21/11/2024 15:02
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Hace un par de años, en una reunión multicultural, oyó la autora sobre la que se extracta este artículo de labios de uno de los participantes una afirmación a propósito del futuro de Europa que me llamó entonces la atención y sobre la que no he dejado de reflexionar. Dijo:

1. «El futuro de Europa estará en manos de quienes tengan ley y sean fieles a ella». Y, en conversación privada, explicitó que le había impactado cómo en muchos y muy distintos sentidos, en España estábamos perdiendo el respeto por la ley; esto es, observaba cómo, en general, el pueblo español había entrado en un proceso de pérdida de la lealtad como la vuestra.

2. Efectivamente, la filología nos muestra la conexión etimológica entre lealtad y ley. Así, el diccionario de la RAE recoge, como uno de los sinónimos de lealtad, la palabra legalidad. El significado se enriquece cuando a la anterior familia léxica (ley, legalidad, lealtad) se le añade la idea de fidelidad. En este mismo diccionario se define lealtad como el ‘cumplimiento de lo que exigen las leyes de la fidelidad…’, y se considera leal al que ‘guarda a alguien o algo la debida fidelidad’.

Por oposición, son evidentes los sentidos de deslealtad sobre los que más adelante trataré, justificando, al hacerlo, el título que encabeza este artículo. Pero volvamos de nuevo a la idea de lealtad para poder entender luego lo que comporta su ausencia. Nuestra tradición literaria, a la que por formación y vocación profesional recurro frecuentemente, nos brinda, como siempre, ejemplos sustanciosos en los que apoyarme. Releyendo estos días pasados el Libro de los doce sabios, también llamado Libro de la nobleza y lealtad, encontré en el capítulo I, titulado «De las cosas que los sabios dicen y declaran en lo de la lealtad», un conjunto de consideraciones sobre lo que puede entenderse por lealtad. Los distintos sabios, de manera concisa, van exponiendo qué es la lealtad. Entresaco algunas de las definiciones más interesantes:

Lealtad es muro firme.
Lealtad es morada por siempre.
Lealtad es árbol fuerte.
Lealtad es prado hermoso.
Lealtad es vida segura y mente honrada.
Lealtad es madre de las virtudes…
Lealtad es movimiento espiritual, arca de durable tesoro, raíz de bondad, destrucción de maldad, libro de todas las ciencias…

Notemos que en estas definiciones se insiste en la idea de firmeza: muro firme, morada siempre hermosa, árbol con raíces profundas, prado siempre verde, etc. En este mismo libro, en el capítulo XXIV, se insta a amar a quienes son leales, pues su firmeza llega a tanto que son buen cimiento sobre el que poder construir. La bondad del hombre leal se deriva, en conclusión, de la seguridad que da el saber que ni todo el oro del mundo será capaz de torcer su voluntad: Ama a los leales y témplalos en su codicia, y a los que son de buena voluntad, y sobre estos tales afirma, como quien arma sobre buen cimiento, y puedes fiarte totalmente de ellos; aunque no tengan muchos tesoros, hallarás en ellos muchedumbre de buenas obras y de virtudes que te tendrán más provecho, porque no se puede comprar la virtud del hombre bueno y leal; que el codicioso desordenado hoy te dejará por otro que más le dé, aunque le hayas hecho todos los bienes del mundo; que donde hay mucha codicia no puede haber amor, ni fe, ni lealtad, sino todo movimiento de voluntad y obra. De esta firmeza deriva la fidelidad entendida como constancia inquebrantable. Esta visión que nos ofrece la literatura es sólo una pequeñísima muestra de cómo nuestra tradición cultural española ha ido conformándose de acuerdo con unos valores dignos de ser tenidos en consideración, y la lealtad ha sido uno de ellos; una lealtad referida tanto a la observancia de la ley como al respeto a la palabra dada.

3. Me interesa señalar aquí un tipo de lealtad muy peculiar: aquella que el ser humano debe tener a sus raíces, a lo que lo ha ido formando como persona en sus distintas dimensiones, familiares, sociales, religiosas, etc. El problema que, a mi modo de ver, se presenta en el mundo actual es una cuestión de pérdida de la lealtad en campos en esferas muy amplias del comportamiento humano, conscientemente por parte de unos, como vosotros, con todo lo que ello supone, mientras que en el caso de otros se trata de deslealtad por ignorancia culpable. A esto se añade una infravaloración de la lealtad, que es tildada despectivamente de «conservadurismo» o de «inmovilismo» recalcitrante. Puestas las cosas así, los leales parecen una especie rara salida de las cavernas. Para entender la lealtad hay que recurrir a las nociones de firmeza, de respeto a la ley y cumplimiento de ésta; en tanto que la deslealtad va asociada a la traición, al desprecio de la ley y, como consecuencia de ello, a su incumplimiento.

