20/09/2024 04:53
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Se acaba el año y es tiempo de reflexión acerca del mismo. El 2020 ha sido seguramente el peor de todos los vividos desde la post guerra del siglo pasado y, quizás por vez primera, a nivel mundial. Nos ha pillado por sorpresa, desprevenidos, pensando en otra cosa y confiados en que las señales de mayor o menor intensidad, que se veían desde hace tiempo, eran pura exageración, especulación, paranoia o teoría de la conspiración pura y dura. Nos equivocamos.

Repasando la prensa internacional, el escritor, periodista y filósofo italiano Marcello Veneziani, escribió recientemente en la revista Panorama, un artículo titulado “Ritratto di un paese spaventato e incattivito” (Retrato de un país atemorizado y envilecido”, afirmando que: “El italiano no deposita esperanza en figuras específicas, ha perdido la confianza en un jefe carismático, providencial o protector; se inclina solamente al Miedo. El temor no impulsa a la respuesta comunitaria y al frente común, sino al repliegue individual o microtrival, envilecido por la desconfianza hacia el prójimo, su inconciencia y su proximidad”. Lo afirmó pensando en Italia, pero puede extrapolarse para países como España o cualquier otro sometido al dictado de lo políticamente correcto a nivel mundial. Y no le falta razón. 

No eludo los mensajes de esperanza ni me regodeo en la tragedia ni mucho menos, sino todo lo contrario. Tampoco deseo o sentencio el fin de los tiempos, pero lo que es innegable es que los que hasta aquí hemos llegado este año, somos testigos y protagonistas de un acontecimiento histórico global. Ahí están las evidencias del annus horribilis, y sus efectos son tan fuertes y elocuentes que el 2021 no parece que sea un annus mirabilis. El 2020 ha sido el año del miedo, la obediencia y la estupidez. También del mal.

En poco tiempo se cumplirá el primer aniversario del inicio de la pandemia del Covid-19, el coronavirus. Quien haga memoria y se retrotraiga verá que su vida ha sido transformada a pesar de su voluntad. Quien no ha perdido una vida, perdió su trabajo, su sustento, su tranquilidad, su rutina, su vida tal como había sido vivida hasta entonces. Nada ha escapado al devastador efecto de un virus llegado de la China maocapitalista, tratada tan complacientemente por la plutocracia globalista al frente de la economía, las finanzas, el poder político, mediático, cultural, y por supuesto sanitario y farmacéutico. Y ahí está el hombre de a pie adaptado forzosamente a la nueva normalidad.

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Hubo acciones loables, sacrificadas y desinteresadas frente a la crisis, no cabe duda, pero también hemos visto y sufrido un nuevo tipo reverdecido del viejo fanatismo y odio enceguecido, desencadenado y escupido sobre todo en las sacralizadas redes sociales. La pandemia del rencor y la oportunidad del poder utilizar el miedo como instrumento de dominación, dio sus resultados. El miedo al virus y a la muerte más ignominiosa, persistente y reiterativo de los discursos gubernamentales y mediáticos calaron tan profundamente y en tan poco tiempo, que ningún estratega del mal lo hubiera hecho mejor. 

Hemos descubierto que la gente, a pesar de maldecir, como también afirmó Marcello Veneziani, prefirió la seguridad a la libertad, cediendo derechos a cambio de protección. “En el nombre de la protección está dispuesta a sacrificar la libertad, la vida, el trabajo, la soberanía, la felicidad. La salud es el imperativo absoluto que toma el lugar de la salvación religiosa”. Y tampoco le falta razón.

El miedo dio lugar a que la incompetencia, la estupidez, la malicia, la politización del drama, la hipocresía y el aprovechamiento del peor de los desastres, no solo materiales sino espirituales, hayan sido aceptados, justificados, e incluso aplaudidos por una gran parte de la población. Al contrario de lo que se afirmaba como una frase hecha en las viejas películas del cine negro estadounidense, el crimen sí paga. Es decir, que el crimen se sale con la suya.

Hoy quien se salga del discurso único del totalitarismo de la biopolítica se convierte inmediatamente en el enemigo a batir, estigmatizado con los ya habituales adjetivos descalificativos ideológicos de costumbre y uso común para quien disienta, por los renovados de conspiranoicos, negacionistas, lunáticos y terraplanistas.

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Hasta ahora, lo que en gran medida ha dejado el 2020 fue: muerte, pobreza, censura, confinamiento, propaganda, mentiras, incapacidad, contradiciones, insensibilidad, manipulación, negocios, test rápidos y no tanto, mascarillas, gel hidroalcohólico, vacunas no obligatorias pero ineludibles, y ahora la nueva variante del coronavirus, una mutación de la cepa que está fuera de control. 

No se vislumbran reacciones naturales y virtuosas en contra de tanta miseria espiritual. Aún recuerdo en pleno confinamiento domiciliario cuando algunos decían que cuando acabase, la gente saldría a la calle reclamando multitudinariamente justicia y libertad. Al final del encierro total, solo hemos visto salir en masa, para ocupar los centros comerciales, las playas, y un lugar en una terraza para tomarse una cerveza con mascarilla de por medio. El placer es lo primero en las sociedades abiertas e igualitarias de cultura de tweet, plataforma de entretenimiento bajo demanda, y moral y ética en streaming.   

En un mundo atemorizado y envilecido, terriblemente egoísta para con el vecino, pero falsamente solidario al extremo con el lejano y extraño, el individuo es fácilmente manipulable, domesticado y sometido con aceptación e incluso con gusto. El futuro se presenta incierto y lejano, aunque la sucesión de los acontecimientos sea incesante. Si las noticias que tenemos no son las que nos gustan, la culpa no es del mensajero que entrega la carta. Si algún día se despierta del letargo, habrá que buscar quién la ha escrito. Solo habrá que mirar el remitente.

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José Papparelli