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La “memoria histórica” avanza en todo el mundo. Los que crean que es un fenómeno local de España harían muy bien en revisar sus opiniones. El asunto no tiene nada que ver con las luchas seculares entre pueblos europeos que hoy poco pueden ofrecernos, dado que los mismos problemas se producen en países que en el pasado solventaron sus diferencias en el campo de batalla. Ingleses, alemanes, suizos, españoles, italianos, etc, tienen en común pertenecer a la misma civilización europea cristiana. Con sus diferencias, guste o no, pero es así y alegrarse por los males de uno implica asumir la idea totalmente pueril de que los males se circunscribirán solo al afectado, en vez de extenderse por todas las tierras vecinas. Hemos visto caer en los EEUU no solo las estatuas de los generales confederados, sino también la de Cristobal Colón y Fray Junípero Serra. Independientemente del contexto histórico y las circunstancias de Stonewall Jackson o Colón, no importa lo que estos hicieran sino el hecho incontestable de que los acusadores son los mismos y reclaman los mismos trofeos: la vergüenza y el auto-desprecio de la civilización europea. Buscan inocular una especie de enfermedad auto-inmune, que acabe con nosotros, los europeos, y nos entierre. No es de extrañar por tanto que el “channel 4” del Reino Unido presente una serie de televisión donde Ana Bolena es negra: todo con tal de alejar a los europeos de su historia, todo con tal de que los europeos dejen de reconocerse en aquello que les es propio.
En este caso, queremos informar de un hecho lamentable porque se ceba, no en este o aquél personaje cuya trayectoria pueda ser discutible, si no en las víctimas que nada hicieron. El pasado día 23 de abril unos desconocidos incendiaron un caserón de 800 años de antigüedad perteneciente al señorío de Guthmannshausen, en Turingia, Alemania. La localidad es famosa por el memorial que rinde homenaje a los 12 millones de víctimas civiles que murieron a consecuencia de las deportaciones, expulsiones, bombardeos terroristas y políticas planificadas de hambre durante y después de la Segunda Guerra Mundial. El caseron destruído reunía conferencias y actos periódicos en honor a las víctimas y a la historia de Alemania, con la intención de reconciliar a los alemanes con su pasado. Ninguna culpa es eterna ni ningún pueblo puede sobrevivir odiándose a sí mismo.
En la escuela franquista, al menos a mi, se enseñaba el respeto a los muertos fuera quienes fueren. Pero el odio desatado por los dirigentes de esa charca pútrida -el Estado alemán- contra “la derecha” ha conducido a que ni siquiera los muertos puedan ser honrados. La metástasis moral que supone el dirimir las discrepancias políticas justificando o jaleando crímenes injustificables del pasado es hoy carta común en la República Federal Alemana, en la que las manifestaciones que alaban las “hazañas” de bombardeos terroristas sobre población civil en Dresden, Hamburgo o Dortmund, perpetradas por las democracias occidentales, por poner unos ejemplos, no consituyen “delitos de odio” pero sí las opiniones históricas vertidas por una anciana de 92 años, Ursula Haverbeck, en un video de 6 minutos. Así, mientras que los primeros son “antifascistas” y luchan “por la democracia”, Ursula Haverbeck ha pasado casi dos años en prisión por opinar ¡con 92 años! A veces me pregunto si toda esta locura no tendrá consecuencias en la vida cotidiana de tanto burócrata enfermo y hará que intenten navegar con el coche o volar desde el alfeizar de su “loft” neoyorquino. Esta chusma normalizada, cuya única coartada es el reconocimiento que les otorga estar en el poder, cree que cualquier argumentario puede conjurarse con los calificativos totémicos de nuestro tiempo –“fascista”, “xenófobo”, “islamófobo”, etc- pero en realidad, si se vieran obligados a dar cabal razón de su hostilidad pronto aparecería bien claro que solo el dinero y el poder que ejercen les justifican. Fuera del poder no son nada ni nadie.
Pero lamentablemente, las ideas de que se puede discutir en pos de la verdad y de que ésta se fortalece en el debate -más aún, la idea de que el hombre puede conocer la verdad con su esfuerzo- han cedido hoy el puesto a un soviet ideológico que dice que debe y qué no debe pensarse. Ellos te imputan los peores crímenes y lo demuestran con su prensa, para después exterminarte civilmente.
Cada vez me convenzo más de que la solución a los problemas del mundo deben esperarse antes del Mas Allá que del más acá, hoy ya casi totalmente envilecido. Uno dijo ser el camino, la verdad y la vida. Tres cosas de las que nuestro mundo se ha apartado radicalmente. Quizás de todos los errores de nuestra época el desprecio a la verdad sea el más terrible y de más funestas consecuencias. La primera es que, se sepa o no, implica cavar la propia fosa, como demuestra que hoy ya casi nadie piensa en si lo que dice es o no cierto. Los hombres actúan cegados por la necesidad imperiosa de “tener razón” y ser reconocidos a cualquier precio. De ahí que el temor al ninguneo funcione a las mil maravillas sobre todo dentro del mundo académico, periodístico y político. Esta patología acabará alcanzando a sus propios promotores.
Por estas razones, frente a las peores amenazas la verdad debe ser siempre reivindicada como ideal y aspiración suprema que jamás debe ser sacrificada en el altar de la política partidista. Es preferible un silencio honorable que intentar salvarse a costa de la verdad.
Solo de la verdad nace una fuerza invencible que en la hora más oscura despuntará en el horizonte para renovar al mundo.
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