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PALABRAS, IDEAS, REALIDADES

– IX – El gran acierto inicial de Franco

Publicado en «El Imparcial», el 7 de octubre de 1979

  

Quiero dejar bien sentado, antes de examinar el binomio Monarquía liberal-República presidencialista, como ya tuve ocasión de insinuar, que una cosa fue la Monarquía franquista y otra la Monarquía que quiso Franco. La Monarquía franquista, la que el pueblo español ha vivido mientras Franco ocupó la jefatura del Estado, era un régimen monárquico auténtico, pero sin Rey, y, por tanto, sin dinastía.

La Monarquía que Franco instauró, se proyectaba como un régimen monárquico auténtico en el que el jefe del Estado no sólo había de ejercer sus funciones a título de Rey, sino que daba origen a le continuidad dinástica, -tal y como preveía el art. 11 de la Ley de Sucesión.

El gran acierto inicial de Franco, en el área del Derecho Constituyente, consistió en hacer de la Monarquía como unidad de poder, que ya exis­tía como substancia bajo su mando, una Monarquía con continuidad hereditaria en la persona del Rey, como forma clásica, pero no esencial, de la misma, que custodiase y garantizase en el tiempo aquella substancia.

Ya hemos visto que las cosas no han sido así; que ese proyecto se truncó y desbarató con el cambio; y que se impidió un ensayo en plenitud que demostrara donde era necesaria o conveniente la reforma. Se prefirió echarlo todo a rodar, precipitadamente, abriendo la fortaleza a los enemigos de la Monarquía, cuya fundación se completaba a la muerte de Franco. La falta de prudencia política de los reformadores jugó un papel decisivo para el éxito de la maniobra, dando lugar a que, no yo, sino muchos españoles que aman sinceramen­te a España, nos preguntemos si, para el caso de que ya no fuera viable -por haberse invertido la solución- la Monarquía proyectada, lo sería, no como mal menor, sino como bien posible, una República; pero, naturalmente, presidencialista, con unidad de poder, aunque sin continuidad hereditaria en la jefatura del Estado, al servicio de la unidad, la grandeza y la libertad de la Patria. No es mi planteamiento, por consiguiente, y como dice Ruiz Gallardón, un plan­teamiento falso, aunque, desde otro punto de vista, pueda ser incompleto. Pero incompleto tan sólo si pueden presentarse, y aún hay tiempo de ensayarlas, Mo­narquías que no se identifiquen con las que hemos examinado como punto de par­tida: la absoluta, la tradicional y la liberal.

Tampoco puede, a mi juicio, entenderse la alternativa como funesta, tal y como la califica Ruiz Gallardón, afirmando que, en una República presidencialista, por vía de votos, “es más que posible que su titular fuera un lacayo del marxismo, más o menos enmascarado». Pues bien, por la misma razón, en un régimen de Monarquía parlamentaria, por mayoría de votos -toda vez que la voluntad popular es soberana- puede derribarse el liberalismo coronado y elegirse o un liberalismo sin corona o un sistema marxista. Más aún, en la ac­tualidad hay Monarquías con jefes de gobierno marxistas o con jefes de gobiernos que consensuan con el marxismo y procuran fortalecerlo. De este tipo de Monarquía tenemos, por desgracia, un ejemplo cercano.

Lo que ocurre es que la Monarquía que anhelan los verdaderos mo­nárquicos -y Ruiz Gallardón, no obstante su distanciamiento del franquismo y aun de su lucha contra él, lo es, sin duda alguna- es la Monarquía que Franco delineó en sus coordenadas esenciales, y un referéndum clamoroso ratificó. No se trata de una Monarquía franquista que, evidentemente, resulta imposible sin Franco, al ser su «figura irrepetible», como asegura Ruiz Gallardón, sino del «régimen político que había de sucederle, bajo el signo de la Monarquía», como clave de la continuidad, y que, para serlo, debía configurarse con los apelli­dos que la diferencian de sus caricaturas.

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¿Y acaso la Monarquía que Franco quiso, católica, tradicional, social y representativa, no es substancialmente la misma que el señor Ruiz Ga­llardón quiere?, es decir, «una Monarquía no partitocrática, pero sí fundamentada en la democracia; respetuoso con las peculiaridades regionales, pero defen­sora de la unidad inconmovible de la única Patria común; una Monarquía, en fin, con un Gobierno fuerte, y no entregado al consenso y a la cesión continuada.

Pues si es así, y aún se considera posible reconstruirla, no obstante la reforma, el cambio, la ruptura y la derogación absoluta de las líneas maestras de su ordenamiento jurídico, constitucional, queridos y sancionados debidamente, ¡manos a la obra! No sería yo quien regateara mi esfuerzo para lograrla.

Pero la tarea no debe ser demasiado fácil, como no lo es macha­car el espejo y después pegar los trozos, pretendiendo la tersura original y la limpieza de la imagen. Al sancionarse, el 4 de enero de 1977, la ley para la reforma política, José Zafra, profesor de Derecho político, escribió en la revista «Nuestro Tiempo» un primoroso artículo titulado «Constitución españo­la: otra vez a la deriva», en el que luego de afirmar que «la institución mo­nárquica no está libre de verse envuelta en la crisis constitucional por la que atravesemos», entiende que al darse por sentado que «la democracia, en el Estado español, se basa en la supremacía de la ley, expresión de la voluntad soberana del pueblo», no puede descartarse «la posibilidad de que el pueblo español y sus representantes se inclinen de nuevo por la República. Tal vez en­tonces -añade- la experiencia de que España puede cambiar de Jefe de Estado sin automatismos hereditarios, la conveniencia de tener en la cabeza del Esta­do un centro personal fuerte y al mismo tiempo responsable, más un buen aprovechamiento de las lecciones derivadas de los ensayos republicanos anteriores, conduzcan a esta Nación a la fórmula constitucional todavía no probada en ella: la República presidencialista o predominantemente presidencial».

