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La actualidad informativa que nos inunda abarca un espacio tan limitado de tiempo, que, cuando el suceso, la noticia del hecho, ha excedido la duración de un día, una semana, como máximo, se da por terminado el asunto a los efectos del comentario, con lo que va atenuándose aquel carácter de permanencia, que fuera siempre consustancial a las ideas y a los hechos, cuya constante gravitación sobre el entendimiento y la conciencia contribuían a la elevación moral del hombre. De esta suerte, los problemas del espíritu, que, por medio de esta actuación, constituyen el ayer, el hoy y el mañana de la humanidad y de la historia, se alejan de nuestro plano de reflexión, por miedo unas veces de mirarlos cara a cara, y por debilidad de incomprensión en otras ocasiones. Todo ello es consecuencia de la infiltración lograda, entre individuos y colectividades, por el fenómeno del reduccionismo. Nos vamos habituando insensiblemente a mirar todas las cuestiones, hasta las más graves, a través de un espejo de superficialidad deshumanizante.

El homenaje que el Gobierno socialista-comunista-separatista realizó el 16 de julio contó con la muy digna presencia del vicepresidente y el portavoz de la Conferencia Episcopal en representación de la Iglesia Católica guardando compungidos el masónico minuto de silencio. El pánico cerval en el episcopado a que se desate el apocalipsis al desaparecer la «X» de la Declaración de la Renta, resulta en extremo espantoso y conduce a sorprendentes y extraños compañeros de cama unidos por el amor al vil dinero, tan criticadísimo por el Papa Francisco. Por lo tanto y una vez más, el seguidismo perruno al mundo posmoderno en el que la inmensa mayoría de la jerarquía sigue instalada no podía faltar. Lo cual la hermana en la irracionalidad, superficialidad y apostasía actuales participando en un ¿funeral?, ¿homenaje? ¿recuerdo? pueril, diseñado por el Gobierno más mentiroso, criminal y anticristiano desde la Segunda República.

Qué lejanos quedan ya aquellos valientes obispos, encabezados por el cardenal de Toledo, Gomá, que denunciaban, sin falsas prudencias ni componendas, la ideología anticatólica de la Segunda República y su sangrienta persecución. Pero claro, eso fue antes del cambio de paradigma político que supuso el terremoto del Vaticano II, produciendo una mayoría de obispos que se negaron a oponerse a la ley del divorcio de la UCD (1981) y a la del aborto del PSOE (1985). Así como de políticos considerados católicos de la talla de Adolfo Suárez, bajo cuyo Gobierno se instauró la ley del divorcio, siendo premiado con el honor de ser enterrado en la catedral de Ávila. 

Hablar de homenaje de Estado por los fallecidos resulta absurdo. A los muertos por una enfermedad no se les homenajea. Cuando se rinde homenaje a alguien es con el fin de reconocer su aportación a la sociedad, su trayectoria vital o incluso su muerte cuando se produce como consecuencia de su entrega a la nación y a sus compatriotas (víctimas del terrorismo, miembros del Ejército o de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado que mueren entregando su vida por España, sanitarios, etc.). En cambio, lo que corresponde a las autoridades respecto de las víctimas de una pandemia es analizar qué elementos fallaron o qué impidió atenderles adecuadamente, reconocer los propios errores, pedir perdón por todo lo que se pudo haber hecho mejor e intentar reparar o indemnizar sus negligencias en la medida de lo posible.

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Sin embargo, lo que el acto buscaba no era honrar a las víctimas sino la exculpación gubernamental. A través del sentimentalismo vacío el Gobierno pretendía evitar la asunción y exigencia de responsabilidades. Debido a su frivolidad y trivialización creciente, la política española, auténtica Conjura de los necios desde la transición, ha entrado en una espiral de vaciedad intelectual y moral esperpéntica, la cual no sería la primera vez que desembocara en tragedia. La nación que acertó a ser grande en el pasado se encuentra en una encrucijada histórica donde parece que ha optado por suicidarse y conviene entender los procesos que han conducido al marasmo actual.

