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El término hijoputa se usa más para castigar a los varones como si con las hembras se tuviera cierta conmiseración. Verdad es que don Camilo no habla de ellas para calificarlas de esta guisa, que sería descalificarlas gratuitamente. Pero sus personajes reflejando la cruda realidad social del momento, se descuelgan con fragmentos como este:

«Moncho Preguizas aflauta un poco la voz cuando cuenta el diálogo entre las mujeres.

-¡Qué raras son las mujeres! ¿Verdad, usted?

-Hombre, según. (…)

-A mí me parece que todas las mujeres van al cielo derechas.

-A mí no; yo pienso que más de la mitad se condenan y acaban ardiendo en el infierno: unas por putas, otras por avaras y otras por asquerosas, las hay muy asquerosas, las francesas y las moras sin ir más lejos». (Pág. 85)

Seguro que el asunto viene de los más lejanos ancestros que eran varones, muy machos, y allá en sus arcanos cavernícolas construyeron el mundo a su aire, con las hembras a buen recaudo en las cuevas. La mujer casada en casa y con la pata quebrada, decían. Y de ahí surgiría el cabreo feminista de nuestros tiempos y que tanta lata dio después de la transición. Y ahora.

Pues cierto lo de Ortega y Gasset al afirmar: «Lo que llamamos mujer no es un producto de la naturaleza sino una invención de la historia».

«La tercera señal del hijoputa es la cara pálida… ¿cómo los muertos?, sí, o como Fabián Minguela.» (Pág. 39)

¡Oh! la palidez, con tanta vida literaria en los poetas románticos. Efecto sin

lugar a dudas es palidecer; por causa determinada, aunque quien palidece accidentalmente diga sin verse, que se los pusieron de corbata, ignorando que quién le provocó su palidez y repentina mutación, pertenece a la especie objeto de estudio, con una de las nueve señas, visible.

«La cuarta señal del hijoputa es la barba por parroquias, Fabián Minguela es barbilucio a suspiros. Con Rosalía Trasulfe, Cabuxa Tola, estuvo acostándose de balde al menos cuatro años. Fabián Minguela, el muerto que iba sembrando muertos por donde pasaba. A Rosalía Trasulfe, Cabuxa Tola, le estuvo tocando el culo y mamando las tetas, al menos desde 1936 hasta 1940, el muerto que mató a Afouto, al difunto de Águeda y puede que a una docena más.» (Pág. 47)

Los matones existieron siempre, anunciando a bombo y platillo, cementerio aparte y demás parafernalias. No en vano, por estos fantasmas, Mazurca

para dos muertos, toma su título de un asesinato y una venganza, sucesos o puntos de referencia en el hilo conductor de la obra que marca unas vidas señaladas por la sexualidad, la barbarie y la violencia. El título y la obra se gestan así; «En Orense, en casa de la Parrocha», con un acordeonista ciego que «murió en la primavera de 1945, justo una semana después de Hitler (…) se llamaba Gaudencio Beira y fue seminarista, lo echaron del seminario cuando encegueció…» Se ganaba la vida en la casa de putas de la Parrocha, y tenía un repertorio variado. Y la mazurca Ma petite Marianne que sólo la tocó dos veces, en 1936, y en 1940, cuando mataron a Afouto y a Moucho, respectivamente, «no quiso volver a tocarla nunca más». (pág. 11)

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En resumen en esta obra parece ser que quedan retratados todos los hijoputas que el autor conoció o tuvo referencia, habidos en la humanidad.

«La quinta señal del hijoputa está en las manos, blandas, húmedas y frías, Fabián Minguela tiene las manos como babosas.» (Pág. 56)

Obvio es que quien saluda transmite gran parte de su personalidad en el gesto. Aunque suele decirse: manos frías, corazón caliente, en el hecho de dar la mano al saludar, va el desprecio, afecto o indiferencia que se traslada y adivina de los que ya dan a priori mala espina, buena, o regular.

El hijoputa, con su orgullo, origen de todo pecado, no es muy dado a saludar. Y en este descender de la causa al efecto o de la esencia de una cosa a sus propiedades, de cuya evidencia salen las demostraciones directas en las matemáticas, vemos la siguiente señal:

«La sexta señal del hijoputa es el mirar huido, Fabián Minguela no mira por derecho ni en la oscuridad.» (Pág. 57)

Esta señal del mirar avieso, es fácil de identificar y nos alerta de la gente sospechosa; no para una mujer bella, cuyo centro de atención por su atractivo capta las miradas. A este respecto el autor más adelante expresa:

«Hay personas que pasan por la vida llamando la atención, aunque no quieran, y otras en las que nadie repara por más que se esfuercen. Concha da Cona estaba cada día más guapa y alegre, a las mujeres jóvenes se les ponen las carnes muy lozanas cuando enviudan, la naturaleza es muy sabia y suele barnizar el dolor de cachondería para permitirnos seguir viviendo. Concha da Cona toca las castañuelas como una gitana». (Pág. 73)

Hombres lobos, sacaúntos, ladrones, modelos montaraces y urbanos del vicio nefando, prostitutas, o gente de malvivir, vienen a estar clasificados entre los especímenes, donde los criminales llevan el título visible, y los delincuentes suelen esconderlo.

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En un ambiente de guerra que arranca desde que mataron a traición a Lázaro Codesal, va desfilando toda la pléyade de portadores de las señales

que dicen y acreditan lo que son. Lázaro Codesal -la primera víctima- murió en Marruecos, en la posición de Tizzi-Azza, y a quien mató un moro de la cabila de Tafersit… «mientras se la meneaba debajo de una higuera», (pág. 9) Vemos la condición humana más tremendista, en los personajes que hacen del mundo lo que es.

«La séptima señal del hijoputa es la voz de flauta, Fabián Minguela tiene la voz atiplada de las esposas del Cordero que cantan en el coro de la catequesis». (Pág. 64)

Este dato de aspecto sonoro puede esconder otras señales perceptibles por la vista que delatarían al portador si no lo conociéramos.

«La octava señal del hijoputa es el pijo flácido y doméstico, en casa de la Parrocha las pupilas se reían del pirulí de Fabián Minguela». (Pág. 84) La indicada señal obviamente es difícil de detectar. Aunque la fogosidad o impotencia del sujeto, hablan por sí solas. Y hay al respecto establecidos códigos de conducta nada desdeñables, en la hirsuta fauna.

«La novena señal del hijoputa es la avaricia, Fabián Minguela es pobre pero podría ser rico con lo que lleva ahorrado». (Pág. 91)

Fabián Minguela, «pasea por la vida las nueve señales del hijoputa». (Pág. 12) Nos aclara de entrada. Chocante es que el autor no se haya fijado más en los siete pecados capitales, hasta citar el segundo en ésta, su última clasificación de la especie. Un vicio capital, nos dice Santo Tomás de Aquino, es aquel que tiene un fin excesivamente indeseable, de manera que en su deseo, un hombre comete muchos más pecados, originados en aquel vicio como fuente principal, y de ahí lo de «capital».

¿Cómo dudar que el hijoputa no es ejemplo de estos pecados? Vicios capitales a los que la naturaleza humana está principalmente inclinada, y que se cifran por este orden de prioridad: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza. (Fin)

Autor

REDACCIÓN