17/05/2024 12:57
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Como español agradezco la posibilidad de acercarme a dicha fecha, dar cuenta de ella y abrir la mirada sobre la distorsión que sobre la misma se proyecta por parte de los herederos de aquel Frente Popular cainita, que quiso eliminar a la mitad de los españoles. Y acercarme a ella, para evitar los desvíos del ruido provocado para camuflar asuntos graves con falseades. Así, lo primero que conviene decir es que la memoria mantiene con esta fecha una relación imperecedera e inmarchitable, sin que ello excluya el dolor y el daño que la guerra sostenida desde 18 de julio de 1936 al 1 de abril de 1939 causó todos los españoles.

    Evitar los desvíos, decimos, porque el pasado para la izquierda es demasiado complejo de analizar con un mínimo de objetividad. Nos referimos a los desmanes cometidos por distintos grupos pertenecientes a este espectro ideológico durante el periodo de la Segunda República, durante la guerra que provocaron, inclusive durante la llamada dictadura franquista.

El 11 de mayo de 1931, la furia estalló en España. Militares republicanos, comunistas y anarquistas arremetieron contra las iglesias, conventos y colegios religiosos de Madrid y de varias provincias. Fueron tres días consecutivos en que hordas de hombres armados saquearon e incendiaron, ante los ojos indiferentes de la Guardia Civil, templos y edificios católicos, extendiéndose hasta el miércoles 13 inclusive.

    En Madrid, en tres días, los vándalos arrasaron ocho iglesias, y varios conventos y colegios religiosos. La saña fue tal que, en el convento de las mercedarias calzadas de San Fernando, se profanaron tumbas de religiosos, cuyos cadáveres fueron paseados como trofeos por parte de la turba. La destrucción también alcanzó a centenares de obras de arte sacro, convirtiendo en cenizas un patrimonio histórico de incalculable valor cultural. Después de estos tres días, el Gobierno republicano declaró el estado de excepción, pero se opuso a que la Guardia Civil actuara.

    Así comenzó la Segunda República, entronizada tras unas simples elecciones municipales.

    Era la reacción irracional, vandálica y satánica de sus más ardientes partidarios, que veían en la Iglesia católica al principal aliado y soporte histórico de España. Antes, una sucesión de decretos aprobados por el Gobierno provisional, declaraba no obligatoria la enseñanza religiosa en las escuelas del Estado y disponía la retirada de los crucifijos de las aulas. Semanas más tarde, se prohibía ejercer la enseñanza a curas, frailes y monjas, causando un enorme daño a los más humildes en las zonas rurales, donde no había más escuelas que las que patrocinaban diferentes órdenes religiosas.

    Comenzaba una historia de violencia, odio y muerte que iría ganando a la sociedad española y llevaría a la guerra. Ni siquiera la Agrupación al Servicio de la República formada por lo más granado de la intelectualidad española, que había conseguido tres escaños en las elecciones para las Cortes constituyentes, celebradas en 28 de junio, para reformar la Constitución de 1876, vigente, sirvió para moderar al nuevo régimen.

    Madrid, y todo España, quedó sumido en una profunda consternación, pues la mayoría de los españoles no llegaba a comprender ese odio y esa furia por parte de los republicanos radicales, comunistas, anarquistas y socialistas. Llegando a comprender que una nueva época, de resultados imprevisibles, había comenzado.

    El bienio republicano radical no pudo avanzar en sus prometidas reformas por falta de moderación y entendimiento con la oposición derechista. Y la crisis económica de los años veinte agudizó aún más el panorama. El resultado fue que, en las calles de Madrid y Barcelona, principalmente, los sectores obreros dirigidos políticamente por los partidos y sindicatos de la izquierda convirtieron las calles en un permanente escenario de conflictos, sin que faltasen en las trifulcas muertes, bien producidas por enfrentamientos con la autoridad pública, bien entre rivales políticos. Mientras tanto, el Gobierno aprobaba leyes y dictaba decretos que no hacían otra cosa que poner trabas a la inversión e impedir la regulación del trabajo en las zonas rurales, que era donde más escaseaba. Y en enero de 1932, el Gobierno presidido por Azaña, amparado en la nueva Constitución, decretaba la expulsión de la Compañía de Jesús. Era lógica que la Iglesia y los católicos no cesasen de aumentar en sus preocupaciones.

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    Se daban todas las condiciones para un estallido social de enorme magnitud. España se deslizaba por un despeñadero. Los atentados con bombas fueron aumentando, principalmente en Madrid y Barcelona. La división y el enfrentamiento entre rivales políticos ganaba terreno. Y el terror y la angustia se apoderaba de la población.

    El 19 de noviembre se celebraron nuevas elecciones. El triunfo correspondió a la coalición de centro-derecha que se presentó bajo las siglas CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas). Formó nuevo gobierno Alejandro Lerroux.

