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“Fue en ese cine, ¿te acuerdas?, una mañana, al este del Eeedeeeeeeeeeennnnn… James Dean tiraba piedras (…)”. Así empieza una de las mejores baladas que se ha compuesto y que yo, en ciertos momentos y qué (poned la deidad favorita) me perdone; he cantado a algunas mujeres. Luís, (Eduardo Aute) qué bien lo hacías, cuando querías y te dejaban. Pero no voy a hablar aquí de romanticismos, de amoríos, de plañir de guitarras ni olor a rosas, no, para nada… voy a contaros el día que conocí a la mujer más excitante del mundo. Fue en Granada, la época en la que yo viví allí (2007).
En esa época, queridos niños, el vibrador del móvil era una novedad muy a tener en cuenta. Y, ojo, de vibradores va está historia, pero no de los que imagináis, cabrones… Realmente sólo he visto un vibrador en mi vida, de esos que digo imagináis. Me lo puso, encima de la mesa donde yo curré un verano como auxiliar administrativo (con 17 años, qué tiempos en los que había trabajo hasta para los gilipollas como yo), un constructor amigo de mis jefes. Era un falo de plástico que giraba sobre sí mismo, al ritmo marcado por unas pilas, mientras su gordísimo dueño nos decía: “¡Mirad, esto las vuelve locas!”. Y muchos tíos forrados de pasta reían alrededor. Tras de mí, unos recortes de prensa que yo había puesto, para tocar los cojones pues estaba en el centro de Madrid, sobre el título de Liga obtenido por el Barça unas semanas antes. No se puede esperar menos de un tipo con el carnet de Boixos Nois en la cartera. Mientras la polla de plástico giraba y giraba, haciendo cabriolas muy raras sobre mi enorme mesa… pensé: “Esto no es serio, me mola”. Así descubrí una parte de la vida que, por entonces, desconocía: la gente con mucha pasta puede ser igual de imbécil, o más, que yo, que ya es decir”.
Retomo el título de mi historia, y a la mujer a la que va dedicada (te mando un beso, guapa. Que nada te quite la alegría). El día de autos, yo ni me acordaba ya del falo mecánico, por supuesto. Pero la mecánica fue la clave de lo que ocurrió, el móvil… movimiento, vibrador… ahí está el quid de la cuestión. Noche cerrada, invierno aledaño a Navacerrada… ¡un frío! La hostia qué frío hace en Graná por Navidad. Disco-pub (sí, queridos niños, antes había lugares llamados así). Yo dentro de él, junto a un amigo con el que vivía, sin mariconeos. 2 mujeres, rubias para ser exactos, tremendas y aledañas a nosotros. Bullicio, humo, aprieta el culo o te lo estrujo; ya sabéis, mucho follón soportado para follar, o intentarlo. ¿Por qué nos gustarán tanto esas cosas?. 2 mujeres enormes en belleza y, a cada trago de cerveza, su voluptuosidad aumentaba y, por extraño que parezca, nos miraban. No éramos feos, pero se notaba qué sí estábamos “tiesos”. ¿Qué perversión mueve a 2 estupendas mujeres, de madrugada, a acercarse a 2 notas patéticos y paupérrimos? Eso nunca me lo ha dicho la protagonista de esta historia, con la cual mantengo contacto virtual, a menudo. Sigo con las 2 rubias, antes de que la prota fuera mi amiga sin derecho a roce. Tras unas presentaciones a gritos al oído y risas sin saber por qué, pero que eran imprescindibles, “intimamos” (intimar es algo que ahora llaman intento de violación pública. Pero en esa época, queridos niños, todavía te podían tocar el culo, y hasta tocárselo tú a una mujer, sin cita previa ni notario certificando el evento. ¡Qué tiempos!) . Mi amigo estaba más borracho que yo, que ya es decir, y no tardó mucho en diluirse por la etílica bruma erótico-festiva del disco-pub. Pero yo persistí, tenaz, raudo y galán (mi cuarto apellido, por cierto) hablando con las 2 rubias. Ojo, no había mucho más que hacer allí. Era mero trámite borrachil e intento fornicador lo mío. Pero hete ahí que la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida ay, ay… Yo estaba hasta el moño (y todavía nadie conocía al psicópata Che Pa) de estar ahí, así que fui al grano con una de las rubias, la que estaba más a mi lado. No me gustaba ni más ni menos que la otra, pero estaba a mí pegado. Le pedí el número de móvil, para tratar de reencontrarnos otro día, con el sol aledaño. Y ahí, en esta gilipollez aparente, vino la situación que sitúa a esta mujer como la mujer más excitante del mundo.
Me dijo el teléfono susurrando gritos en mi oreja. Yo lo apunté, en mi móvil, complaciente. Por supuesto pensé que el número era falso. ¿Para qué iba una rubia tremenda a darle su teléfono a un pringado como yo, que ni podía pagarse otra cerveza y, ni mucho menos, invitarla a ella?. Me quise largar de allí tras oírla gritarme su móvil, y por supuesto lo hice. Se lo pedí por inercia, no por interés real. Qué me perdonen las rubias, pero no hay mayor dolor en el mundo que ser ciego en Graná… dale limosna… Y como yo era –y soy– vidente (en su primera acepción) tenía la libido jartica todas las horas del día. Me fui, pero no quería despedirme a la francesa, por lo cual aparté a un buen puñado de gilipollas de esos que antes se apiñaban a tu lado, sin saber de dónde cojones habrían salido, y fui a gritar la despedida a “mi rubia”. A mis bramidos, ella respondió con sus gritos de que ya nos veríamos por ahí, que ella era de Graná y tal. ¿Y a mí qué más me da? –pensé –. Yo soy de Madrid y estoy esperando una llamada para irme a Gran Canaria a vivir. ¡Ya sé que el número que me has dado no es tu móvil, pero bueno, igual nos volvemos a encontrar otro rato! –la grité románticamente. Y aquí, queridos niños taparos los oídos, vino , y devino, la situación más erótica que he vivido en mi vida. No sé si he lubricado bien la historia para el coito que es este clímax: la rubia me miró a los ojos, a los míos que son 2 luceros. Ya no hacían falta susurros gritados, ya no. Tomó mi mano y sentí ese frío caluroso de la mano de una preciosa mujer desconocida que se apropia de ti. Se paró el ruido, los gilipollas que me golpeaban ahora me daban masaje, ya no olía el hedor… mis 5 sentidos pertenecían a ella. Disfruté como un hombre lo que jamás lloré como niño… y manteniendo mis llaves en el bolsillo, aprende, Boabdil, de la gente de Madrid. Pegó mi mano –que ahora era suya pero yo seguía sintiendo – a su entrepierna. Un lugar mágico y ceñido bajo unos vaqueros, en uno de cuyos bolsillos se mostraba, protuberante y fálico, su móvil (queridos niños, antes los móviles no eran planos). Apretó bien mi mano –su mano – con la suya – mi mano– a su entrepierna y me dijo: “Llámame”. Con la mano que todavía era mía, o no era suya, saqué mi ladrillo y marqué el número falso que me había dado. De repente, la otra mano empezó a vibrar y a calentar nuestras miradas hasta tal puto que me tuve que ir de allí. No quería matar a cientos de inocentes por un incendio provocado por una rubia, la mujer más excitante del mundo.
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