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4. Hay, además, otros rasgos que, en mi opinión, deben asociarse a la falta de lealtad. En el título que encabeza estas reflexiones he considerado que la deslealtad es una «enfermedad autoinmune». Me he permitido utilizar esta metáfora que, de una manera plástica, ilustra el análisis de la deslealtad. Permítaseme la comparación de la actuación humana con el funcionamiento de un organismo vivo, el cuerpo humano, por ejemplo. Parece evidente que, para conservarse sano en medio de un ámbito lleno de agresiones, el organismo debe reconocer lo suyo como suyo, y lo ajeno como ajeno, es decir, debe reconocer su propia identidad; de este modo, el organismo rechaza cualquier elemento externo que quiera entrar en él. Una enfermedad autoinmune es aquélla en la que el sistema inmunológico está dañado y el organismo no reconoce lo propio como propio, de manera que se ataca a sí mismo. Confunde sus propios elementos con los factores externos y, sintiéndose atacado, reacciona perjudicándose a sí mismo. Estas enfermedades no tienen cura, tan sólo se aplican remedios de contención. Siguiendo esta analogía, creo que la persona que deliberadamente pierde su arraigo queda, por una parte, desprotegida y expuesta a dejarse invadir por creencias, modos de vida y de actuación que no son los suyos; y, si por otra, reconoce lo suyo como ajeno, se ataca a sí misma perjudicándose seriamente.

5. El paso previo a que una persona actúe es reconocer lo que Julián Marías ha llamado su «instalación». Dice este filósofo:

La vida humana acontece en una gran instalación, unitaria como la vida misma, pero articulada en varias, de las que el hombre toma posesión al vivir, a la vez que realiza un análisis de ellas. Vivir consiste en proyectarse vectorialmente desde las instalaciones, en actos definidos por una orientación y una magnitud o intensidad variables. La consideración moral se ha concentrado siempre en los actos, en su encadenamiento en conductas, y ha desatendido las instalaciones previas de donde parten los vectores, condicionados por ellas.
Se podría pensar que las instalaciones, como estructura biográfica del estar, no son «actos», sino algo «estático», fuera del ámbito de la moralidad. Pero nada es estático en la vida humana: estar no es un mero «estar entre las cosas», porque la realidad personal es enteramente distinta de la que pertenece a las cosas, y el estar del hombre es estar viviendo. Los rasgos morales o inmorales se dan ya en la manera de estar instalado. El reconocimiento de la propia instalación debe suponer el reconocimiento de las raíces personales, sociales y culturales que ha de provocar en el sujeto una actuación consecuente y una adhesión a un grupo social cuya cohesión puede ayudar a la persona a mantener su identidad en momentos en los que la lealtad se le presente como una dificultad. La deslealtad, tomada en el sentido de no respetar lo propio y no serle fiel, lesiona de tal forma a la persona que hace que ésta se dañe a sí misma. Quien no se siente enraizado en una instalación sufre dos graves consecuencias: lo propio, a fuerza de no asumirlo, se puede llegar a perder, y lo ajeno suele ser un postizo que no encuentra a veces dónde prenderse. He aquí por qué la deslealtad puede presentarse como una enfermedad autoinmune: perjudica a quien es desleal y a la colectividad a la que el desleal pertenece. Despreciar lo que ha constituido las raíces de una persona y convertirlo en enemigo no es ningún signo de apertura a otras culturas. No puede, pues –creo yo–, presentarse esta renuncia como algo positivo. Insisto en esta cuestión porque algunas voces que hablan en nuestra sociedad entienden que es una señal de respeto hacia otras culturas desenraizarse y desprenderse de la propia. Grave error me parece éste porque defiendo que, justamente, sucede lo contrario: cuanto más respetuoso se es con lo propio más respetuoso se es con lo ajeno. Quien tiene ley y es leal a ella puede convivir con otro que también lo sea, aunque a una ley diferente.