    El nuevo Gobierno trató de encauzar la situación derogando algunas leyes y disposiciones no beneficiosas para España, y alejadas, muchas de ellas, del sentir mayoritario de la población. Pero el cambio de autoridades no apaciguó los ánimos de los revolucionarios radicales, llevando a España a una espiral de violencia e intolerancia de dimensiones y consecuencias previsibles.  Todo ello no era otra cosa que la puesta en práctica de lo dicho por Lenin: “A Europa hay que tomarla por detrás, por la península Ibérica”, siendo que detrás de la agitación no estaba otro que Stalin.

    Así, el 8 diciembre de 1933, los radicales vuelan en Puzol el convoy ferroviario de la línea Barcelona-Sevilla; se producen gravísimos sucesos en Villanueva de la Serena (Badajoz), y en Madrid se registra varios atentados.

    En un contexto europeo ciertamente peligroso para la ley y el orden, el clima político en España ardía: anarquistas y comunistas planificaban una revolución al estilo comunista, a la que ahora se sumaban los socialistas presididos por Francisco Largo Caballero, el “Lenin español”, como se le llamaba, que rompe con la coalición republicana-socialista, y comienza a clamar por la vía revolucionaria para alcanzar el objetivo de una buena parte del PSOE, la “Dictadura del Proletariado”: “¿Armonía? ¡No! ¡Lucha de clases! ¡Odio a muerte a la burguesía criminal! (…). ¿Es que vivimos en una democracia? Pues ¿qué hay hoy, más que una dictadura de burgueses? Se nos ataca porque vamos contra la propiedad. Efectivamente. Vamos a echar abajo el régimen de propiedad privada. No ocultamos que vamos a la revolución social. (…). Tenemos que luchar, como sea, basta que en las torres y en los edificios oficiales ondee no la bandera tricolor de una República burguesa, sino la bandera roja (con la hoz y el martillo) de la revolución socialista”.

    Una semana después, el comité ejecutivo del PSOE reformuló su programa: nacionalización de la tierra, disolución de todas las órdenes religiosas, confiscación de propiedades, disolución del Ejército para sustituirlo por una milicia y desarticulación de la Guardia Civil.

    En esto contexto, se organiza, planifica y pone en práctica la llamada Revolución de octubre de 1934, que se inicia el día 5 y continúa hasta que es sofocada por el Ejército, el día 19. Dirigida por el PSOE y la UGT, que la creen legitimada por la entrada en el gobierno de la República de la derecha.

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    En este clima convulsó, violento y precipitado al enfrentamiento civil, se convocaron las elecciones de febrero de 1936, que terminaría ganando la coalición Frente Popular (socialistas, comunistas, anarquistas y republicanos radicales), de obediencia a Moscú, que había instado en Europa a formar coaliciones electorales, que supero a las derechas en unos ciento cincuenta mil votos, pese a las muchas irregularidades que se habían producido por parte de la izquierda, llegando al robo de urnas en aquellos lugares donde la derecha tenía previsto el triunfo.

    El presidente de la República, Alcalá Zamora, le pidió a Manuel Azaña que formara Gobierno. Mientras, en Moscú, reunido el Komintern, se elabora un plan de ejecución inmediata. Se trataba de la eliminación de todos los partidos políticos contrarios a la Revolución, la eliminación de personas no afectas y la implantación de un régimen comunista en España. Y Moscú no regateo medios en España, enviando a su agente, referente del Partido Comunista español, Aleksandr Mijáilovich Orlov. Un auténtico y reconocido asesino. Según el dirigente del PSOE, Francisco Largo Caballero… HABÍA QUE IR A LA GUERRA CIVIL.

    Y como todo estaba en el orden del programa previamente trazado. En la madrugada del lunes 13 de julio de 1936, no pudiendo encontrar en su domicilio al jefe de la Oposición, José M.ª Gil Robles, un comando de servidores del Orden  Público al servicio de la República y miembros de las milicias socialistas al mando de un capitán de la Guardia Civil (para no despertar recelo a los detenidos), se presentaron en el domicilio del líder monárquico José Calvo Sotelo, al que sacaron de su casa y de camino a la Dirección General de Seguridad (donde supuestamente le llevaban), le dispararon dos tiros en la nuca, arrojando su cadáver a las puertas del cementerio de La Almudena.

    No se podía esperar más. Había que dar cumplida respuesta a todo lo que venía sucediendo en España desde la fecha del 13 de abril de 1931… HABÍA QUE DESALOJAR A LA CHUSMA DEL PODER.

    Y comenzó la guerra generalizada en todo el territorio nacional por la división tanto del Ejército como de la población. Una Guerra que fue una CRUZADA por lo que se quiso aniquilar el Bando Rojo.

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Las leyes memorialistas de 2007 y 2022 de la izquierda, son el instrumento para ocultar su pasado, tergiversar la verdad y volver a encender el odio entre los españoles. Y por lo que se ve, les queda mucho camino por andar, sin advertir que ese camino está lleno de peligros. ¡Que sigan! ¡MUCHOS LOS ESPERAMOS!

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