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Artículo publicado en «Fuerza Nueva» 23 de octubre de 1971

 

Motivo de grave preocupación debe ser, sin duda, para el Jefe del Estado, como lo es para muchos españoles, el hecho de que el enemigo derrotado el primero de abril de 1.939 no haya desaparecido. La afirmación rotunda de Franco en su discurso de la Plaza de Oriente, del pasado mes de octubre, reitera la que con muy bre­ve antelación había hecho en San Sebastián el pasado septiembre.

La preocupación, sin embargo, no puede confundirse con la sorpresa. A nosotros, al menos, no nos sorprende ni nos deja perplejos que el enemigo exista y trabaje. La victoria militar de los ejércitos nacionales no pudo suponer la aniquilación de la ideología adversa, ni impedir la retirada de los vencidos a cuarteles foráneos para rehacerse, ni obtener la renuncia de quienes más allá de nuestras fronteras, habiéndose considerado beligerantes, estaban y están dispuestos a continuar prestando su ayuda a quienes dentro o fuera del país deseen continuar de cualquier modo las hostilidades.

De aquí, que el abandono de la vigilancia que la paz re­quiere para ser mantenida sea un error. La paz no es un descanso, es un modo distinto de continuar la puesta en vigor de los ideales que hicieron imprescindible la Cruzada. Cuando se entiende que la paz fluye de sí misma, como algo inmanente que no precisa de custodia, se incita al enemigo a entrar en acción, y una puerta, que parecía cerrada, se entreabre con ligereza para permitirle el paso.

La primera incitación al enemigo para reaparecer entre nosotros ha partido de dentro de la casa. Hasta que esa incitación no se produjo, el enemigo estaba delimitado, en posiciones conocidas, luchando en nuestras montañas o moviendo sus hilos en las cancillerías extranjeras o en la O.N.U. A ese enemigo, que no había desaparecido, pero que estaba ahí, con posturas frontales y agresivas, que no deseaba ningún género de reconciliación, que conocía su derrota, pero que se negaba resuelta y obstinadamente a hacer la paz, le supimos contraponer nuestra razón y nuestro tesón; y de nuevo salimos vic­toriosos.

De aquí deducimos que Franco, en su discurso, no alude a una desaparición imposible del enemigo, sino al hecho de que ese enemigo, desplazado y alejado, se encuentra de nuevo en España. Es verdad que «el peligro continúa amenazando al mundo entero», pero es a nosotros, como españoles, a los que nos toca evitar que en nuestra patria ese peligro, que superamos con un esfuerzo heroico, nos amenace otra vez, con el añadido, aún más sangriento si cabe, de la revancha.

Si esto es así, las preguntas que razonando con lógica nos debemos hacer, son las siguientes: ¿Quién es el enemigo?  ¿Dónde está? ¿Cómo trabaja?

La primera pregunta tiene una respuesta fácil. Si la ideología del Movimiento nacional responde a unos postulados antiliberales y antimarxistas y descansa en unos principios que responden a la consideración cristiana del hombre como eje del sistema y portador de valores eternos, de la patria como unidad de destino en lo universal, del Estado como instrumento al servicio del bien común y de la solidaridad entre los hombres, las tierras y las clases, promocionando o imponiendo, según las circunstancias, las re­formas sociales y económicas que son precisas para lograrlo, está claro que el capitalismo liberal, cuya fuerza es enorme, y el mar­xismo que, después de la última guerra universal, impone su tiranía en una gran parte del mundo, continúan siendo los enemigos de España, enemigos mucho más audaces y poderosos que durante la Cru­zada. Tales adversarios no pueden perdonar ni tolerar que la fachada del régimen, su aspecto exterior, sus declaraciones programáti­cas, sigan siendo las mismas.

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De otro lado, por lo menos tal es nuestra composición de lugar, España permanece aún como algo diferente. Esa diferencia personalizadora, que algunos quieren borrar para sumirnos en el gris irrelevante de una mera sociedad de consumo, produce la irri­tación agresiva de nuestros enemigos. Y la produce porque la originalidad del sistema español, su discrepancia, es algo así como un llamamiento a la conciencia universal y, muy en concreto, a la conciencia de Europa y de Hispanoamérica. En la confusión universal, en la entrega generalizada, el caso español constituye algo insólito e imperdonable, algo que es preciso borrar y raer, no sea que cun­da el ejemplo y que los países, al escuchar la llamada, despierten al conjuro de su propia revolución nacional y popular.