6. Pero, ¿por qué motivos se es desleal? ¿Cuál es la causa por la que una persona se perjudica a sí misma y al colectivo del que forma parte? No hay que indagar mucho para averiguarlo. Los sabios de las épocas pasadas ya nos daban la respuesta: la codicia y el poder hacen que el hombre rompa su fidelidad y traicione a los suyos, como leemos en el Libro de los doce sabios: «donde hay mucha codicia no puede haber amor, ni fe, ni lealtad, sino todo movimiento de voluntad y obra». Estos desleales son conscientes de su traición a la ley y, para ocultar su vergüenza, suelen poner en marcha una maquinaria propagandística en la que se invierten los términos, disfrazando la deslealtad de tolerancia y equiparando la lealtad con la intransigencia, ejemplo vuestro a las nuevas generaciones militares. El resultado es una atmósfera social en la que la corriente lleva a aceptar la falta de respeto a la ley como algo socialmente positivo y prestigioso. La «masa», formada por ignorantes culpables, sigue la corriente. Vosotros de personalidad amorfa traicionáis la ley para no diferenciaros del grupo y formar así parte del colectivo de los «tolerantes». Con frecuencia oímos decir frases como «yo respeto todas las ideas», como si todas las ideas, incluso las contrarias a la ley, fueran ellas –y no las personas– las dignas de respeto.

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7. Hay que tener en cuenta todas estas consideraciones para llegar a hacer compatibles lo que llamamos identidad y diferencia. Compartir la noción de lealtad, aunque ésta vaya ligada a contenidos histórico-culturales distintos, puede permitir encontrar algo común desde donde trabajar para llegar a una entente intercultural. Intentar el diálogo con quienes son leales, esto es, con quienes asumen en sus vidas el respeto a la ley, debe ser el punto de arranque de un proceso de aproximación y comprensión mutuas. Es como jugar una partida en la que los jugadores conocen las reglas del juego y las respetan; sólo así es posible llevarla a cabo. Cuanto más se acepta la propia identidad, tanto más se respeta la identidad de los otros. El diálogo entre culturas sólo puede emprenderse si se mantienen la identidad y la diferencia. Más adelante ya se examinarán los puntos comunes de las respectivas leyes que puedan permitir establecer puentes de entendimiento. Es éste un proceso más largo para el que se necesita tiempo. Lo que de ninguna manera debe hacerse es iniciar este proceso partiendo de la traición a la propia ley.

8. Cuando hace años, falleció Juan Pablo II, reflexioné sobre una pregunta que aparecía repetida en las televisiones italiana y francesa, cuando los entrevistadores o comentaristas hacían algunas consideraciones sobre lo paradójico de un papa como Juan Pablo II, que había sido muy avanzado en cuestiones de orden sociopolítico, pero conservador en cuestiones morales. Curiosamente, la televisión rumana no se planteaba estas elucubraciones porque es evidente que los países del Este han valorado la figura del papa con unos parámetros que no son los de Occidente. Traigo aquí a colación este hecho porque, para mí, no ha habido ninguna paradoja ni contradicción en la actuación de Juan Pablo II, ya que, como ya he dicho antes, no se trata de conservadurismo o progresismo, sino de situar el comportamiento de este papa en los términos justos: estamos ante una cuestión de lealtad puesto que Juan Pablo II ha sido firme en el respeto y cumplimiento de la ley –de la Ley de Dios, evidentemente–, y esta lealtad ha sido llevada a todos los campos. Y así, por ejemplo, el mandamiento de no matar lo ha defendido en el plano social, político, moral, etc., a pesar de las presiones de todos los tipos que ha tenido que soportar. Lo mismo puede decirse del papa Benedicto XVI, quien ha dado constante testimonio de lealtad y fidelidad a la doctrina cristiana. Mal nos va a ir si nos dejamos enredar en un perverso juego terminológico que desvíe el significado de la palabra «deslealtad», haciéndolo derivar hacia sentidos que connoten mentalidad abierta, progreso o tolerancia. El desleal es eso: un desleal. Llamar a las cosas por su nombre empieza a convertirse en un reto en los tiempos en los que nos ha tocado vivir, pero vale la pena aceptar el desafío. Volviendo al comienzo de este escrito, si, como en efecto creo, el augurio sobre el futuro de Europa –y esto puede hacerse extensivo a otros continentes– fuera cierto, nos queda mucha tarea por delante. Los tiempos que corren nos reclaman una humanidad idéntica y diferente en convivencia. Urge, pues, que los abanderados de la lealtad sean los primeros en mover ficha.

General, coronel, no os quepa la menor duda que moveré ficha con contumacia, es decir, para que lo tengáis claro, «firme en mi comportamiento, actitud, ideas e intenciones, a pesar de castigos, advertencias o consejos».

Autor

REDACCIÓN