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Caminando por el Paseo del Prado en sentido sur por la acera del Museo, entre el Real Jardín Botánico y el antiguo Ministerio de Agricultura –obra del extraordinario arquitecto Ricardo Velázquez Bosco–, podemos ver un monumento en medio de un pequeño parterre. Fue erigido en 1900 en honor de Don Claudio Moyano y Samaniego, inspirador de la más consensuada y duradera ley de educación que ha habido en España: la Ley de Instrucción Pública, promulgada en septiembre de 1857 y vigente durante más de un siglo.

La escultura fue realizada en bronce por el prestigioso escultor Agustín Querol, autor también, por cierto, de los pegasos que coronan el ministerio anteriormente citado. Sobre un alto pedestal cuadrado de granito se yergue la estatua del prócer. Está de pie mirando a la glorieta, tiene un libro abierto en su mano izquierda y, con paciencia, parece leernos su Ley. El pedestal descansa sobre una base en cuyos cuatro lados están adosados otros tantos excelentes relieves en bronce. En el frontal vemos una cartela artística sostenida por la figura de la Fama y en ella se lee la dedicatoria “al EXMO. SR. D. Claudio Moyano y Samaniego, por los grandes servicios prestados A la instrucción pública. el profesorado español. año 1900”. En la cara posterior, Moyano lee un proyecto de ley en la tribuna del Congreso; y en los laterales, una alegoría del “Ángel de las escuelas” y otro relieve nos muestra a la reina Isabel II firmando la Ley que tanto bien hizo a nuestro país.

Claudio Moyano (Fuentelapeña, Zamora, 1809 – Madrid, 1890), catedrático de Economía y Derecho, rector sucesivamente de las universidades de Valladolid y Madrid, y ministro de Fomento en tres ocasiones durante el reinado de Isabel II, estaba convencido de que la instrucción pública era algo esencial y una tarea del Estado. Merced a su inteligencia y talante conciliador, fue capaz de poner de acuerdo a conservadores, liberales radicales y liberales moderados para sacar adelante su proyecto. En unos tiempos en los que probablemente más de dos terceras partes de nuestros compatriotas eran analfabetos, Moyano logró que las Cortes aprobaran una “ley de bases” instando al Gobierno a estudiar y desarrollar una ley de educación que fuera aceptada por todos. Esa ley de bases fue el escudo que permitió desarrollar y dar estabilidad a la Ley de Instrucción Pública, conocida desde entonces como Ley Moyano.

Su contenido se dividía en cuatro secciones, cada una con sus correspondientes títulos y capítulos. La sección primera se ocupaba de los estudios (Enseñanza primaria, Segunda enseñanza, Enseñanza superior –sólo en universidades públicas- y Escuelas de Magisterio); la segunda sección trataba de los establecimientos de enseñanza; la tercera, del profesorado, y la cuarta, del gobierno y administración de la Instrucción pública. Además, preveía la atención a niños ciegos y sordomudos «en los establecimientos especiales que hoy existen y en los demás que se crearan con este objeto«.

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En aquel texto podemos leer algo revolucionario en su momento: La Enseñanza primaria será obligatoria desde los 6 hasta los 9 años y gratuita para los que no pudieran pagarla. En el presupuesto del Estado se consignará anualmente la cantidad necesaria para auxiliar a los pueblos que no puedan costear por si propios la instrucción primaria…

Y otras cosas completamente revolucionarias hoy en día:

La Gramática y Ortografía de la Academia Española serán texto obligatorio y único para estas materias en la enseñanza pública…

Claudio Moyano no sólo persiguió desarrollar una norma válida para todo el territorio nacional. Logró que su Ley perdurara en el tiempo y no fuera modificada con cada cambio de Gobierno. En 1887 dijo en el Senado: «Lleva mi ley treinta años en vigor… Esta ley ha durado y durará muchos años porque, esto puedo decirlo muy alto, fue una ley nacional, no de partido…»

Exceptuando la Ley de Ordenación de la Enseñanza Media de 1953, –Ley Ruiz Jiménez–, que abolía el «examen de Estado» y desarrollaba el bachillerato en dos ciclos, el elemental y el superior, previos al llamado curso preuniversitario, –y que no fue una ley orgánica–, todas las leyes “educativas” posteriores han ido en contra del espíritu que animó a Don Claudio. Todas las leyes orgánicas de educación en democracia y aun antes –Ley Villar Palasí, 1970–, se han dirigido en el sentido opuesto: afianzando la división entre los españoles al dotar de impunidad a los caciques autonómicos y extendiendo la ignorancia en virtud de un igualitarismo criminal que sólo puede darse a la baja.

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Santiago Prieto
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