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Cristóbal Colón, tras más de 10 años surcando los mares, fundamentalmente al servicio de los comerciantes de la isla de Madeira, era un experimentado marino que albergaba el sueño de navegar hacia occidente para alcanzar las Indias. Después de ver rechazadas sus intenciones por la corte portuguesa, Colón, por medio del consejero áulico de los Reyes Católicos, fray Hernando de Talavera, consiguió exponer su proyecto a la corte española. Si bien sus ideas fueron recibidas con una cierta reticencia por los duques de Medinaceli y Medina Sidonia, la reina Isabel de Castilla, demostrando una vez más su proverbial clarividencia y su enorme determinación, decidió que la Corona de Castilla debía protagonizar tan ardua misión. Dado su carácter a la vez pragmático e idealista, en la resolución de la reina pesaron, por un lado, la fuente de riqueza que suponía el establecimiento de una ruta marítima que facilitaba el acceso a un mundo escasamente explorado, y, por otro lado, la posibilidad de llevar a cabo una imponente tarea evangelizadora allende las fronteras.

Después de múltiples vicisitudes, el 3 de agosto de 1492 la expedición castellana -compuesta por tres carabelas conocidas como la Pinta, la Niña y la Santa María, capitaneadas respectivamente por Martín Alonso Pinzón, Vicente Yáñez Pinzón y el propio Cristóbal Colón- partió del onubense Puerto de Palos de la Frontera, para dar comienzo a una singladura que habría de cambiar para siempre el rumbo de la Historia. Con los marineros abatidos y al borde de la extenuación tras muchos días de navegación, el 12 de octubre de 1492 Rodrigo de Triana, el vigía de la Pinta, gritó ¡Tierra!, señalando así el final de una travesía que en su inicio se antojaba tan solo el sueño imposible de un marinero en busca de poder, fama y dinero. Ya clareando el día, la expedición desembarcó en la isla Guanahani, una de las islas que forman parte del archipiélago de las Bahamas, la cual fue bautizada por Colón con el nombre de San Salvador. De esta forma, Colón creyó ver cumplido su propósito de llegar a las Indias, cuando lo que realmente consiguió fue descubrir un nuevo mundo, algo de lo que sí se dio cuenta el al explorador y cosmógrafo Américo Vespucio, razón por la cual el continente recibió el nombre de América.

A pesar de la enorme proeza que supuso llevar a cabo un proceso civilizador a lo largo y ancho de todo un continente, resulta evidente que la conquista de América constituye uno de los principales pilares de la hispanofobia. Así, como señala Mª Elvira Roca Barea en su obra Imperiofobia y Leyenda Negra, “Inquisición y leyenda negra americana han servido de repertorio ideológico, con versiones distintas y actualizadas ad hoc, al protestantismo, a la Ilustración dieciochesca, al liberalismo decimonónico, al expansionismo estadounidense, al criollismo independentista, a la izquierda revolucionaria o de salón y, últimamente, al multiculturalismo indígena”. Son numerosos las pruebas irrefutables que demuestran la falsedad de la mayor parte de las críticas vertidas interesadamente contra el proceder de los españoles en el Nuevo Mundo, empezando por la injustificada exaltación de la peculiar idiosincrasia de los pueblos aborígenes americanos.

Así, centrándonos en el Imperio azteca, cabe señalar que a principios del siglo XVI gran parte de Mesoamérica estaba bajo el poder de los mexicas, un pueblo eminentemente guerrero, ubicado en un vago lugar del norte de México, conocido con el nombre de Aztlán, que dedicaba gran parte de sus esfuerzos a extender su manto de dominación por orden de Huitzilopochtli, su principal divinidad. Así, guiados por su dios, los mexicas llegaron hasta una isla en medio del lago Texcoco, donde, en 1325, fundaron la que habría de ser su capital, esto es, Tenochtitlán. La estructura política del Imperio azteca presentaba un carácter absolutamente jerárquico, con el señor de Tenochtitlán ocupando la cúspide de la pirámide imperial, desde donde ejercía su poder sobre los pueblos conquistados por medio de los señores locales, obligados por la fuerza a rendirle una total pleitesía. De hecho, dadas sus tendencias expansionistas y su escasa benevolencia con los vencidos, los mexicas sometieron a los primitivos pobladores de la región central mesoamericana, apropiándose de sus tierras, explotándoles laboralmente y exigiéndoles un tributo que incluía productos agrícolas y manufacturados, así como jóvenes guerreros obligados a participar en sus continuas campañas de expansión territorial. A su vez, la religión azteca tampoco era particularmente misericordiosa y fraternal, de tal forma que, después de cada campaña guerrera, eran numerosos los cautivos llevados a Tenochtitlán, con la finalidad de participar en rituales religiosos, donde los sacerdotes arrancaban el corazón en vivo a las víctimas, para, a continuación, ofrecérselo a los dioses como homenaje y a un selecto grupo de comensales como alimento. En este punto es necesario señalar que los sacrificios humanos constituyen un rasgo distintivo de todas las culturas mesoamericanas, si bien los aztecas llevaron este ritual religioso a su máxima expresión. En definitiva, cuando los españoles llegaron a América no se encontraron con unos pueblos angelicales, donde los indígenas se hallaban inmersos en una suerte de espiritualismo místico y en perfecta armonía con la naturaleza, sino que, por el contrario, se toparon con una sociedad, la mexica, esencialmente totalitaria, sumamente belicista y particularmente desalmada. Buena prueba de ello es el hartazgo de los pueblos mesoamericanos enfrentados al poder de los mexicas, como los totonacas y los tlaxcaltecas, los cuales no dudaron en unirse a los recién llegados, formándose así un ejército de coalición entre españoles e indígenas, que bajo el mando de Hernán Cortés, y a pesar de su enorme desventaja numérica, fue capaz de derrotar en 1521 a Moctezuma II, en ese momento señor de Tenochtitlan.

