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Quien más y quien menos ha escuchado alguna vez, por parte de algún tremebundo votante de izquierdas, que los curas no deberían hablar sobre política y que los empresarios representan a los ricos explotadores. Ah, y que las personas que rechazan a otros simplemente por ser de otro lugar son racistas, xenófobos y prácticamente Satán reencarnado. Quienes enarbolan esos discursos, si todavía les queda alguna neurona útil, se encontrarán en estos momentos muy confundidos. ¿Cómo es posible que Pedro Sánchez, presidente de un gobierno que se proclama de izquierdas, haya reprochado a la derecha que no se unan al obispo que opina sobre cuestiones políticas y al representante de la patronal explotadora en cuanto a las presuntas bondades de indultar a los mártires laicos del secesionismo catalán, es decir, personas que despectivamente denominan a los descendientes de no catalanes como charnegos y que se niegan a que los recursos económicos de Cataluña puedan invertirse en otras regiones? La realidad, una vez más, estampa un sopapo de cruda realidad en el rostro del progre.
Hemos de reconocer que el Gobierno se va superando a la hora de justificar sus embustes. El listón quedó elevado con la subida de la luz camuflada como una oportunidad de ahorrar dinero a base de lavadoras al llegar la medianoche, o con el anuncio de que el nivel de vida empeorará de aquí al 2050 presentado como un proyecto de readaptación al nuevo contexto. Ahora llega que indultar a los cabecillas del desafío secesionista que infringieron la legislación vigente, reconocieron lo orgullosos que se sentían de sus acciones y manifestaron su voluntad de repetir, es abrir una nueva etapa entre España y Cataluña, como si pudiera hablarse de dos comunidades políticas diferentes en lugar de una integrada en la otra. Al final lo de menos es el papel decorativo del monarca que ostenta la Jefatura del Estado. Lo peor es la maldad con que el gabinete sanchista miente impunemente a los españoles: cualquiera con unos conocimientos mínimos sobre la Historia de España sabe que lo ocurrido en Cataluña durante la última década no es un problema provocado por las legislaturas de Mariano Rajoy, sino un mal que desde el siglo XIX ha venido protagonizando diversos desafíos al poder central de turno, y contra eso no hay diálogo e indultos que valgan, y mucho menos cuando es el propio Estado español quien ha renunciado a instruir a los catalanes en la verdadera Historia de España y ha aceptado que sean los propios negadores de esa verdad quienes se hagan cargo de la juventud.
Contra la propaganda secesionista no sirve apelar a la Constitución. En primer lugar, porque esa misma Carta Magna alude en su artículo 2 tanto a la «indisoluble unidad de la nación española» como a las «nacionalidades y regiones»; el conflicto, por mucho que no quisieran verlo cuando lo redactaron, quedaba a la espera del momento idóneo para hacerlo estallar. Pero es que las legislaciones, por muy elevado que sea su rango, siempre son susceptibles de reforma y esas posibles reformas no entienden de la necesidad de mantener la unidad política del territorio, sino de los intereses del partido (o partidos) con mayor influencia en el momento de abrir el melón constitucional. Se equivoca la derecha en pleno si el único argumento al que pueden recurrir sus portavoces es que los indultos o las exigencias de los secesionistas suponen un insulto a una Constitución que ni ellos mismos creen en realidad (o si no, que nos recuerden cuándo se han afanado por hacer cumplir estos «patriotas constitucionales» el derecho a una vivienda digna recogido en el artículo 47); si bien más triste resulta cuando salen en defensa del monarca florero.
El recochineo de la piara secesionista ante el anuncio de Pedro Sánchez ha sido el esperado. Hasta el más crédulo de los votantes socialistas sabe que indultar a Oriol Junqueras, los Jordis y demás calaña no sólo no va a resolver ninguna tensión entre el Gobierno central y la Generalidad catalana, sino que la agresividad del desafío irá en aumento ante la humillante bajada de pantalones protagonizada por el mismo individuo que tiempo atrás declaró contra tal posibilidad. Pero la culpa no es exclusiva de Pedro Sánchez, quien hace todo esto por mantenerse en una poltrona a la que no le ha sido fácil llegar y cuyo talento, como podemos intuir por su tesis cum fraude, es el de un caradura y un oportunista, no el de un estratega; si en Cataluña asistimos a un repliegue institucional del Estado español, tal y como ha ocurrido y está ocurriendo en otras regiones, debemos achacarlo a un entramado político y económico (el Régimen de 1978) cuyos integrantes organizados por diferentes instrumentos (Casa Real, Ibex-35, partidos y sindicatos mayoritarios, patronal) llevan décadas trabajando única y exclusivamente por sus propios intereses y no por los intereses de los españoles como comunidad política. De aquellos polvos estos lodos, dice el refrán que suele citarse muy a menudo en estas situaciones. Por no servir, ya no sirve ni rezar: el clero católico hace tiempo que apostó al caballo ganador del secesionismo.
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