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En el otoño volvemos a ser niños. El recordar que es volver a vivir, suele encenderse cada otoño. Aún no tenía los años que se pueden contar con los dedos de una mano, cuando mi abuelo me sacó a conocer el otoño. La campiña era un cuadro de hermosura y perfección. Era mi primera salida campestre de observación natural, y mi abuelo dijo para sí: Estoy en el otoño de mi vida, próximo al invierno perpetuo. Como nada entendí, se conoce que por eso no me lo dijo a mí. Por entonces los otoños tenían el color del oro viejo, la melancolía del recuerdo de juventud, y eran plácidos y reposados, alargados como la sombra del ciprés, con ese sosiego que pesa en el corazón cansado del viejo soldado que cosecha más derrotas que triunfos.

Los días se sucedían con ese áureo vientecillo que parodia el tiempo dormido. La tierra no paraba de girar sobre su eje oxidado, una vuelta cada 24 horas, ni detenía su caminar en la elíptica que traza alrededor del sol, hasta cumplir las 365 vueltas que marcan las cuatro estaciones y vuelta a empezar el ciclo anual. Lástima que mi abuelo, no hubiera cumplido algún ciclo más, pues efectivamente, al acabar aquel otoño, se fue para el invierno perpetuo que había anunciado.

Su marcha tan inmediata cerca de aquel día dejó una herida en mi alma de niño que empezaba a conocer el mundo, con cierta dificultad. Sólo la experiencia que dejan los años pudo curar aquel doloroso interrogante abierto que parecía irremediable.

También mi amor por la naturaleza empezó aquel día que mi abuelo me sacó por primera vez a conocer el campo, las tierras que él sembraba y los prados donde se segaba la hierba. Los caminos, los árboles y las fuentes. Todo era especial y lleno de sentido. Estaba atento a los labios de mi abuelo para verlos despegarse y contarme algo, pero el pobre ya estaba tocado por la muerte y sólo algunas frases sueltas murmuraba para sí. Tampoco andaba ya mucho por lo que mi paso breve de niño se ajustaba al suyo cansado del trabajo constante y del sufrimiento de la guerra. Iba agarrado a su mano y sólo miraba hacia delante, ensimismado con todo lo que iba descubriendo. Llegamos a un montículo que hacía de atalaya con buenas vista en todas las direcciones. Nos sentamos en unas piedras y cuál no sería mi sorpresa cuando la gata Manola estaba allí con nosotros. Allí en medio de tanta naturaleza, porque nos había seguido desde casa sin que yo me hubiera enterado. Mi abuelo la acarició por su fidelidad y compañía, mientras ella levantaba el rabo agradecida y contenta. Luego yo quería hacer lo mismo pero como nunca lo había hecho sentía un poco de reparo. Por fin me decidí y le acaricié el lomo, que la hizo levantarse y olerme la cara como para reconocerme de la casa y como expresando que estaba encantada de incorporarme a la manada familiar. Finalmente me dio un beso en la cara que me hizo estremecerme. No daba crédito de que la gatita pudiera quererme tanto. Quizá fuera al verme tan pequeño.

Todo aquello me pareció maravilloso; pasado el tiempo no podía explicarlo porque la emoción turbaba mis palabras. Que mi abuelo me sacara al campo por primera vez a descubrir la grandiosidad del otoño y que la gata me quisiera, entre tanta belleza natural, como su prolongación, era todo algo tan grande que rayaba la dimensión de lo inefable. Tardé en entenderlo.

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Continuaron transcurriendo los otoños desde entonces, como caen las hojas inevitablemente del calendario, y me parece un espejismo que ya sea más viejo que lo fue mi abuelo. Estamos en manos del destino y muchos cruzan el otoño sin saberlo ni intuirlo y les sorprende el invierno. Las sorpresas no son buenas a cierta edad, y es mejor acertar en los vaticinios sobre uno mismo. No quebrarse la cabeza, ni en la temeridad ni en la ignorancia, porque la última verdad reside en el espíritu de cada cual. Lo mejor es estar preparado para la muerte.

Hay que aceptar las leyes de la naturaleza, al igual que las leyes de los hombres para vivir en paz, pues cuando se logra vivir así, también se muere en paz y la muerte no es más que un mero trámite sin importancia. Al final nunca puede faltar la misericordia de Dios.

Si algunos hombres no se rebelaran contra la naturaleza echando la culpa del mal que ellos generan a otros hombres, la vida sería muy distinta, y la muerte también. Nadie elige nacer, y por lo tanto nadie puede rebelarse contra sí mismo ni contra los demás. Mi abuelo tenía razón, sólo se decía las verdades íntimas a sí mismo, porque nadie se las iba a entender y porque a veces las palabras pueden encender la pólvora. Eran sus últimas verdades que musitaba para sí, mientras mi curiosidad se enloquecía por entenderlas. Y se las llevó sin que nadie las supiera.

A la postre, por la buenas o por las malas, la naturaleza impone su ley, y el nacer, crecer, reproducirse y morir, no tienen más importancia que aquella prueba que nos ha jugado el destino. No pasa nada porque llegue el otoño, el último otoño o estación de partida en nuestro viaje. Y hemos de embarcar con ilusión en el último y desconocido traslado. Pues siempre el otoño nos da su ejemplo, y tiene su razón de ser, cuando la madre naturaleza llega al máximo esplendor de su belleza y aún, el otoño nos regala sus frutos.

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REDACCIÓN