En cualquier caso, siguiendo la clasificación establecida por el filósofo Gustavo Bueno, al contrario que el “imperio depredador” establecido por ingleses y franceses, el español fue un “imperio generador”, en el sentido, como señala Mª Elvira Roca Barea, de “avanzar replicándose a sí mismo e integrando territorios y población”, creando así a su paso unas sociedades abiertas, en las que todas las personas gozaban de libertad y plenos derechos. De esta forma, España no estableció en América un sistema colonial donde los aborígenes se veían sometidos al poder omnímodo de los conquistadores, sino que fundó un sistema de virreinatos que poseían idéntico rango jurídico que los reinos de Castilla y Aragón. En consonancia con este planteamiento, Isabel la Católica dictó en 1500 una Real Provisión que abolía la esclavitud, adelantándose en más de tres siglos a Abraham Lincoln en Estados Unidos, a su vez legalizó los matrimonios mixtos, fomentando así el mestizaje y, por último, dejó escrito en su testamento que “No consientan ni den lugar a que los indios reciban agravio alguno en sus personas y sus bienes, más manden que sean bien y justamente tratados”.

Buena prueba del proceder justiciero de la monarquía española en sus posesiones de ultramar fue la destitución de Colón, en 1499, como virrey y gobernador de las Indias, debido a su mala administración y permanente abuso de poder, siendo sustituido por Francisco de Bobadilla. En esta línea de preocupación por la defensa de los derechos de los indígenas americanos, en 1511, la Corona española creó el Real y Supremo Consejo de Indias, constituido por un presidente y 12 consejeros, todos ellos versados en cuestiones legislativas y administrativas, cuya misión era informar de todo acontecimiento de particular relevancia relacionado con los virreinatos americanos.

Más allá de la reforma de la estructura política-jurídica-administrativa, la monarquía española llevó a cabo un ingente proceso de poblamiento y urbanización de América, de tal forma que se promocionó el desarrollo urbano y se crearon nuevos asentamientos, donde las tierras se repartían equitativamente entre indígenas y españoles. A su vez, para posibilitar el florecimiento de las nuevas ciudades, se acometió la construcción de una extensa red de caminos reales para unir comercialmente a todas ellas. Igualmente, para garantizar la provisión de servicios sociales a la comunidad, por un lado, se crearon cientos de hospitales, de tal forma que en pleno periodo imperial se logró habilitar una cama por cada 100 habitantes, algo inusitado en aquella época, mientras que, por otro lado, se fundaron más de veinte universidades, superando a las abiertas conjuntamente por Inglaterra, Francia, Portugal, Países Bajos, Alemania e Italia durante su etapa de expansión colonial.

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Si bien es cierto que fueron muchos los indígenas que murieron tras la llegada de los españoles al continente americano, no es menos cierto que la principal causa de mortalidad fueron las enfermedades infecciosas provocadas por virus -como el de la gripe, el sarampión y la viruela- portados por los conquistadores, tal y como señalan fuentes historiográficas de toda solvencia. Dicha circunstancia viene a desmontar uno de los argumentos esenciales que han dado cuerpo a la leyenda negra, ya que pone de manifiesto de manera incontestable que el genocidio indígena es tan solo una falacia más difundida de generación en generación por los enemigos seculares de la nación española.

A la luz de todo lo expuesto, solo cabe concluir que, con los Reyes Católicos a la cabeza, España inició una cruzada de carácter eminentemente civilizador y evangelizador que culminó con indudable éxito, al dotar al conjunto de Hispanoamérica de una cultura, una religión y una lengua que cohesionaron al conjunto de la región y, sobre todo, posibilitaron su desarrollo social y económico. Contra tan colosal hazaña, de un tiempo a esta parte se alzan las voces de distintos líderes políticos latinoamericanos radicalmente comunistas en connivencia con el rojerío patrio, enarbolando un discurso agresivo y amenazador, el cual, mediante un fanático ejercicio de tergiversación de los hechos, pretende estigmatizar al Imperio español magnificando sus sombras y ocultando sus luces. Ante tanta ignorancia, necedad y vileza solo cabe manifestar el más absoluto desprecio, desde el convencimiento de que más tarde o más temprano la verdad se abrirá paso, para mostrar la inequívoca grandeza del Imperio español.

Autor

Rafael García Alonso
Rafael García Alonso
Rafael García Alonso.

Doctor en Medicina por la Universidad Complutense de Madrid, Especialista en Medicina Preventiva, Máster en Salud Pública y Máster en Psicología Médica.
Ha trabajado como Técnico de Salud Pública responsable de Programas y Cartera de Servicios en el ámbito de la Medicina Familiar y Comunitaria, llegando a desarrollar funciones de Asesor Técnico de la Subdirección General de Atención Primaria del Insalud. Actualmente desempeña labores asistenciales como Médico de Urgencias en el Servicio de Salud de la Comunidad de Madrid.
Ha impartido cursos de postgrado en relación con técnicas de investigación en la Escuela Nacional de Sanidad.
Autor del libro “Las Huellas de la evolución. Una historia en el límite del caos” y coautor del libro “Evaluación de Programas Sociales”, también ha publicado numerosos artículos de investigación clínica y planificación sanitaria en revistas de ámbito nacional e internacional.
Comenzó su andadura en El Correo de España y sigue haciéndolo en ÑTV España para defender la unidad de España y el Estado de Derecho ante la amenaza socialcomunista e independentista.
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