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La nacionalidad suele ser motivo de orgullo porque define la identidad de las personas y hace derivar de ella los derechos de éstas. No quiere decir esto que antes del siglo XIX no hubiera identidades, sino que adoptaban formas muy distintas a las naciones que hoy conocemos. Y por supuesto desde siglos atrás existía la identidad española, fruto de la diversidad, el contagio, el préstamo y el mestizaje. Fruto de la Historia.

Tras mil años de encuentros y convivencia, muchos a ambas orillas del Atlántico y el Mediterráneo, quinientos de Estado integrador, y doscientos de vertebración liberal-nacional se han establecido suficientes lazos familiares y culturales como para que España pueda leer su historia sin llanto, sin necesidad de escarbar en la tumba de los Reyes Católicos o enrocarse en el El Escorial cada vez que nacionalistas vascos y catalanes nieguen su existencia. España, nación, estado, territorio, país o como quiera llamársela ha pervivido a través de los siglos y es una de las veteranas del mundo, con sus confines ya diseñados en la época de los Reyes Católicos, lo que supone todo un prodigio dada la enorme inestabilidad de las fronteras en Europa.

La nación española y otras naciones más vieron la luz en los primeros años del siglo XIX. Fue entonces cuando los Estados clásicos utilizaron la idea de nación para dotarse de elementos de igualdad y libertad frente al absolutismo anterior. Este nacionalismo cívico, del que ahora carecemos, nada tiene que ver con los nacionalismos actuales, que son nacionalismos comunitaristas, basados en formas de integración social y, consiguientemente, de exclusión del «otro», que contradicen los fundamentos clásicos de la sociedad moderna. El nacionalismo comunitarista está en el origen de numerosas tragedias contemporáneas ya que, para vencer la resistencia de la sociedad civil, que no existe en España, y su credo político siempre tuvo que haber violencia.

Paradojas del presente, mientras el mundo no alberga duda alguna sobre la existencia de España, en pleno siglo XXI hay algunos españoles que conciben su historia como una invención o un fracaso. Durante cuarenta felices años el régimen del Generalísimo habló indistintamente de paz o victoria equivocadamente pero, aún así, restañando las heridas propias y ajenas. Hoy se deja oír algún ignorante o tonto útil que piensa que España no es una realidad histórica sino un montaje de lo que llaman «la derecha», el folclore o los proyectos de reforma de las enseñanzas de las humanidades de algunos partidos políticos de esta tendencia. A tal extremo ha llegado la esquizofrenia del hecho diferencial que el sentimiento de España, incluso su simple vocablo, ha sufrido durante todos estos años de falsa democracia, una escandalosa censura.

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La mutilación se manifiesta en el destierro de la palabra España o en la inmunodeficiencia cultural de identificar lo español con la rueda de juicios sumarios y cárceles del franquismo que, por cierto, estaban menos visitadas por personajes políticos que hoy, aunque fueran socialistas y comunistas escondidos debajo de camisa azul.

El problema es la tremenda incultura de los representantes políticos que se presentan para gobernarnos y su tremenda soberbia y mal comportamiento político. La palabra no les remitiría entonces a la Inquisición de los Reyes Católicos sino a las coplas de Jorge Manrique; no les traería el rumor negro de la leyenda de Felipe II sino la palabra afilada de Quevedo y la prosa generosa de Miguel de Cervantes; no les hablaría de las matxinadas sino de Jovellanos y la quimera de la reforma agraria; no les susurraría al oído los nombres de los generales del XIX sino la patria que soñara Benito Pérez Galdós; no les recordaría la imagen de un rey dandynizado o de un cirujano de hierro sino el destierro de Unamuno en Fuerteventura, la rebeldía de Baroja o el ¿Dónde está la bomba que destripe el terrón maldito de España? que grita en Luces de Bohemia Valle Inclán; no repetirían monótonamente, como en los pases sucesivos de los viejos cines de barrio, un nombre, Franco, y su tiempo, la dictadura, que les suena hueco.

«España» ha pasado al olvido, aquella que como el poeta de Campos de Castilla soñó un día un sueño que no ha sido.

Autor

REDACCIÓN