16/09/2024 21:31
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Simplemente con mirar a nuestro alrededor se percibe que las cosas no están funcionando como debieran o al menos como el sentido común nos dice que deberían hacerlo. Incluso nos parece que la misma Naturaleza entra en colisión con lo real en un conflicto abierto con lo absurdo, lo falso e irracional de un relato que va imponiéndose, mediática y culturalmente, en todos los ámbitos de la vida cotidiana.

A pesar de esa falta de sentido, del disparate e insensatez discursivo e ideológico que sufre Occidente, un número importante de su gente y de sus pueblos se resiste a la locura de la imposición de la anormalidad como algo normal. Ahí están como ejemplos, más o menos recientes, los de Estados Unidos, Brasil, Rusia, Hungría e inclusive Filipinas, donde ha surgido una demanda de orden frente a la confusión y anarquía de la corrección política.

Lo importante tal vez sea lo más simple y eso pasa por volver a poner la vida del “hombre común” en su sitio. Sin normas ni ordenamiento no puede restablecerse ni la libertad de los pueblos ni la de las personas. Y no me refiero con ello a un orden autoritario o un régimen policial reaccionario que pretende lo imposible, como una vuelta a un pasado esclerótico, inmóvil muerto y momificado, sino la recuperación de un “orden natural” que se encuentra en los orígenes, que pervive, se transmite y guie el presente para avanzar hacia el futuro. Y esa es la demanda urgente de una sociedad que ha quedado huérfana de referentes en un mundo sin rostro ni lugar, reclamada, sobre todo, por parte de las clases más indefensas y necesitadas.

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Esa demanda popular ha buscado y busca protección ante el desorden global en líderes como Trump, Bolsonaro, Putin, Orbán o Duterte, con todos sus errores, aciertos, diferencias y contradicciones, que evidentemente puedan tener. En este ejemplo, todos han llegado a ejercer el poder e incluso aún algunos de ellos siguen ejerciéndolo hoy en día. Sus logros, en gran medida, ha sido encarnar esos principios y valores tradicionales -en parte olvidados- que se han conservado en ese sustrato social silencioso, como son la fe en lo Divino, la pertenencia a una comunidad y la tranquilidad que otorga el vínculo familiar. Esto sucedió por una necesidad concreta de recuperar el orden y por ese motivo, quienes lo han encarnado, han sido demonizados por el discurso único del poder global.

El hombre y las sociedades necesitan garantes y portadores de esos principios perennes que determinan su ser. De ahí la necesidad de estructuras e instrumentos que los representen y custodien. Y para esto es necesario el orden, porque sin este se imponen la violencia, la barbarie y la anomia, es decir el caos. Sin orden no es posible la supervivencia, la seguridad, la paz, el bienestar, la libertad y mucho menos la justicia social. Simplemente esa garantía es lo que se espera de los buenos gobernantes, ni más ni menos.

La agenda globalista, cargada de utópicas buenas intenciones, asfalta el camino del infierno totalitario con “rostro humano”. Oculto detrás de la demagogia y el buenismo, el mundo sin fronteras necesita del borrado de la identidad de los pueblos y acabar con las patrias que son parte de una civilización milenaria como lo es la Europea y Occidental. La Patria no deja de ser ese nexo que une las personas con sus semejantes que comparten ascendencia y cultura común, en relación con un destino consciente de su origen trascendente. Reforzar los lazos comunitarios y familiares, sostener a los más débiles, brindar seguridad, garantizar el trabajo, la libertad y el futuro de nuestros hijos, son necesarios, más que nunca, para continuar siendo quienes somos: pueblos soberanos que puedan conciliar el orden con la libertad.   

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En definitiva, para rechazar el caos del globalismo el pueblo llano está reclamando orden, que es la esencia del soberanismo. El orden no solo es un bien y una necesidad social sino también, es colocar las cosas en el lugar que corresponde. Y eso es el sentido común del que tanta falta hace en tiempos donde todo parece disolverse en lo efímero del vacío del nihilismo global.

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José Papparelli