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En estos tiempos que la atacan, la Hispanidad puede ser contrarrevolucionaria.
Ramiro de Maeztu en su ensayo titulado “La Hispanidad”, nos cuenta en sus primeras líneas que la hispanidad es un concepto que nos une a todos los pueblos de América y otros lugares, cuya civilización se la debemos a los pueblos hispánicos.
Bajo ese concepto, personas de diversas geografías, razas y sistemas de vida, han podido forjar un sentido de unidad a partir de un idioma compartido, una fe eminentemente católica y su correlato moral que determinan nuestra particular forma de mirar el mundo. La hispanidad es un concepto que nos une a los distintos de tantas latitudes.
Si los tiranos utilizan la conocida máxima “divide et impera”, sabemos que como contraparte a nuestro sentido de unidad nos encontramos la habitual amenaza de fragmentación. Desde la desanexión de Portugal al Reino de España, pasando por los movimientos independentistas de principios del 1800, y en la actualidad, el marxismo cultural, han pretendido reemplazar -siempre de manera infructuosa- nuestra cultura, nuestro idioma y hasta nuestro concepto de familia e identidad, dándonos a cambio muy poco que merezca la pena.
Por eso -y aunque para algunos el definirse como “hispanista” pueda resultar anacrónico- quiero contarles desde mi propia experiencia, cómo llegué a la conclusión de que, para asegurar la protección de nuestras familias, naciones y cultura, la noción de hispanidad puede ser de gran ayuda.
Mi historia comienza en Chile, el 18 de octubre de 2019, fecha que para muchos marcó un antes y un después en la forma de vincularnos con la cuestión política local. Ese día se inició un movimiento revolucionario altamente violento que tenía al país devastado de norte a sur por su agresividad, mientras los noticieros, las universidades y la opinión pública construían un relato paralelo en el que se ensalzaban esos hechos como un despertar nacional y una fiesta democrática.
Dichos actos revolucionarios -que cualquier persona con sentido común detecta como planificada- marcó a su vez, el puntapié inicial para otros focos insurreccionales en distintos países de Hispanoamérica, cuyos líderes políticos ligados al Foro de Sao Paulo y al Grupo de Puebla, terminaron por gobernar casi toda nuestra región.
La experiencia chilena fue particularmente violenta: el ataque simultáneo a diversas estaciones de metro, la destrucción de propiedad pública y privada, y los saqueos masivos a comercios locales resultaron ser algo espeluznante, aunque todo eso se queda chico con los atentados a nuestras iglesias.
Esa fue la primera experiencia con la revolución, para muchos. La sensación de inseguridad que se instaló en aquel tiempo no volvió a abandonarnos, y en lo particular, puedo recordar dos momentos críticos que me marcaron profundamente: el primero fue la gran connotación pública suscitada por el ataque de una iglesia de carabineros incendiada completamente, y cuyas evidencias se volvieron virales por el dramatismo de las escenas: la cúpula se desmoronó entre las llamas dejando ese lugar sagrado como un templo para los revolucionarios que se sacaban fotos en un escenario propio de una película de terror. Pero la prensa decía que eran protestas pacíficas.
El segundo instante fue una experiencia personal todavía más directa: recuerdo que nos dirigíamos en vehículo junto a mi hijo que en aquel entonces tenía sólo nueve años; mientras pasábamos cerca de la Plaza de Armas llamó nuestra atención un enorme alboroto. Había mucho ruido, gritos, un humo negro espeso y las sirenas de las patrullas policiales cerca de un montón de gente joven agrupada afuera de la Catedral; hombres y mujeres que en promedio no tendrían más treinta años, estaban todos atacando la iglesia. Unos trepados con hacha en mano hacían leña de sus antiquísimos pilares de madera nativa en algo que parecía una fiesta destructiva. Otros tantos habían forzado la entrada y se habían metido al interior para destruir y robarse las bancas que estaban ardiendo en la calle amontonadas como barricadas. Así nos tocó contemplar cómo un montón de revolucionarios destruían la fachada de lo que hasta entonces no sólo era la Casa de Dios, sino también uno de los monumentos nacionales más icónicos de nuestro país.
No tengo palabras para describir la impotencia de ese momento. Sólo recuerdo que intenté mostrarme tranquila para no asustar más a mi niño, pero las lágrimas caían por mi cara ante ese terrible espectáculo que yo contemplaba sin poder hacer nada. Intentar explicarle semejante barbarie a un niño pequeño fue la parte más difícil, y es que la verdad, siendo muy honesta, yo tampoco lo entendía.
Puedo asegurar que en aquellos tiempos mis intereses estaban plenamente ligados hacia lo profesional, pero estos eventos marcaron un hito y comencé a investigar más sobre política, historia y filosofía, para intentar comprender por qué tanta gente -mucha de ella muy preparada intelectualmente- podía creer que lo que estaba sucediendo en el país podría ser algo bueno.
La hipocresía de la izquierda chilena que mientras usaba la violencia como arma de acción política, discurseaba sobre abusos, dignidad y democracia, me llevó a profundizar en teoría política: era lógico, si ellos querían destruir el orden político liberal que había sido instaurado en tiempos del gobierno militar y sostenido por treinta años en democracia, pero nos ofrecían a cambio un modelo fracasado en todas partes, había que formarse mejor, porque la gran mayoría de la gente creía que movernos hacia el socialismo sería algo beneficioso.
A causa de ello comencé a escribir en LinkedIn, usando mi cuenta como una especie de blog donde relataba mis impresiones sobre lo que estábamos viviendo nosotros y otros países vecinos que al mismo tiempo enfrentaban la misma amenaza.