La estrategia del enemigo consistió en estudiar sicológicamente a nuestro pueblo. Y como nuestro pueblo reacciona empecinadamente unido cuando se le acomete, la táctica que se inició fue la de doblegarnos por dentro, la de dividirnos, utilizando todos los métodos posibles para conseguir el despegue, la desconfianza, el recelo y la división.

Por eso, a la pregunta ¿dónde está el enemigo?, la contestación responde que fuera y dentro de España. Lo que ocurre es que, si el adversario exterior se denuncia con cierta diafanidad, el interior se adapta al sistema con hábil mimetismo, se introduce en él y lo aprovecha o lo destruye. Todas las posibilidades han sido ensayadas. “Si se nos impiden los actos públicos de propaganda, hagamos recitales poéticos, canciones-protesta, representaciones teatrales, concursos de novelas». Y esta consigna, amparada en ro­pajes de cultura, de acercamiento a Europa, de captación de artis­tas y escritores que no recatan su hostilidad al Régimen, se ha puesto en marcha y ha desplegado toda su fuerza demoledora. El he­cho bien actual, no obstante el oficialismo de la convocatoria del mes de octubre, de que oficialmente se admita poco después el nom­bre de Pablo Neruda en muestro teatro, a pesar de su feroz antifranquismo, pone de relieve hasta qué punto el señuelo de la política cultural nubla los ojos de algunos o brinda un pasaporte fácil a otros.

En esta línea de pensamiento, el Régimen, que se ha que­dado, además, sin un sector importantísimo de la prensa, se halla inerme ante la deformación gradualmente masiva e intensiva de la sociedad española, y de un modo especial de las generaciones que, por no haber conocido los estragos y brutalidades de la revolución marxista, las razones que hicieron inevitable la Cruzada y el heroísmo de una de las mejores generaciones españolas -la que comba­tió en ella y por ella-, se sienten perplejas y en zozobra interior ante una de las contradicciones más graves del momento. La juventud se pregunta: ¿Si fue precisa una guerra para defender los nobles ideales que se proclaman, por qué razón el Régimen tolera que se menosprecien, ridiculicen y pisoteen? ¿Por qué no hemos recibido la formación moral y política que tanto sacrificio deman­daba, aunque no sea más que en evitación de otro más grande, que, a la fuerza, y por tanta desidia, es posible que en un futuro próximo tengamos que realizar?

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La tercera pregunta ¿cómo trabaja el enemigo? apenas ne­cesita contestación escrita. Los hechos son tan evidentes y tan cercanos que bastaría recorrer apresuradamente con la mirada un resumen de noticias, para darnos cuenta que si “el enemigo intenta dividirnos”, ha comenzado a contabilizar éxitos en su favor. Yo diría más: no sólo nos ha dividido, sino que nos ha atomizado, al extraer el máximo beneficio de las imperfecciones de una empresa humana, como lo es la tarea política. Las diferentes orientaciones doctrinales y tácticas de los grupos falangistas y tradicionalistas, la desilusión de muchos militantes, el proceso gubernamentalizador del Movimiento, han dado lugar a un vacío que sólo llena, a falta de organización y de disciplina, el instinto del pueblo que le hace responder con espontaneidad y unanimidad en las coyunturas difíciles o decisivas de la Patria.

De otra parte, la táctica de aprovechar ese noble instinto «porque sí», para dar por canceladas responsabilidades no esclarecidas, puede tener como consecuencia, no sólo el hastío de los hombres que perseveran en su fidelidad, sino su repulsa encolerizada al saberse objeto de una maniobra que sale a la luz con curioso arte procesal.

Si, como ha dicho Franco, «una España dividida sería una España vencida», pensemos, razonando con lógica, si no ha llegado el instante de terminar de una vez con los ensayos políticos que han dado origen a la división y elevar a la altura que les corres­ponde, en la teoría y en la práctica, los Principios de los que fluye la unidad.

Claro es que ello supone otro género de cambios, que al lector no se le escapan, cambios que entendemos son indispensables para decir que «no y mil veces no a cualquier arbitrismo que pretenda hacernos volver al anárquico punto de partida», pues, con pa­labras igualmente de Franco, «el pueblo que no aprenda de la Historia está condenado a repetirla».

Pero del tema de la división y del de los partidos, que es su secuela, nos ocuparemos con más amplitud en un próximo artí­culo.

 

Autor

REDACCIÓN