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Queridos lectores, cuando Uds. lean este artículo, ya será historia la celebración de esa fiesta, de “inspiración comercial”, que conocemos como “día del padre”.
No corren buenos tiempos para los hombres y, recientemente, las fanáticas intolerantes han dirigido sus armas contra la última figura que dignificaba al varón, colaborador necesario junto con una compañera femenina en el proceso de creación de un nuevo ser, dado que estas amazonas, ignorantes y fanatizadas, no paran de intrigar en su sucia andadura hacia el desprestigio total de un sexo en beneficio del otro. Así, el que yo llamaba siempre SEXO COMPLEMENTARIO ha vuelto a denominarse SEXO CONTRARIO y, con el tiempo, se conocerá como SEXO ANTAGÓNICO.
A mí, que he querido a mi padre con locura, no me es necesario fijar una fecha para su recuerdo. Ya desde el aciago día en que abandonó este mundo no ha dejado de estar presente en mi pensamiento. Ante todo, debo decirles que fui un hijo muy deseado, el tercero, tras una hija fallecida prematuramente y una segunda de constitución enfermiza, que falleció a mediana edad. Fue entonces cuando aparecí yo, un tanto conflictivo (mi madre casi se muere, víctima de una hemorragia), tan buen comedor, que nunca renuncié voluntariamente a la nutricia ceremonia de mamar, que exigía aun después de las comidas regulares, fui, lo que se denominaba en la antigua Roma, un mamotreto, que mamaba de su madre hasta emparejarse con otra mujer que la sustituyese. Mi destete fue un acto cruel y despiadado, como siempre es el despojo del débil. Esta acción brutal fue planificada y consumada por la mano asesina de una sicaria, mujer amargada y dominante, amiga de mi abuela, que no se recataba de inmiscuirse en el gobierno de los míos. Esta bruja consideró oportuno frenar mis ansias de lactante mediante una sucia ofensiva de guerra química, que consistió en untar los familiares pezones maternos con una sustancia de notable amargor, conocido como ACÍBAR. Este producto, tan efectivo como el “Gas Mostaza”, dañó mis delicadas papilas gustativas traumatizándome de por vida, lo que supuso en mí la búsqueda desesperada de aquellos órganos femeninos, que succionaba inocentemente, presa de un fenómeno de regresión infantil, al verme correspondido, con aparente disfrute, por lo que concernía a mi pareja ocasional. Me envalentoné desarrollando algunas habilidades, que me callo por modestia, que unidas a mi higiene y discreción me granjearon un buen nombre en lo que al deporte de colchón se refiere. Y así vagué por la vida, sometido a la ardua labor de buscar alguna protuberancia carnal, de fémina generosa y placentera, que poder succionar y morder ¡moderadamente! con mis incisivos conejiles que, con el tiempo, me convirtieron en un castor, sometido al irrefrenable crecimiento de mis dientes, obligándome a desgastarlos royendo objetos duros ¡Y que maravillosamente duros! ¡Dios mío, cuanto sufrí!
Hoy, que el Estado Mayor de mi ejército invasivo dijo cruelmente lo del crupier en la mesa de juego: ¡No va más! me deleito rememorando pasajes eróticos de mi vida pasada y apelando a la ciencia del Doctor Fausto, para arreglar con Mefistófeles una transacción de vuelta a “primera línea”. Y es que con las mujeres me pasó siempre como con los pasteles que reposaban tentadores en la bandeja dominical, mientras estaba comiendo uno tenía la vista puesta en el siguiente ¡Qué triste es vivir sometido a una dependencia! Por eso siempre rebatí aquello de que el mejor amigo del hombre es el perro, compañero que adoro, pero este amor no cierra mi boca a la hora de proclamar a los cuatro vientos que el mejor amigo del hombre es EL CONEJO.
