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Al finalizar la Guerra de la Independencia contra Francia, la debilidad del Estado hace que la inseguridad se apodere de los caminos españoles. Los bandoleros habían sido un mal endémico en España desde la época romana y un fenómeno muy extendido durante el periodo musulmán, pero es desde 1814 cuando se adueñan literalmente de los caminos del país. Tal situación demandaba la creación de una fuerza que pusiera freno a tal estado de cosas, y a tal efecto se hicieron algunos intentos, no muy afortunados, de organización de cuerpos de vigilancia para la represión del bandolerismo. En 1820 el Marqués de las Amarillas, intentó la creación de una «Legión de Salvaguardas Nacionales«, proyecto muy bien elaborado pero que fue rechazado en las Cortes; posteriormente en 1823, se organizaron los «Celadores Reales«, y en 1833, los «Salvaguardias Reales«; pero ninguno de estos cuerpos tuvo larga vida. Las secuelas de la Primera Guerra Carlista (1833-1840) vinieron a agravar este lamentable estado de cosas y llegó a ser imprescindible la creación y organización de un cuerpo activo y eficaz, que pusiera fin a tal estado de deterioro de la paz ciudadana y el orden público. A tal efecto, durante el Gobierno de Luis González Bravo, cuyo ministro de la Gobernación era el Marqués de Peñaflorida, dispuso que, en el año 1844, se creara una fuerza policial de doble dependencia, al estilo de la Gendarmería europea.  Por ello, se dispuso la creación de la Guardia Civil por Real Decreto del 13 de abril de 1844. Al mes siguiente, con otro RD del 13 de mayo se organiza definitivamente el Cuerpo gracias a los desvelos de Don Javier Girón y Ezpeleta, segundo Duque de Ahumada, con el cual nacerá el Instituto Armado, convirtiéndose en una máquina eficaz para la lucha contra el bandolerismo que asolaba nuestra Patria; según estas reformas el Cuerpo quedaba sujeto al Ministerio de la Guerra en lo referente a organización, personal y disciplina y al de Gobernación en relación a los servicios que habría de prestar a la ciudadanía. La primera intervención del recién creado Cuerpo de la Guardia Civil tuvo lugar en Navalcarnero, el 12 de septiembre de 1844, al evitar el asalto de la diligencia en Extremadura.

Después de esta breve memoria de creación de un Cuerpo eminentemente militar en sus orígenes y planteamiento organizacional es necesario, hoy, tratar de este aspecto con suma claridad dado que hay quien quiere olvidar el carácter de tan insigne Cuerpo.

Es falsa la posición «progresista» del militar que profesa el oficio sin espíritu de misión y sin conciencia de su importancia y dignidad, como es falso el supuesto de una disciplina voluntaria válida para un medio social sin homogeneidad y necesitado de exquisiteces morales.

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Es un tópico trivial abominar de lo militar y de la guerra, como estigma de baja civilización. Ortega que, por otra parte, no es precisamente un militarista, ofrece en más de una ocasión una visión más certera de la realidad. Es un error pretender que sea un indicio de alta civilización ser pacifista; quizá lo que ocurra es que no se es pacífico por ser civilizado, sino que la civilización nos viene de nuestro amor a la paz y, precisamente por lo mismo que este amor a la paz nos fuerza, en ocasiones, a hacer la guerra.

Y es que la desordenada ilusión del pacifista camina siempre hacia una profesión de internacionalismo, cuyo primer punto programático es el antimilitarismo contrario al régimen deontológico de la Guardia Civil.

Luego, naturalmente, viene el conflicto con todas sus miserias, nuestros dolores y nuestros quebrantos; y, tras de ello, los mismos que la refutaron científicamente imposible y moralmente condenable, intentan despachar su recuerdo con unos minutos de silencio -con lo que eluden hablar con Dios para pedirle por los muertos- y con un homenaje al soldado desconocido, ingenioso hallazgo que pretende liquidar toda cuenta de admiración y de gratitud con los héroes identificables, corpóreamente presentes en lugares y tiempos determinados como lo son los asesinados por bandas terroristas.

Esta operación de escamoteo se realiza a beneficio del principio, casi fundamental, de la política democrática que se conoce como supremacía del poder civil; después de concluido el conflicto, y, sobre todo después de ganarlo, ha habido verdadera prisa para tratar de olvidar los méritos de quienes se han distinguido en él, porque importaba disipar la inquietud inspirada por el prestigio que pudieran adquirir los hombres de la Guardia Civil vestidos de uniforme. Se trata de un agudísimo recelo que suscita inevitablemente la adhesión fervorosa a aquel principio.

Y es de tal finura la susceptibilidad democrática, que aún donde no hay propiamente Cuerpos Armados doctrinalmente militares, como en Suiza, hay quien combate el sistema de milicias, por considerar que conduce directamente al militarismo antidemocrático; lo que constituye una demostración más de que cualquier refugio de la disciplina y cualquier escuela de orden estorban a ciertas gentes en la misma medida que el patriotismo les resulta enojoso.

Para no declararlo demasiado abiertamente, los hombres cautos que padecen de este mal sentimiento, incluso dentro del Cuerpo, como el reciente nombrado Diputado por un partido político que prefiero no nombrar, suelen ampararlo en excelentes razones. Las más elementales se obtienen componiendo una figura humana del militar profesional privada de todo; es una tarea al alcance de las imaginaciones más modestas.

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Yo no soy más que un Guardia, podíais decir; como si ser un Guardia fuera poco, y este poco estuviera reñido con el saber. El antimilitarismo que se da en un sector de la Guardia Civil es, como la mayor parte de las actitudes negativas, un implícito reconocimiento de la superioridad de aquello que se impugna. Nada ilustra esta afirmación mejor que el apresuramiento con que los antimilitaristas adoptan las formas y los modos más banalmente castrenses, en cuanto se ven en posición propicia para hacerlo.

Ahora surge en una parte del Cuerpo el tipo teratológico del Guardia Civil antimilitarista. Los caminos abiertos a un adversario sagaz, para llegar hasta él son infinitos; el más accesible, generalmente, es el de lisonjear su vanidad. Hacerle imaginar que entre sus compañeros es el más inteligente porque es el que acierta a comprender las miserias de su profesión; sugerirle la idea de la superioridad intelectual que revela al sentirse incómodo y discrepante entre los suyos; excitar su imaginación hasta ponerle en trance de imaginar que produce argumentos nuevos o, cuando menos, que aporta comprobaciones experimentales de los argumentos ya utilizados…

De este modo, iniciado en los inefables misterios, comienza las murmuraciones de sus compañeros. Si por ventura sintiera turbada la conciencia, no faltará quien le diga que censurar a un compañero no es detraer al Cuerpo; a sabiendas, de que, al decírselo, le engaña.

Es cierto que esta fiebre antimilitarista remite en las horas de peligro; ha debido ocurrir siempre así, y por mi parte termino diciendo que esta raza de hombres siempre desdeñada o glorificada con exageración con arreglo a la medida en que la nación la encuentra útil y necesaria, son, para lo bueno y para lo malo, soldados de oficio.

¡¡¡VIVA LA GUARDIA CIVIL¡¡¡ ¡¡¡ VIVA ESPAÑA¡¡¡

Autor

REDACCIÓN