15/10/2024 05:36
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Esta mañana he madrugado de lo lindo para disfrutar un baño en el mar sin vigilancia y sin amenazas de uso obligatorio de mascarilla. Sí, han leído bien, porque en Andalucía y en otros lugares es obligatorio llevar ese incómodo elemento asfixiatorio en todo momento y en todo lugar, hasta en la playa. Excepto en el momento del baño, vaya por Dios, qué privilegio. Sólo faltaba que tuviésemos que nadar y a la vez hacer flotar el «bozal» en el agua, sólo faltaba que nos ahogáramos para prevenir el puñetero Coronavirus.

Uno de los pocos placeres gratuitos de esta vida es pasear por la orilla del mar libremente y hasta eso nos quieren quitar, y lo más perverso es que es supuestamente en pos de una seguridad y un cuidado de la salud general que rozan lo claustrofóbico amén de la ilegalidad. Con el uso obligatorio de la mascarilla se consigue justo lo contrario, ya que su uso nos impide respirar libremente el yodo, las sales marinas y todos los beneficios de sobra conocidos del mar regalados en toda su grandeza.

Observo a la gente a pie de orilla desfilando con mascarilla con una mezcla de lástima e indignación. Indignación por el lavado de cerebro al que los están sometiendo y lástima por su nula capacidad de crítica y cuestionamiento al Sistema. Borregos, simplemente veo borregos por todas partes.

La metáfora perfecta de este absurdo continuo en el que vivimos la pude ver hace unos dias en la calle, no sin estremecerme por la crudeza irónica que irradiaba la escena. Una persona sin hogar, acostada entre cartones y ropa sucia, con su mascarilla puesta. Por supuesto, no tiene casa, ni comida, ni nada, es un «outsider», un ser ajeno al sistema, pero no representa un peligro ni atenta contra nada porque lleva ese pequeño elemento de normalización con el que pretenden uniformar a la masa.

Estamos actualmente en presencia de un régimen político obscenamente intrusivo en la vida de las personas. Y por supuesto, hay que defenderse. Ahora, pequeños trucos como comer o beber por la calle- también fumar, aunque en mi caso tras dejar el tabaco hace más de diez años ni se me pasa por la cabeza- hacen que el omnipresente uso de la mascarilla pueda sortearse de forma más o menos satisfactoria, no sin generar cierto nivel de estrés en personas responsables y rebeldes sólo con buena causa.

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Ante este panorama, se hace más necesario que nunca reivindicar el tratado sobre la Desobediencia Civil de Thoreau, ahora que nuestras libertades y derechos fundamentales sufren recortes progresivos y cada vez más restrictivos. Porque señores y señoras, siento decirles que ya están aquí los «nazis de la mascarilla». Hoy mismo iba paseando por la calle, guardando adecuadamente la cacareada distancia de seguridad y un abuelo gruñón me ha espetado con cierta agresividad: «la mascarillaaaaaaa», y todo porque la llevaba ligeramente bajada para poder beber mi café recién comprado. 

¿A qué extremos estamos llegando en que ya no podemos beber o comer un café o un bollo recién comprado por la calle con tranquilidad?. ¿Esto es libertad, esto es Democracia, esto es Estado del bienestar? Va a ser que no. Prefiero pillar el virus antes que someterme a esta censura constante de cada paso que damos. Es insoportable la intromisión permanente del Gobierno en nuestras vidas.

En la Alemania nazi señalaban a los judíos, ahora te señalan o se te quedan mirando como si fueras un alienígena si no llevas el bozal atado y bien atado. Los tiempos cambian, la estupidez humana permanece. Durante el confinamiento ilegal al que estuvimos sometidos, había miedo y paranoia a salir a la calle, miedo a la multa, al vecino delator y cotilla, miedo a ser señalado. Ahora podemos salir a la calle pero- ¡oh, sorpresa! – hay un nuevo elemento de acoso y denuncia: el uso o no uso de la mascarilla. No contentos con eso, la amenaza de un nuevo confinamiento ondea en el aire intentando impedir el disfrute de la momentánea libertad tan deseada por todos.

Porque aquí a nadie le importa nuestra salud, no sean ustedes ingenuos. Aquí se trata de otra cosa, se trata de tener al ciudadano siempre asustado, siempre en tensión, a la defensiva. Que baje Dios y me diga si ese estado permanente de alerta y estrés perpetuo no es mil veces peor que cualquier virus. Como mínimo baja las defensas, el estrés siempre es perjudicial y no hay que ser médico para saberlo. No contentos con estar cargándose la economía del país con su chapucera gestión de la- supuesta – pandemia, ahora quieren asfixiarnos poco a poco. Nos están «matando suavemente» como dice la canción.

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Y para ello se entrometen en nuestra intimidad de una forma cuasi ilegal, si no, ilegal en su totalidad. ¿Por qué, para probar mi eximente del uso de la mascarilla, tengo que enseñar mi historial médico a un policía?, ¿por qué tengo que revelar datos sanitarios que estan especialmente protegidos por la ley? Es que, sencillamente, no tengo que hacerlo.

El ser humano no nació para ser esclavo de un sistema dictatorial, abusivo e intimidatorio; nació para ser «libre e independiente», como bien recitó Kennedy en su último discurso antes de ser asesinado, presumiblemente por el mismo grupo que ahora nos quiere convertir en una masa de esclavos robots felizmente amordazados, en todos los sentidos posibles.

Tras todo lo dicho, tengo la cada vez más cierta sensación de que por parte de las autoridades sólo buscan fastidiar al personal, agobiarnos con medidas más y más limitadoras, nos quieren quitar la espontaneidad, la naturalidad cotidiana, la alegría de vivir, y eso es lo realmente grave.

Porque cuando perdemos eso ya sólo nos queda dejarnos morir, y no de Coronavirus precisamente.

Por Inma del Moral Ramos

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