La alternativa, pues, ha sido planteada por otros antes que por mí, y no como dilema entre Monarquía tradicional y República liberal, sino co­mo posible opción entre Monarquía liberal y República presidencialista.

A los monárquicos auténticos, pese a su alergia instintiva hacia la República, el planteamiento, cuando se examina racional e históricamente, no les escandaliza.

Así, en el campo tradicionalista, Jesús Evaristo Casariego, en «Lo que es hoy el carlismo», escribe: «Monarquía y República solo son, por sí, dos recipientes con dos etiquetas. Y lo importante no es la etiqueta, sino el contenido del recipiente».

Juan Luis Calleja, en el libro que ya citamos, escribe que «la Monarquía, entendida como Gobierno de un hombre, existe más a menudo en los países sin rey y sin sucesión dinástica», agregando que «las pocas Monarquías regias supervivientes son repúblicas coronadas», por lo que «no es cierto que las Monarquías supervivientes en Europa sean Monarquías en el verdadero senti­do de la palabra».

José Ignacio Escobar, por su parte, decía en 1.963 que «ni siquiera hay un rango que pueda calificarse de común a todas las Monarquías en oposición o a diferencia de otro común a todas las Repúblicas».

Jorge Joseu, en su «Monarquía a la española», subraya que «entre una Monarquía liberal y una república, las diferencias no son sustanciales, y el rey resulta equivalente a un presidente de república, pero con cargo vitalicio y hereditario».

Pero ha sido José María Pemán el que, de un modo diáfano, da pie a la alternativa, cuando en «Cartas a un escéptico en materia de formas de gobierno», de un modo rotundo subraya: «lo que vamos a defender como sustancia racional de la Monarquía -mando de uno- es incompatible con todo mando democrático de la pluralidad. No se crea que al defender la Monarquía defendemos al mu­ñeco constitucional que las democracias colocaron en las cúspides de sus desorganizaciones. Esto nos sería bien difícil de defender frente a la República. Lo que califica y distingue a las formas de gobierno, es el lugar donde éste se asienta y reside. Si este reside en la pluralidad del cuerpo electoral o de la asamblea, ya no hay Monarquía, aunque el nombre se conserve por inercia o por hipocresía, y aunque en la cima del Estado haya un hombre solitario”.

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Me interesa seguir la pauta de José María Pemán, no sólo por las magníficas cualidades literarias de su exposición, sino por tratarse de un mo­nárquico de cuerpo entero, cuya vinculación dinástica es conocida. Para el ilustre autor de «El divino impaciente», «la mera existencia física de una persona única y hereditaria en la cima del Estado no basta para constituir la verdadera Monarquía, si a esa persona no se le atribuye el gobierno y el poder, sino meras funciones suntuarias, representativas o ceremoniales. Defendemos la Monarquía -unidad y herencia- en cuanto forma de Gobierno, no en cuanto forma estética, ceremonial o representación. Si esos atributos, pues, de unidad y herencia no se atribuyen y refieren al poder, sino a otras funciones, no nos interesan. ¿Qué importa que en las cimas del estado haya un ser uno y continuo por herencia, si el Poder no se atribuye a él, sino a un Parlamento vario, discontinuo y electivo, o sea, con todas las características contrarias a la Monarquía? Yo no defiendo la unidad y la continuidad hereditaria por gusto y capricho; las defiendo por sus positivas eficacias funcionales cuando se aplican al poder. Pero si el gobierno está lejos de su órbita de influencia y escapa a la acción de esa unidad y esa continuidad, ¿para qué sirven?»

Y aquí está el «quid» de la cuestión. ¿Para qué sirve el «muñeco constitucional de la cúspide» -la frase es de José María Pemán- si se le convierte de verdad en un muñeco, al despojarle de facultades un texto constitucional querido y sancionado?

¿Para qué sirve?  Esta es la pregunta que debió formularse José María Pemán, sin entrar en el análisis de otra solución, cuando agregaba: «Sería demasiado superficial y verbalista establecer la discusión y el dualismo en esta cuestión de las formas de gobierno, entre lo que se llama ordinariamente Monarquía y todo lo que ordinariamente se llama República. Nos encontraría­mos entonces en una pugna artificial, cuyos términos, por demasiado comprensi­vos, invalidarían nuestros argumentos».

Por eso, para no incurrir en pugna artificial, conviene que re­cordemos, ya en el mundo de las realidades, que en virtud de la reforma política querida (Art. 1º-2, Ley de 4-I-1977), el Rey se limita a sancionar y promulgar las leyes, es decir, a hacer una proclama oficial de la existencia de las mismas; a simbolizar, arbitrar, moderar y representar, así corno a nombrar y relevar libremente a los miembros civiles y militares de su Casa. (Arts. 62-a, 56-1 y 65-2 de la Constitución

Creo, por tanto, que es lícita, y no falsa ni funesta, la alter­nativa subsiguiente a la pregunta de José María Pemán, y pretender, para el caso de que ya no fuera posible la Monarquía verdadera, buscar solución, no en la República sin apellido, sino en la República presidencialista.

Pero de esta solución escribirá con más detalle mañana.

 

Autor

REDACCIÓN