18/05/2024 09:15
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En estos tiempos de descarado adoctrinamiento ideológico progre camuflado como industria del entretenimiento no viene mal revisionar el cine de Eloy de la Iglesia. A pesar de su condición de hombre de izquierdas y homosexual, lo cierto es que no es un director especialmente reivindicado por los ‘progresistas’ de hoy. No es de extrañar, teniendo en cuenta que los gobiernos de Felipe González le vetaron el acceso a las subvenciones públicas debido a que su estilo sórdido y de denuncia no encajaba con el relato que entonces había que transmitir desde las instituciones del Régimen del 78, el de una España recién liberada de una oprobiosa dictadura que de la noche a la mañana se había vuelta progresista y moderna, admitida entre el resto de países del mundo y donde todo iba maravillosamente. Pero lo cierto es que el trabajo de Eloy de la Iglesia, con independencia de que se comparta o no su denuncia, merece la pena de darse a conocer a las nuevas generaciones para que éstas sepan lo que es el cine de verdad.

En El diputado nos encontramos a un hombre de buena posición social, hijo de un adepto del franquismo, que forma parte del Partido Comunista e incluso aspira a ocupar la secretaría general (de entrada, semejante pedigrí no podemos esperar encontrarlo en el cine actual, donde los izquierdistas hijos de franquistas directamente no existen, entre otros motivos porque echaría por tierra el discurso de la memoria histórica). Este diputado es un hombre casado que a la vez tiene deseos homosexuales, conocidos por su mujer pero no por sus camaradas comunistas (otro detalle que jamás hubiera aparecido de haberse rodado la película por otro director en el 2022, donde seguro que tanto el PCE como su militancia hubieran sido gayfriendly desde el primer día). A lo largo de la película se deja caer cómo era la situación de los homosexuales durante el franquismo, ya que no dejan de salir referencias a encuentros furtivos en urinarios, cines y descampados entre hombres de buena posición social con muchachos curiosos o, simplemente, necesitados de dinero (dato importante para los jóvenes: el cruising no lo han inventado los que venden el colectivo LGTB como un estilo de vida progresista y sofisticado, sino que es un anacronismo de otra época que algunos se empeñan en mantener por puro fetichismo en una sociedad que ha normalizado determinadas orientaciones).

No obstante, el director izquierdista de una película rodada en plena Transición no se ahorra detalles en exponer el contraste entre los homosexuales burgueses (ahí queda la escena de un grupo de varias edades tirado en el salón de una casa mientras se pinchan heroína y esnifan cocaína, impensable en el cine woke, donde el consumo de drogas parece exclusivo de jóvenes y de profesionales liberales rebosantes de masculinidad tóxica) y los jovencitos a los que pagan para saciar sus deseos (lumpenes de barrios marginales, tal y como llegan a definirlos). Es más, tal vez la mejor escena de la película es cuando el chavalito con el que anda liado el protagonista le viene a reprochar que los rojos que conoce no son como el diputado, ya que «no tienen pasta ni son maricas«; eso hoy en día ha cambiado, ya que no es extraño que entre los progres herederos de los antiguos partidos izquierdistas haya algunos que reivindiquen su condición de homosexuales como un asunto de militancia política, pero lo que se mantiene inamovible es que los cargos políticos, previos a su entrada en ese mundo, ya cuentan con una situación patrimonial muy ventajosa, lo suficiente para dedicarse plenamente a esa tarea, impensable para un ciudadano del montón que desempeñe una jornada laboral de cuarenta horas semanales.

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Los villanos de la película son, como cabía esperar, la extrema derecha. Compinchados con las fuerzas policiales, los ultras atacan puestos y pegadas de carteles de los comunistas, que en todo momento aparecen como gente pacífica y civilizada frente a los violentos fascistas y reaccionarios; es más, incluso ante la comparativa de las diferentes acciones violentas que estaban teniendo lugar por aquella época, el protagonista reivindica sin reparos que el terrorismo etarra estaba justificado en la oposición al franquismo mientras que los ataques ultraderechistas lo son a la democracia y a toda la sociedad. No obstante, del mismo modo que hay aspectos de la película que han envejecido bien, aquí no es el caso: estrenada en 1978, pronto quedó demostrado que el terrorismo etarra iba mucho más allá del régimen político franquista, aunque haya quien lo siga justificando con el mismo argumento. Respecto a la violencia protagonizada por la extrema derecha durante la Transición, cabría decir que la actividad de los llamados descontrolados obedecía más a los intereses del momento de las cloacas del Estado (algo que refleja muy bien la película Camada negra) que a unos maquiavélicos fachas del barrio de Salamanca aprovechándose de unos chaperos con promesas remuneratorias para hundir la carrera política de un enemigo, porque el terrorismo de extrema derecha ni de lejos alcanzó el volumen de organización ni de apoyo social que sí tuvo el terrorismo etarra y, en cambio, siempre daba lugar a reacciones institucionales y sociales destinadas a marginar aún más a un entorno político que, según algunos creen todavía hoy, habría sido amo y señor del Estado hasta 1975; por no decir que las acciones violentas protagonizadas en muchos casos por los descontrolados de la extrema derecha, al contrario de las ocurridas con las realizadas por la extrema izquierda, obedecían más a los impulsos momentáneos de sus protagonistas que a una disciplina organizativa. Y lo cierto es que la explicación política sobre por qué determinados sectores cayeron en la irrelevancia la encontraremos más en películas como De camisa vieja a chaqueta nueva y Las autonosuyas que en El diputado y Camada negra.

 

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Gabriel Gabriel
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