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El aforismo es una sentencia breve y doctrinal que se propone como regla de vida, de conducta, de pensamiento o de arte. Uno de los más celebres aforismos es el de: “elevar la anécdota a categoría”. Los aforismos son las golondrinas de la dialéctica, según Eugenio d´Ors, quien a lo largo de su dilatada vida intelectual cultivó el aforismo con mayor celebridad, configurando toda una antología ético-moral transcendente y espiritual.

Resulta altamente probable que Franco le indicara, al entonces Príncipe Juan Carlos, para cuando tuviera que ejercer su alto ministerio real el aforismo d´Orsiano: “Mis límites son mi riqueza”, en el convencimiento de que supiera que su mayor tesoro y el de su cargo, consistía en la ejemplaridad y la transparencia de su vida privada y pública -en ese ministerio no hay distinción-; que cualquier desmán se paga, normalmente en esta vida, sin esperar a la otra. Parece que Juan Carlos I trastocó el sabio consejo por el luciferino: “mi riqueza y poder no tiene limites”, hasta creérselo.

Tal vez su “padre adoptivoNicolás Cotoner (Marqués de Mondéjar), primer jefe de la Casa Real de su Majestad Juan Carlos I le susurrara en voz baja, para que no lo oyera Sofía, después de alguna de las innumerables correrías que ya comenzaba a protagonizar, el reproche de Hamlet: “Si se diera a cada uno lo que se merece, nadie se libraría de ser azotado”. A lo que contestaría burlón y con la empatía/simpatía borbónica: “no me azotes más, todavía no camino desnudo, y recuerda mi inviolabilidad”

Con posterioridad, Sabino Fernández Campos, hombre fiel, discreto, bien intencionado y a la sombra siempre, velando, en vida, a su Majestad, es altamente probable que tuviera que reprender con exquisita mesura y reconvenirle cuando, de modo tan amoral como el Emperador Claudio le manifestara, en privado: “si no me puedo quedar con lo que quiera, ¿para que me sirve ser Rey? Estaba claro que su final estaba escrito por Goethe, con dos siglos de antelación: “el hombre feliz es aquel que siendo rey o campesino encuentra paz en su hogar”.

La llegada tanto de Fernando Almansa, como de Alberto Aza y Rafael Spottorno, formando parte del elenco de las sucesivas designaciones reales, contrarias todas ellas a la recomendación de Maquiavelo en el Príncipe: “huir de los aduladores”, no favoreció una regeneración de conductas. Por ello, no consideraron siquiera la advertencia Aristotélica de que la democracia puede degenerar fácilmente en demagogia; la aristocracia terminar en oligarquía; y la monarquía desaparecer o acabar en tiranía. En ello estamos.

Nuestro pueblo y su particularísima idiosincrasia gusta de la corrida de toros como entretenimiento lúdico/trágico, motivador y subyugante. De ahí la proclividad al circo vital con posibilidad de tragedia, en vivo y en un coso de arena con público; donde todos esperan la noble muerte del toro. En esa corrida mediática e inmortal se ha colocado al monarca Emérito por méritos propios y vicios compartidos, sin posibilidad de indulto ante su pueblo y la historia; tal vez sí, ante Dios. La cacería de su demolición tiene como objetivo la Institución y la nación que la sostiene, no conviene olvidarlo. La historia es enseñanza viva y la literatura calderoniana lo proclama: “nada me parece justo/ en siendo contra mi gusto”, epitafio final de un desorden moral.

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Viene ocultándose desde la muerte de Franco, que su demolición histórica estaba orientada a quebrar su legado, clave de bóveda en el orden político/sucesorio. El comodín real esperaba su turno y ha llegado cuando más necesario es a España esa Institución por su carácter apolítico, neutral e imparcial, arbitral y moderador. Cuando la ejemplaridad y la transparencia, alma de la Jefatura del Estado, más se necesita. Cuando el saberse legatario de quienes le precedieron configura un peso y el poso necesario en el tiempo. Cuando en el día a día, con perspectiva y sentido de Estado, más necesario resulta como auspiciador del bien común e interés general.

El Rey, la bandera y el himno es lo único que nos une, cohesiona y fortalece. Su valor simbólico o representativo, ajeno a la temporalidad y partidismo político; rompeolas de los conflictos ideológicos y territoriales, resulta un asidero imprescindible: “el Rey es, como jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia…” Art. 56 de la CE. Por ello la abdicación no puede entenderse sino como el agotamiento del Monarca para cumplir sus funciones institucionales. Cuando es debido a una falta de ejemplaridad y se explicita una confusión entre la vida pública y la privada, o le agradece el sucesor y actual Monarca, su decisión; la “huida forzada y sin sentido” resulta mucho más chocante, preocupante y grave.

Tal vez Juan Carlos descubriera, en ese nirvana de aduladores y genuflexos palmeros de intereses varios, que el deseo no tiene precio; que el deseo es el precio. ¡Que bien vale, el trono, por una jaca! Tal vez percibiera que la corona no muta y el deseo si; y no viera que la vida, sin freno moral, de consumirse en el mundo pasional, acaba consumido él, ¡y a que precio! El resto lo hace el exceso de politización, la radicalización ideológica, el nacionalismo desintegrador y la falta de sentido de Estado y cultura cívica que caracteriza nuestra realidad política. Y la bomba de efecto retardado, colocada en la base del sistema y que llamamos Ley de Memoria Histórica, pronto Ley de Memoria Democrática.

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Las enseñanzas de la historia merecen atención. Las únicas civilizaciones de la historia que permanecieron robustas durante siglos fueron Roma y España. La monarquía de Roma vivió doscientos cuarenta y tres años; su república, cuatro siglos y medio; el imperio, cinco. En España, los reyes visigodos se sostuvieron tres siglos; el emirato más califato de Córdoba, otro tanto; el sistema de los reinos de taifas y cristianos termina en 1492; la monarquía absoluta de la España unida y vertebrada funciona sin ruptura desde los Reyes Católicos hasta la caída y marcha de Carlos IV: trescientos treinta y nueve años. Esa media de casi mil años, con diversos y profundos avatares, nos hace ser razonablemente optimistas, si lo comparamos con el régimen británico de la democracia del sufragio universal que lleva desde 1928, o con el comunismo que duró, en Rusia, setenta y dos años, y aspiraba a existir un milenio, aunque su mutación democrática y regeneradora, aún permanezca para deleite de tontos útiles.

Por tanto, convendremos, en la era de la prisa, donde más información y menos conocimiento se tiene, donde la revolución tecnológica nos está sumergiendo en el globalismo borreguil y subsidiado, que debemos reconocernos en el pasado. Pues, “nada hay tan moderno como lo que no debe cambiarse”. También debemos exigirnos una mayor responsabilidad individual y colectiva: “Noble quien se sabe con más deberes que los demás” “Porque noble es el que se exige, y hombre tan sólo aquél que cada día renueva su entusiasmo”. “Todo el honor, toda la libertad, para quien crea. Toda restricción, toda humillación, para quien especula”. Tales aforismos deberían trasladarse a nuestro monarca, Felipe VI, por Jaime Alfonsín.

A su Emérito padre, sólo le queda ese punto de contrición que pueda dar al alma la salvación; pues su suerte ya está echada y las consecuencias del daño, pendientes de evaluación. La forma importa. El exterior decide. La actitud fundamenta. Pues, “no existe una verdadera misión, si una condena no la acompaña”. Y dado que, “la eternidad de las cosas es su forma: lo más espiritual de los seres es su contorno puro”, esperamos la benevolencia del juez supremo, para el que crea.