Otro aspecto para resaltar se cifra en la manifiesta incapacidad e inutilidad del acto para generar un ambiente solemne, demostrando que el homenaje de Estado no era capaz de cumplir con ninguno de los objetivos propios de un acto este tipo. Se trató de un acto laico (que es lo mismo que laicista), en el cual se eliminó cualquier referencia a la trascendencia, a la dimensión espiritual del hombre, a la fe, a Dios, a Jesucristo y, como no podía ser menos, a la Iglesia Católica. Fue, en ese sentido, un acto contrario al ser de España, que no se explica sin el catolicismo. Un acto opuesto a su tradición, cultura e historia, que es consubstancial a la fe católica, fundamento de la unidad nacional desde el III concilio de Toledo (589) con la conversión del Rey Recaredo y la élite visigoda y más todavía con el largo proceso de la Reconquista. Realidad constatada históricamente, no por ningún paladín de aquello que el jesuita progresista Álvarez Bolado denominara despectivamente «nacional-catolicísmo», sino por el gran medievalista y presidente de la Segunda República en el exilio, Claudio Sánchez Albornoz en su obra España. Un enigma histórico.

En el aspecto representativo, dicho acto, también fue contrario a la sociología actual de España, donde un menguante 68,3% de los españoles, según el CIS de octubre de 2019, todavía se declara católico. No obstante, la debilidad de este argumento se manifestará al desplomarse estrepitosamente, en diez años, el número de católicos a pesar de «la primavera de la Iglesia» que insistentemente los palmeros oficialistas eclesiásticos siguen vendiendo. Los medios de comunicación del Vaticano, las diócesis y congregaciones religiosas están financiados por la institución a la que representan, por lo que es lógico que, en cierto sentido, sean medios de propaganda y con esa óptica han de ser leídos. Así continúan presentando una realidad inexistente que deja falsamente tranquilos sólo a los ingenuos que están predispuestos a dejarse engañar.

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La situación en que se encuentra la Iglesia es el fruto de proteger y ocultar durante decenios herejías, herejes y hechos inmorales que han dañado enormemente la fe del pueblo. La Iglesia Católica está en horas muy bajas y por ello sucede lo mismo con la civilización occidental alumbrada por ella. La inmensa mayoría de los que hoy formamos parte de la confesión católica nacimos y vivimos después del último concilio y hemos experimentado en nuestras propias vidas la decadencia que nos ha traído al momento actual.

Sin necesidad de observar estadísticas lo conocemos de primera mano. Nacimos en parroquias, compuestas de familias católicas, en donde vivir la fe era algo natural y formaba parte de la vida cotidiana e indiscutida de la mayoría de los fieles. El cambio generacional, a pesar de verse retrasado por el aumento de la esperanza de vida y la escasez de nacimientos, ha vaciado nuestras iglesias reduciéndolas a un pequeño y milagroso resto de supervivientes del naufragio. Los seminarios y noviciados, que ya hemos conocido en horas muy bajas, simplemente han desaparecido, hoy una profesión de votos o una ordenación sacerdotal resulta un evento extraordinario en muchos lugares. El envejecimiento de religiosos, sacerdotes y fieles es enorme.

El Gobierno social-comunista conoce sobradamente la irrelevancia de la religión católica en la actualidad española y, por ello, tiene una agenda laicista perfectamente definida y un compromiso firme por llevarla adelante que la deriva de postración y mutismo episcopal no lograrán frenar. En realidad, el «homenaje» fue un acto revolucionario, un acto en el que el Gobierno contravenía profundamente el carácter y el ser, tradición, cultura e historia de España. Este carácter revolucionario del homenaje de Estado es lo más grave, puesto que supuso la expresión, sin tapujos, de que el Gobierno considera que España está ya se encuentra madura para suprimir totalmente a Dios del ámbito público. Se trató de un acto donde el Gobierno de España hacía profesión de ateísmo, contraviniendo el sentir de gran número de españoles y de víctimas, renunciando a su deber con el bien común y despreciando el papel de la religión en la vida pública.

Autor

REDACCIÓN