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G.K. Chesterton -grande no solo por su físico voluminoso sino por su intelecto magno- cuenta una anécdota curiosa sucedida en España, más precisamente en Cataluña, Tarragona, durante su estancia en 1935. El más “español” de los intelectuales ingleses, escribe que en un momento de su viaje se percató que lo que más se conoce de España por los periódicos británicos son los partidos políticos anticlericales, en contraste con la rica vida popular y el buen humor que nadie puede saborear plenamente a menos que se venga personalmente por estas tierras.

Chesterton dice: “He advertido que nunca hay nada nuevo en las noticias, y que las cosas que el viajero descubre no son nunca las cosas de que los periodistas informan. Por ejemplo, lo que más me sorprendió, en primera y última instancia, en España, fueron los niños, especialmente los niños pequeños y las relaciones de los padres españoles con los niños pequeños españoles. El cariño de padres e hijos en este país es uno de los grandes poemas de la cristiandad. Tiene, como una joya llena de sorpresas, cientos de hermosas facetas y, en especial, este aspecto supremamente hermoso: la de ser un puñetazo en el ojo del viejo y mentalmente sucio pedante de Freud”.

Sentado a la mesa de un café junto a otro viajero inglés miraba a un niño pequeño que jugaba con un arco y unas flechas y que cada tanto, después de dispararlas por doquier, volvía cariñosamente a los brazos de su padre, que era el camarero. Su compañero viajero le preguntó qué había en Tarragona digno de verse. Chesterton estuvo a punto de decirle que era justamente lo que tenía delante de sus ojos: el niño arquero y su padre. Advirtió que en realidad conocía poco y nada acerca de ello pero que tenia una vaga idea acerca de Escipión y Tarragona. No estaba seguro si había nacido, muerto o enterrado allí.

Nuestro orondo personaje recordó entonces que Escipión era llamado el Africano y de ahí surgió un manantial de ideas relacionadas con el continente negro: Aníbal, Cartago, Moloch… Entonces comentó a su desprevenido compatriota y poco interesado interlocutor, que los cartagineses adoraban a un dios maligno llamado Moloch y que sacrificaban en su honor a gran cantidad de niños pequeños en sus sangrientos rituales y que Escipión derrotó a Cartago cuando Cartago estuvo a punto de derrotar al mundo entero. Chesterton concluye: “Mi compañero no contestó nada y yo continué mirando al pequeño arquero. Y pensé que Apolo fue un dios pagano; y me sentí satisfecho de que semejante dios solar acabara con la serpiente púnica, y de que, incluso ante la fe, aquellas antiguas flechas derribaran a Moloch para todos nosotros”.

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Hoy vemos como Cartago vuelve a resurgir de sus cenizas. En un ritual global al maligno dios Moloch, sediento de sangre inocente, los nuevos cartagineses intentan acabar con la civilización heredera de Roma y la Cristiandad.

El duro y afable Chesterton, en su paso por España poco antes de morir, vio en ese pequeño niño y en sus flechas lo mejor de la Tradición encarnada en la esperanza en el futuro. La inocencia de la infancia lleva también como misión acabar con el mal de la serpiente. Pero también sin olvidar, hoy más que nunca, la necesidad de un Escipión que se enfrente, derrote y acabe con Cartago y sus dioses del mal.

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José Papparelli