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Se aproxima la hora del rezo de las completas, la última oración del día en la Liturgia de las Horas. Es una noche cerrada y oscura de diciembre, y en una pequeña casa sin calefacción, tan solo calentada por una vieja estufa de leña, dos veteranos frailes franciscanos se relajan en los únicos 45 minutos que disponen para ellos mismos en todo el día. Llevan viviendo así todos los días sin excepción durante 40 años, dedicando cada momento de sus vidas a cuidar a enfermos crónicos, adictos y todo tipo de personas abandonadas, perdedores. Esos escasos minutos charlando entre ellos y viendo las noticias en la tele es lo único de sus vidas que queda para ellos, porque los enfermos residentes del centro de acogida requieren de hasta la última de sus fuerzas. Yo tengo el honor de compartir un tiempo de mi vida con estos dos religiosos, y junto a ellos, como uno más de su comunidad, puedo comentar el día con ellos.
En la televisión pública hay un reportaje que habla del tema del aborto y el movimiento LGTB en Polonia. En dicho reportaje, la necesidad de ser tímidamente imparciales, al menos por decoro o profesionalidad, se había dejado de lado completamente. Llamaban a apoyar la lucha contra el gobierno de Polonia, en manos de “ultracatólicos” y “ultraconservadores”. Se señalaba a la Iglesia Católica polaca como la principal culpable de oprimir al pueblo, especialmente a las mujeres, al negarles un derecho sobre su cuerpo tan básico como es la destrucción de un feto. El reportaje terminaba con una llamada a la esperanza de que el pueblo polaco se alzaría y derrocaría la tiranía gubernamental. Lo cierto es que los españoles estamos aprendiendo durante este año lo que es un gobierno tiránico, pero no viendo reportajes de Polonia y Hungría, sino viviendo en una España donde disidir del progresismo de izquierdas cada vez es más peligroso, donde las leyes de censura y las ilegalizaciones de “discursos de odio” están prosperando impunemente.
Cuando terminó el reportaje, la furia que me invadió sólo podía compararse a la frustración. Viendo a mi lado a aquellos dos hombres consagrados, que lo habían dejado absolutamente todo para entregarse a los abandonados de la sociedad, realmente entendí que el mundo occidental cada día es menos digno del legado de la Iglesia Católica. Aquello era peor que un insulto personal. No pude evitar pensar quiénes serían ese grupo de periodistas que seguían, creyéndose muy valerosos, la voz de la corriente dominante. Así pensé también en la cantidad de personas de nuestra sociedad y nuestro pueblo que han renegado de su legado católico, y que cada día son más. Y en las personas que hace no tanto tiempo entraron en los monasterios y conventos y se dedicaron a asesinar y torturar de formas inimaginables a gente como la que tenía a mi lado, gente que su único delito era ser católica. Estos dos religiosos no hacen su gran labor por un espíritu humanista ni afán de superación, no buscan realizarse; se niegan a sí mismos para entregarse de fondo a los auténticos pobres tan sólo porque saben que es lo que su Señor quiere de ellos. Con ocasiones creemos que una bondad tan grande y desinteresada no puede ser cierta, y en verdad se puede pensar hasta que se ven cosas como esta, personas como ellos. Sólo la fe puede hacer a alguien darlo absolutamente todo sin esperar nada a cambio, nunca lo había visto tan claro. Pero de la misma manera que existe un bien que nos suele parecer demasiado perfecto para ser real, existe igualmente una maldad lo suficientemente cruel para odiar a estas personas por lo que son.
En 1936, los milicianos republicanos y militantes del PSOE sacaron en un convento muy cerca de aquí a 4 frailes franciscanos ancianos y a varias monjas y los torturaron delante de sus padres y sobrinos, a los que también mataron en su mayoría después. Estos religiosos se dedicaban a visitar a ancianos y enfermos que nadie quería ver, a enseñar a leer y a escribir a los hijos de pobres y a dar comida a las familias que se hallaban en la mendicidad. Quien diga que el mal es ignorancia, un malentendido o una pequeña complicación, no conoce ni quiere conocer estas historias. Como estos religiosos, muchos miles más fueron martirizados de la misma manera. Ahora, gente que piensa de manera muy similar a quienes cometieron esos crímenes, pregonan por los medios de comunicación y las redes sociales sus discursos anticlericales. ¿Qué sabe toda esa gente de la Iglesia? Desde luego no son de los que frecuentan el culto ni la compañía de católicos, pero de alguna manera parecen saber con plena certeza todo lo que la Iglesia es y predica. ¿Tiene alguno de ellos el valor de entregar sus vidas al servicio como lo hacen tantos religiosos?
Al día siguiente, en la oración de las vísperas, uno de los residentes de este centro, un hombre mayor con esquizofrenia muy avanzada se sentaba a mi lado en el banco y con un enorme esfuerzo, aprovechaba uno de los pocos momentos del día en los que tiene control de sí mismo para recitar con nosotros los salmos y las invocaciones. Le costaba mucho pero ahí estaba. Como él hay muchos más que no tienen a nadie o que su familia los ha abandonado, algunos lo han perdido todo y han caído en las drogas o el alcohol porque una mujer se ha aprovechado de su bondad, pero estos casos no se contarán en los telediarios como violencia de género. Sin los dos hermanos franciscanos, estas personas no tendrían ni quién les entierre ni rece por ellos. Es en estos momentos cuando toda la Escritura, las viejas palabras de los profetas y de los evangelios, cobran sentido. De los perdedores, y de quienes voluntariamente se hacen como ellos para servirles, de ellos es el reino de Dios. No entrarán en él los que solo claman por derechos para ellos mismos, derechos que les facilitarían la vida y les eludirían responsabilidades. Era inevitable cuando vi como uno de los frailes acompañaba con cariño y dulzura a este irremediable enfermo mental, que recordase a una mujer que salía en aquel reportaje de la tele que decía que no había nada más importante que permitir a las mujeres hacer lo que quieran con su cuerpo. Porque esta comparación me dejaba las cosas muy claras, me decía lo que significa ser católico, y el tipo de personas que son las favoritas de Dios, me dejaba claro qué bando había escogido.
Esa gente cree que la lucha por la justicia es la libertad de hacer lo que les venga en gana, pero por encima de todo quieren libertad sexual. Estas generaciones completamente alienadas con su creencia de que tienen derecho a todo no heredarán el reino de Dios. Ese reino es para la gente que ellos se quieren quitar de en medio, gente que ellos creen que no deberían nacer o seguir viviendo. Resulta terrible ver como la generación que ahora mismo posee el mundo pretende por un lado echar a los últimos que se aferran a él en la vejez, y por otro lado impedir que otros lleguen a la vida. Todo porque su libertad y sus derechos están por encima de los perdedores. Para ellos, muchas de las personas que hay aquí deberían haber sufrido una eutanasia en el momento en el que se quedaron como están, o directamente se les debería haber privado de la vida si se supiera que iban a nacer como están. Sin embargo, estos dos hijos de la Iglesia Católica se han hecho cargo de ellos a costa de sus intereses personales. Soy indigno de compartir techo, comida y fatigas con esta gente, pero sólo profesar su mismo credo y tener al mismo Señor es el mejor regalo que se me podría haber hecho. Tened claro que no hay discurso de humanismo, ni libertad individual, ni buenismo que supere la fuerza, la nobleza, la rectitud y la humildad de las enseñanzas de la Iglesia Católica. Prefiero mil veces perder con esta gente que ganar con los dueños de la sociedad.
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