Entender el modelo liberal, con sus aciertos y falencias (que son las que abren las puertas a las revoluciones en el mundo hispano) me hizo llegar a la Iglesia Católica por una vía distinta. “La Ética Protestante y el Espíritu del Capitalismo” de Max Weber y obras como las de Adam Smith empezaron a asomarse entre mis libros de psicología, y eso me permitió descubrir que los elementos que resultaban del modelo liberal no eran liberales ni protestantes, sino que pertenecían a la Escolástica Tardía y la Escuela de Salamanca.
No era por azar que los chilenos, que adquirimos fama en las escuelas de negocio del mundo por nuestro “milagro económico” -a pesar de haber transitado desde el 50% de la población en la pobreza hasta llegar a un 8% en nuestros mejores tiempos- nos sentíamos avergonzados y culpables por haber salido de la miseria.
Mi conclusión fue que los hispanoamericanos tenemos un sistema moral diferente. No es que tengamos un complejo con la riqueza, sino que nuestras raíces católicas nos han enseñado de caridad, de ser solidarios, de preocuparnos por el prójimo, y desde ahí, cuando progresamos y vemos que otros no lo han hecho, sentimos que todo el esfuerzo ha sido insuficiente. Los actos de colusión entre empresarios nos molestan, nos enojamos cuando vemos la indiferencia de empleadores abusivos y nos duela que la gente -en lugar de ahorrar y vivir por debajo de sus posibilidades- está cada día más endeudada y empeora su calidad de vida. El discurso de la injusticia social pega muy fuerte en una sociedad eminentemente solidaria.
Nosotros no somos tan individualistas, impersonales y fríos. Somos distintos, por eso es que los discursos sobre la igualdad nos impactan tanto y creemos que esa igualdad se puede alcanzar por la vía del Estado, que es lo que la gente más ingenua y los totalitarios siempre defienden. Si pensamos que la justicia que anhelamos la puede otorgar el Estado, entonces seguimos eligiendo a los mismos verdugos, porque nos olvidamos de que la justicia social se logra por la caridad -que es el amor a Dios y por su extensión se desplaza al prójimo- y no por más burócratas viviendo de impuestos exorbitantes.
Cuba, Venezuela y Argentina, tres países hispanoamericanos íconos del desastre socialista, sucumbieron al mismo discurso igualitarista estando ellos en sus mejores momentos económicos, porque claro, los revolucionarios no van a hacer marchas a Haití o a Nicaragua para exigir más presencia del Estado. Lo hacen en los países prósperos cuya población está predispuesta a creer que en las manos de los revolucionarios vendrán tiempos mejores para todos.
Darme cuenta de que estábamos frente a una problemática más grande que nuestras propias fronteras fue una revelación. Sé que para muchos esto es más que evidente, pero fue entonces cuando concluí que si ellos se organizaban internacionalmente para atacar nuestros países, era imposible vencerles con batallas localistas.
Descubrí que el Modelo Liberal nunca dará resultados totalmente satisfactorios en la hispanidad porque nuestro espíritu no es protestante sino católico. Por eso tendrá más éxito Pablo Iglesias en los encuentros con el Partido Comunista, que cualquier ministro de economía explicándonos nuestros progresos con gráficos de barra. El componente moral-católico de la hispanidad es algo que se debe abordar si queremos dar una buena batalla desde el mundo de las ideas.
La hispanidad como concepto nos congrega a todos y hace que sintamos que las amenazas a nuestra libertad y prosperidad son igual de dolorosas cuando ocurren en México, España, Chile o Argentina. Desde ahí, la orientación a las acciones mancomunadas deberían ser la vía para superar este desafío.
Cierro mi columna de esta semana con el mismo autor con el que inicié estas líneas: Ramiro de Maeztu en su mismo libro decía: “ahora está el espíritu de la Hispanidad medio disuelto, pero vivo. Se manifiesta de cuando en cuando como sentimiento de solidaridad y aún de comunidad, pero carece de órganos con que expresarse en actos”. Quién sabe si las nuevas generaciones de hispanistas podamos ser ese órgano que permita a la hispanidad expresarse mejor en actos. Si fuéramos el corazón, por cierto, me sentiría más que satisfecha.
Autor
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Psicóloga-Gerente de Desarrollo de Personas en
Easy Coaching-Vicepresidenta y Coordinadora Nacional Ladies of Liberty Alliance-Profesor docente en varias universidades.
"En lo personal puedo decir que me he encontrado con varias verdades: como Psicóloga sé que nuestro desafío es que la razón prevalezca y cuando sea conveniente, domine a nuestras emociones; como Magister sé cuáles son las condiciones para que los seres humanos podamos tener una vida más significativa; como Dip. en Dirección y Gestión de Empresas sé que el emprendimiento juega un rol fundamental en el bienestar y que la iniciativa empresarial es irremplazable si queremos salir adelante como sociedad; como Master Coach sé que el liderazgo es la clave para influir en otros con las ideas correctas; como mujer sé que somos complementarias a los hombres y no necesitamos estar en guerra cuando necesitamos ser aliados; como madre sé que la familia es la célula principal de una sociedad; como católica sé que cuando Dios está en el centro de nuestra vida y dejamos “cautivarnos por Su alegría”, nuestra existencia se llena de color; como chilena hispanista sé que el legado de nuestra maravillosa cultura merece ser preservada y difundida, y que debemos sentirnos orgullosos por nuestra tradición que no parte en 1810 sino desde antes de la gran Cruzada del Océano".
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