Y, volviendo a mi querido padre, un gigante fuerte y bondadoso, que se entregó a mí en cuerpo y alma siendo ampliamente correspondido. Por lo que a mí respecta, nuestra relación fue tan firme e intensa que cuando él sufría alguna enfermedad vírica nuestro médico de familia, viejo amigo de la casa, recetaba remedios para los dos puesto que ya era conocedor de que los microbios paternos me afectarían, y tan grande era nuestra unión que, siendo pequeño, cuando mi padre, buen conversador, prolongaba su plática en homenaje a alguna dama en el paseo, yo resignadamente buscaba descanso acomodándome en la puntera de su zapato, y así fui inmortalizado por un periodista que llevó su testimonio fotográfico a las planas de un periódico local. Con respecto a él, traté de darle todos los parabienes que la vida te puede proporcionar. Él me enseñó lo que sé, y comenzó su labor pedagógica con una frase que fue mi divisa en esta vida: Sólo por el hecho de haber nacido eres un Señor, pero tú no has hecho mérito alguno para merecer tal honor, pero existe un nivel superior que puedes alcanzar mediante tu esfuerzo, el de ser un “Caballero”, esto dirá mucho de ti y constituirá un regalo impagable para tus descendientes.
Fumador de Habanos empedernido, vicio que abandonó a petición mía. Cuando cumplió los setenta años me pidió que lo liberase de su promesa ya que, a su edad, objetó sería más una carga que una ayuda.
Un día, por consejo médico, se sometió a unas discretas pruebas acudiendo al Sanatorio acompañado por mí, pertrechado con sus objetos de higiene, en previsión de que su estancia le obligaba a pernoctar. Para este menester mi madre eligió un neceser de “fin de semana” rojo que pertenecía a mi hermana (una de aquellas mujeres que adoptaba una estética femenina propia de las yanquis cursis de los años sesenta). Resultaba risible el ver aquel hombrón con su bigote masculino unido a aquel ridículo neceser de “puta de hotel”. Una vez en la consulta, una enfermera mayor, aquejada de “sequía en la entrepierna”, le ordenó que se desnudase de medio cuerpo, y entonces pude apreciar el declive vital de mi querido padre, que mostraba un cuerpo de carnes seniles y hasta sus hombros, antaño anchos, parecían haberse sumido dando una imagen de anciano que se apresta para finalizar el ciclo de su vida. Él y yo, que ya íbamos compartiendo un negro presagio, cruzamos miradas ratificando nuestros malos augurios. Poco después murió y, al igual que los toros bravos, fue indultado y, por tanto, favorecido con el don de la inmortalidad en mi recuerdo. Todos los días pienso en él y le rindo la veneración debida, máxime cuando ya he cumplido la “edad de riesgo” y he pasado por una traumática experiencia que casi me manda al otro mundo. Esta vez, a diferencia de lo vivido, nadie se lamentó por no haber compartido más tiempo conmigo y suplicar una prorroga al destino que le permitiese decir todo aquello que quedaba pendiente entre nosotros, protagonizando un digno final con sus besos y abrazos. En mi caso, me vi tendido en una cama desconocida dentro de una sala que yo juzgué una estancia tenebrosa, mortificado más que auxiliado por una hija de puta, que hubiera matado de buen grado si tuviese movilidad para hacerlo. Los “negros momentos” felizmente se esfumaron, y tras una noche eterna en la que ya había aceptado con estoicismo mi final, llamando a gritos a María, mi esposa, de la cual me habían separado. Luego vinieron los “ángeles de la recuperación”, y gracias a ellos y al “amor abnegado” de María, di mis segundos pasos y volví a la “normalidad” sin lamentaciones propias del “victimismo femenino” en cuanto a mi suerte, simplemente no habiendo podido constatar el vacío de las personas más queridas, que, o bien impedidas por sus obligaciones en la distancia o, lo que es peor, por el desapego en que fueron educados por esa pobre desnortada que un día decidió causarme daño, alejándolos de mí ¿será por la modernidad? me he preguntado con tristeza, e irremisiblemente me ha surgido un pensamiento triste y recurrente.
Por eso hoy, día del padre me reitero en el amor que le profeso y le digo: PAPÁ ¡QUÉ SUERTE HEMOS TENIDO!
DEDICADO A TODOS AQUELLOS PADRES QUE SE HAN IDO TRAS DEDICAR SU VIDA AL BIENESTAR DE LOS SUYOS, PASANDO DESAPERCIVIDOS PARA IRENE MONTERO, ALMODOVAR Y DEMÁS RALEA.
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