12/05/2024 09:07
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Por un lado, es obvio que, gracias entre otros factores a la legislación electoral, el fallido Régimen del 78 se ha sustentado en la desigualdad ante la ley, con la tajante distinción entre ciudadanos de unas regiones y otras; desigualdad también palpable al observar los agravios comparativos entre las feudales ventajas de los políticos como casta preeminente y las precariedades del ciudadano común que se halla ajeno a la militancia partidocrática.

Por otro lado, vemos cómo la obstinada realidad va despertando -muy poco a poco- de su indolencia cívica a la gente, que a través de la expresiva voz popular confirma la evidencia: «la Constitución destruye la Nación». Por si ambas síntesis no fueran bien explícitas para entender este fango en el que nos hundimos, también nos encontramos con la celada normativa de una figura real que, aparte de ser inviolable, no está sujeta a responsabilidad. Como de hecho ocurre con la marabunta política que nos depreda.

Es decir, tenemos un Rey por ceremonia, un presidente por trampa electoral y una casta partidocrática endógena, privilegiada y ensoberbecida mediante el abuso permanente. Y todos ellos, por unos u otros motivos y por activa o por pasiva, están, desde el fortín de una intolerable impunidad, empecinados en humillar a España o en no liberarla de su humillación.

Dada, pues, la elefantiásica corrupción que asfixia a la patria, no es extraño que las rudimentarias manifestaciones populares y las exiguas campañas satíricas, absolutamente al margen de la propaganda oficial, giren sobre los mismos temas: hay un presidente maléfico; una casta política institucionalizada y cómplice, y un Rey engañado o inane; la soberanía nacional ha desaparecido y la monarquía como forma política del Estado se ha transformado en tiranía. ¿Qué es más degradante o más nocivo, un Rey irresponsable o un jefe de Gobierno tirano?

Los reyes, como quería Quevedo, e infundió la doctrina tomista y siguieron las más ejemplares autoridades que del Estado hablaron (Francisco Suárez: Dios no hizo los reinos para los reyes, sino los reyes para los reinos), deben comprometerse profesionalmente como tales reyes, pues los monarcas son jornaleros que tanto merecen cuanto trabajan, y siempre que su dedicación sea para honrar y defender a la patria que representan. Porque si al rey bueno se le ha de amar, al rey malo no basta con sufrirlo, hay que cuestionarlo y responsabilizarlo. Y en cuanto a los tiranos, lo que merecen es la vindicta contra ellos. Una vindicta siempre ajustada a derecho, por supuesto, pero implacable, porque el delito más atroz del gobernante es aprovecharse del pueblo y acabar robándole el Estado, es decir, sus impuestos, sus leyes justas y su libertad.

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Nos encontramos, pues, con un Rey que es jefe de un Estado sustraído por un tirano -que es a su vez jefe de Gobierno- y por sus cómplices; un Rey que, constitucionalmente, es, además, el símbolo de la unidad y permanencia de dicho Estado, y árbitro y moderador del funcionamiento regular de sus instituciones. Y, ante este cúmulo de paradojas, irregularidades y desafueros, florecidos y alimentados durante la ejemplar Transición democrática, gran parte de la ciudadanía cree que este Rey algo debería decir o hacer; pero ni dice ni hace.

Porque, a causa de la indignidad general en que sus dirigentes han sumido a la patria, nuestros ejércitos, nuestra Justicia y nuestra Educación -por referirnos sólo a las instituciones más relevantes-, hoy sólo traen grandes venalidades, ilicitudes y despilfarros, no grandes ejemplos o victorias. Y una cosa es que los funcionarios -tengan éstos uniforme, toga o vector- obedezcan órdenes sin más y acepten chantajes o sumisiones, y otra seguir el buen ejemplo, y exigirlo. Los unos tienen por paga el sueldo vergonzante; los otros, la aristocracia del espíritu, el honor y la gloria.

Un rey que no demuestra con hechos su dolor e inconformidad por una patria degradada y cautiva y que no se obliga a sí mismo a obrar bien ni siquiera por temor a la propia conciencia y a la infamia con que le harán figurar los historiadores en sus crónicas, es un rey para el desecho. Y la Historia será testigo de los aconteceres de la época. Pero ni el cinismo político, ni el pragmatismo burgués, ni el común hedonismo de estos tiempos menguantes, que al parecer sólo a unos pocos llenan de melancolía, pueden impedir o debilitar el efecto y la trascendencia del ideal, y del honor individual y patrio.

Porque si malo es que un jefe de Gobierno no sea susceptible al honor, resulta penoso que esa cualidad se halle ausente en un príncipe. Y no nos referimos a un ideal caballeresco, anticuado y medieval, sino al mero ideal personal y de servicio. Servicio a sí mismo y a la Corona que representa, y servicio al pueblo y a la patria. Y frente a esta idea de la persona, de la sociedad y del Estado, combatiéndola feroz e impunemente, está el socialcomunismo antiespañol, corrupto y cobarde, representante de una multitud degenerada y rencorosa, que abomina de la verdad, de la realidad y de la excelencia.

Por desgracia, la consigna interesada de que, al rey, si malo, hay que sufrirlo, no cuestionarlo; más la propaganda del antifranquismo sociológico, y la costumbre de dejar en manos de corruptos los asuntos políticos y los deberes institucionales, han tenido tal efecto que los delitos cometidos por cada responsable no han llegado a socavar como hubiera sido justo la popularidad ni la libertad de dichos dirigentes. No obstante, esta tendencia, esta omertá mafiosa, esta nauseabunda red de privilegios, cobardías y complicidades, no ha podido ocultar el fantasma de un futuro enigmático. Un porvenir oscuro que hasta el Rey irresponsable es capaz de advertir, y al que implícitamente aludió -ahora sí preocupado, porque moto tiene- cuando, en la reciente jura de la Constitución de la princesa, ofreció por heredera de la Corona a una joven expuesta a los vaivenes de un presente sin horizonte.

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Aunque es cierto que, dada la grave realidad, son pocos los comentarios que sobre el Rey se deslizan a través del prisma de la historia, de la fantasía o de la alegoría, en algunos casos sí que las sátiras aluden a la conducta real.

«Unos corruptos con labia

y un socialismo con rabia

venden a la España sabia

mientras el Rey está en Babia».

¿Producen desazón al Rey estos panfletos? ¿Hilaridad y despecho, tal vez? ¿Le sirven, acaso, para variar de actitud y de actuación ante los traidores y ante los cobardes o, amparado en su irresponsabilidad, los seguirá aceptando y consintiendo?

Lo cierto es que, si ahora se premia a los reos de cobardía y de traición a la patria, antiguamente se les ejecutaba. Para que sirvieran de ejemplo a los demás. Eran otros tiempos. Que tal vez las últimas e inmediatas generaciones se vean obligadas a recuperar. Si es que quieren sobrevivir como personas dotadas de albedrío y dignidad.

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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