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Es una situación aberrante que llevemos nada menos que nueve leyes educativas en menos de cuatro décadas que ha durado hasta el presente la democracia constitucional de régimen del 78.

 

Un país que cada cuatro años cambia la normativa educativa, según el partido que toque gobernarlo, es una nación condenada al fracaso como sociedad y como estructura ejerciente de una soberanía que permite al pueblo determinar su destino colectivo. Es imposible una democracia sin una ciudadanía bien formada. 

Lo sabía bien Heródoto, uno de los creadores del concepto de democracia en la Antigua Grecia, ideó el principio de Isonomía. Es decir, la igualdad de los ciudadanos en su capacidad de elegir el gobierno de Atenas, en tiempos de Pericles. 

Pero para que el rico y el pobre tuvieran los mismos derechos a la hora de elegir a la Magistratura, se requería una formación como ciudadanos libres, capaces de saber lo suficiente para usar de su libertad y prerrogativas con responsabilidad y consciencia de sus derechos y obligaciones. Sin adquirir una educación no era posible ejercer su carta de ciudadanos griegos. La misma palabra ciudadano viene de Cívitas, es decir conjunto de personas libres capaces de autogobernarse de manera efectiva.

 

El deterioro de la democracia en España procede de una educación, que mejor sería llamarla instrucción, puesto que la educación propiamente dicha debe producirse en el seno familiar, deficiente, cambiante, incoherente en sus principios, sin la requerida condición de su estabilidad. 

Por ejemplo, la Ley Moyano tuvo una duración de casi cien años. En el transcurso de su vigencia se produjo la instauración del sistema educativo nacional, que todos los politólogos de la educación consideran condición necesaria para que exista Estado Nacional, desde los orígenes del concepto. Sin tronco común educativo el sistema no se sostiene y el Estado se fragmenta. Lo sabe cualquiera que haya cursado estudios de Administración educativa, salvo quienes conspiran para destruir España. El Gran Oriente español, o su descendiente la Gran Logia española,  conoce bien  cómo se pergeñó el actual Régimen constitucional a partir de las normas educativas socialistas.

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La Ley Celáa es el desenlace final del desastre diseñado por los socialistas desde su primer gobierno, en este periodo constitucional. El origen del desaguisado está en los  contradictorios principios entre los bloques de su articulado. Por ejemplo, el artículo 14 de la Constitución española que preserva la esencial igualdad de todos los ciudadanos españoles está totalmente reñido en su filosofía con la Adicional Primera de la Constitución, que preserva los derechos forales de los territorios históricos, referidos a los privilegios vascos.

En esta ley de su autora Celáa se dinamita el artículo 27 de la Constitución Española, que en sus términos preserva en letra y espíritu el derecho de las familias a constituirse como decisores de la educación de su progenie.  Sin embargo, la ley, siguiendo el axioma de la ministra de Educación de que los padres no tienen la potestad sobre sus hijos, estataliza la educación en el sentido más soviético de la palabra, sustrayendo a los padres su originario derecho a cuidar de sus hijos, a protegerles y a determinar los principios morales, religiosos o filosóficos en los que se han de formar como personas, no como engranajes del Estado.

 

Pero, es más, se atenta contra el sentido primigenio del concepto de educación y el ejercicio de su derecho, atribuido a los padres. Por ejemplo, se sustrae el derecho a la educación de los niños con necesidades educativas especiales severas, que requieren atención especializada y personalizada. 

Bajo una falsa y equívoca integración se soslaya la atención educativa que requieren para su formación y desarrollo estas personas pues se les priva de los establecimientos preparados para atenderles. De paso se obstruye el normal funcionamiento de las aulas de integración pues el profesorado se verá en la situación de prestar atención a este tipo de alumnado desatendiendo al resto, o bien en sentido opuesto a dejar sin atención a estos alumnos que no pueden integrarse, simplemente porque la naturaleza de sus necesidades no deja lugar a la lógica y al sentido común. ¿Por qué se hace eso? Sospechas hay. Ya lo veremos. El tiempo lo aclara todo.

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Por último, se ataca al ideario de centro que es el pilar de la capacidad de establecer centros educativos libres; lo cual es otro torpedo a la autonomía de los centros, a la capacidad de estos de formular el proyecto educativo y al derecho a la creación de centros. La finalidad, una vez más, repitiendo la historia, y esta sí que es memoria histórica, no histriónica,  es poner dificultades a la Iglesia Católica. Y entre tanto, ignoramos lo que piensa la Conferencia Episcopal, que ni habla ni se conoce su existencia.

Podríamos recorrer así con todo detalle las numerosas agresiones a la razón que contiene esta ley de inspiración totalitaria. Pero no voy a dejarme en el tintero la estrambótica barbaridad de permitir a través de la ley que el castellano, o mejor dicho el español, deje de ser vehículo de aprendizaje, en España, dejando a los nacionalistas barra libre, más aún de la que ya disponen en un ejercicio de cinismo sin precedentes. Y toda esta gente se llama demócrata. Por favor… ¡Cómo se ha adulterado la semántica del término!  

 

Tampoco es de extrañar. Estos émulos de Lenin reproducen de maravilla aquello que el tirano comunista respondió a Fernando de los Ríos, ministro de Justicia en el primer Bienio republicano. Dijo… ¿Libertad para qué?  Pues eso. Libertad para qué.

Autor

Ernesto Ladrón de Guevara