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El amor a la Patria, decía Jovellanos, no es «aquel común y natural sentimiento, hijo del amor propio, por el cual el hombre prefiere su patria a las ajenas», sino «aquel noble y generoso sentimiento que estimula al hombre a desear con ardor y a buscar con eficacia el bien y felicidad de su Patria tanto como la de su misma familia; que le obliga a sacrificar no pocas veces su propio interés al interés común; que uniéndole estrechamente a sus conciudadanos e interesándoles en su suerte, le aflige y le conturba en los males públicos y le llena de gozo en la común felicidad».

El patriotismo como virtud es también un complejo de gratitud, servicio y sacrificio, a cada uno de cuyos ingredientes se liga una gama de exigencias que constituyen los deberes para con la Patria. Pero mal pueden cumplirse estos si cada una de esas virtudes elementales no fueran orientadas hacia algo trascendente, en la generalidad, como es Dios. Tienen, en efecto, estas virtudes un elemento común en el alma del hombre, la abnegación; y la abnegación tiene su raíz y fundamento en la moral religiosa.

Sólo en ella puede apoyarse un patriotismo juicioso, tan ardiente como el que más pueda serlo, pero respetuoso con la personalidad humana, y sometido rigurosamente a las leyes humanas y, lo que es más importante, a las divinas.

Con esta segunda limitación el juramento de fidelidad que la Patria exige de sus hijos eleva las obligaciones militares así consagradas, en nuestro caso, a la categoría de deberes religiosos. Por algo en otro tiempo se llamó al juramento de fidelidad «sacramento militar».

Pero no es bueno que nadie se obligue tan estrechamente al cumplimiento de unos deberes que no conozca bien desde cualquier puesto, sea el que fuera, en la vida política, social y militar. Una vez más, debo recurrir a la Deontología, pero añadiendo para con ella que es necesaria la educación, el entrenamiento patriótico.

Esta es una tarea a la que ha de dar carácter preferente los gobernantes de España, aquellos que tienen como deber orientar la educación nacional, no sólo el sentimiento de Defensa Nacional. Y para el caso no hay ambiente más apropiado que el del Ejército, tal y como se desprende de las decisiones de los responsables políticos de Francia. No es que el Ejército se declare arbitrariamente depositario de las esencias patrióticas por el hecho de estar llamado a defenderlas con las armas; lo que sucede es que en el devenir histórico, cuando los grandes señores que asumían la representación nacional, fueron extra vertiéndose, europeizándose, y, si se quiere, internacionalizándose en cierta medida, el sentimiento patriótico nacional se fue reflejando sobre aquella última línea, tan recia, de la nobleza, constituida por hidalgos, en otras partes llamados gentil hombres, el hombre de la nación. Y como de esta clase de hombres se nutrieron durante mucho tiempo los cuadros de los Ejércitos, fue en estos donde viene a residir el más acendrado sentimiento patriótico.

Al estallar en París la revolución de 1830 que llevó al trono a Luis Felipe I, la Guardia Real, junto con otras fuerzas, salió a la calle para sofocarla. Muchos oficiales del antiguo Ejército se acercaron a las Unidades empeñadas en la lucha, para ofrecer sus servicios. Eran sujetos de buen seso que comprendían lo que se estaba jugando en la partida; sólo hombres alejadísimos de los Ejércitos pueden poner en boca de un militar de limpias virtudes y de juicio tan claro que «nosotros no hacemos la guerra civil».

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Si la Patria, tradición, vida actual, y propósitos de futuro, corre peligro de perderse sin una intervención armada, nada sería menos patriótico que renunciar a ella por escrúpulos sin fundamento.

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REDACCIÓN