de comunicación de masas, para quienes el problema coronavírico ha quedado en un ultimísimo e inexistente plano.
Hay motivos de sobra para estar alerta. No son pocos los representantes políticos que han afirmado públicamente que nos esperan meses complicados. Simplemente el hecho de que hayan dicho en el pasado que todo iba bien cuando era evidente que no era así (cuya lista de ejemplos sería interminable) nos obliga a sospechar que las consecuencias provocadas por las absurdas decisiones geopolíticas de los últimos meses (en el caso de España, el problema con Argelia en beneficio de un Marruecos que no hace más que despreciar públicamente a nuestro país) van a salir incluso más caras que los fondos europeos de los que tanto ha presumido Pedro Sánchez (como si hubieran sido un regalo en lugar de un préstamo). No hace falta jugar a los profetas para saber que si la cesta de la compra no deja de subir como lo viene haciendo desde hace meses, tarde o temprano la propaganda del Gobierno no será suficiente para contrarrestar el malestar social. Y que no se prevean estallidos (por ahora) no significa que no asistamos a cambios profundos y radicales en nuestras sociedades, similares a los ocurridos tras el mayo del 68 francés: por aquel entonces hubo una oleada de victorias electorales conservadoras pero a la postre no variaron el rumbo emprendido por la inercia del liberalismo progre, del mismo modo que hoy se prevén futuros gobiernos de la derecha justo cuando las semillas de la propaganda woke han quedado implantadas en las mentes de la mayoría de la población, sobre todo entre la juventud.
Aquí entra en juego la Agenda 2030. Últimamente se habla mucho de este proyecto como si se tratase de un plan maligno de las élites globalistas, alfa y omega de todo lo que está por venir. Pero lo cierto es que la Agenda 2030 no es el origen de lo que nos tienen diseñado, sino la consecuencia de adonde nos ha traído el capitalismo en su etapa mundialista y, sobre todo, sus valores. Hace poco se publicó un artículo en El Español donde varios jóvenes explicaban las razones por las cuales no piensan tener hijos; y si una parte de la juventud ha asumido el discurso antinatalista justificado en excusas tan peregrinas como el cambio climático no se debe a que así lo deseen los redactores de la Agenda 2030 y tengan el poder suficiente para meterles esa idea en la cabeza cuando y como deseen, sino porque esos jóvenes han asumido a la perfección el espíritu de los tiempos hedonistas y materialistas que vivimos, y ese proceso comenzó mucho antes de que nacieran los ideólogos de la Agenda 2030, siendo la consecuencia de ese espíritu la negativa a sacrificar frivolidades como acudir a un festival de música por tener hijos (obviamente, el aspecto material influye mucho pero no es decisivo en su totalidad). Ocurre algo similar cuando se confunde la sustitución demográfica que se está produciendo en varios países europeos como consecuencia de la inmigración extraeuropea, fomentada por un capitalismo que necesita un ejército de reserva para mantener lo más bajos posibles los salarios, con la existencia de un presunto plan secreto que se cumple inexorablemente con el fin de destruir la civilización europea. Confundir causas y consecuencias es un inmenso error que lastrará, sobre todo, a quienes afirman negarse al incierto y oscuro porvenir que nos espera. Y es que, por muy siniestra que resulte en el fondo, la Agenda 2030 no es el Anillo Único de Sauron para atarnos a todos y someternos a las tinieblas, pero sus apologistas sí son los orcos dispuestos a erradicar el mundo tal y como lo conocemos para convertirlo en un páramo siniestro.
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