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Me complace reproducir hoy una de las cartas que conservo de Dionisio Ridruejo, a quien conocí en casa de don Ramón Serrano Suñer y con los que pasé tardes súper agradables oyéndoles hablar de España, de José Antonio, de la Falange y de lo que había sido y seguía siendo el Movimiento Nacional. No se me olvida el “choque” que se produjo una tarde entre ambos al hablar del futuro de la Falange. Para don Ramón la Falange había muerto con José Antonio, porque los sucesores y herederos oficiales más que falangistas habían sido traidores a José Antonio… sin embargo, para Dionisio la Falange ni estaba muerta ni podría morir nunca, aunque, eso sí, estaba sumida en un sueño profundo, en el que la habían metido el propio Serrano y Franco cuando en Salamanca acordaron y decretaron la Unificación de los Partidos. Allí murió la Falange y se podrá resucitar el pensamiento de José Antonio y las ideas que conformaban su programa, pero la Falange en sí, como Partido y como marca política, estaba muerta,  “bien muerta”, según ambos.

 

Por ello, no me extrañó que ambos hubieran roto con Franco tan pronto (ya en el año 1942) y que se hubieran alejado del Movimiento. Don Ramón Serrano volvió a su profesión de abogado y por ese camino alcanzó la cúspide de la abogacía española y Dionisio Ridruejo fue más lejos y acabó en la oposición interna a Franco, hasta el punto de ser encarcelado o desterrado más de una vez.

 

Ahora pasen y lean la Carta que le escribió a Franco el 7 de julio de 1942.

Carta a Franco

Madrid, 7 de julio de 1942

Al Excmo. Sr. D. Francisco Franco Bahamonde

Jefe del Estado

Jefe Nacional de FET y de las JONS

Madrid

“Mi General:

Si me atrevo a distraer la atención de V. E. con esta carta es simplemente por una razón de conciencia.

Cuando llegué a España, tras una ausencia larga e ilusionada, tuve, en mi choque con la realidad, una impresión penosa que no quise dejar de comunicar a V. E. en la audiencia que se dignó concederme. Podía yo, aún entonces, creer que se trataba solamente de eso: del choque con una realidad agria al salir de un ambiente de pura esperanza. Luego han pasado meses, he podido estar con unas y otras personas, ver directamente el estado de las cosas y tener según creo una impresión justa de todo. El resultado ha sido para mí doloroso. Todo ha ido llegando a los peores extremos. Vivíamos antes en un estado de mal arreglo, pero ahora no parece quedar ante el falangista sincero el margen de esperanza que hace meses parecía abierto. No creo que se trate de una nueva sensibilidad mía, pero en todo caso lo cierto es que seguir viviendo silencioso y conforme como un elemento, aunque insignificante, del Régimen me parece, en el estado actual de cosas, un acto de hipocresía. Por eso adopto esta actitud sincera al dirigirme a V. E.

No sé si se puede tener una vocación profesional, incondicional, por la política. Yo no la he tenido jamás. Me he encontrado en ella —en un puesto de mando, siquiera sea aparente— sin desearlo, arrastrado por mi voluntad de servicio no simplemente a España —que a ésta creo poder servirla siempre sin función pública, con mi simple vida— sino a un Movimiento político definido y concreto, con sus principios y sus proyectos, que es la Falange. Sólo dentro de ella creía servir políticamente a España con arreglo a mi conciencia y con ilusión eficaz. Cualquier otra cosa podía parecerme incluso respetable pero me parecería siempre «otra cosa», en la que no creo tener nada que hacer. Y éste es el caso. Durante mucho tiempo he pensado —junto con algunos de los servidores más inteligentes y leales, más exigentes y antipáticos quizá también, que ha tenido V. E.— que el Régimen presidido por V. E., a través de todas sus vicisitudes unificadoras, terminaría por ser al fin el instrumento del pueblo español y de la realización histórica refundidora que nosotros habíamos pensado. No ha resultado así y esto lleva camino de que no resulte ya nunca. No voy a aludir al contenido mismo del propósito, sino simplemente a la técnica de su realización, que era la de una dictadura nacional servida por un movimiento único, creadora y revolucionaria.

Puede esa fórmula de Régimen ser mejor o peor que otra, pero en todo caso de lo que sí debemos estar seguros es de que, de ensayarla, habría que hacerlo con todas sus consecuencias, aplicándola seriamente. El dictador no puede ser un árbitro sobre fuerzas que se contradicen, sino el jefe de la fuerza que encarna la revolución. El Movimiento no puede ser un conglomerado de gentes unidas por ciertos puntos de vista comunes, sino una milicia fuerte, homogénea y decidida. Y sobre todo, ese Movimiento, con su jefe a la cabeza, debe poseer íntegramente el poder con todos sus resortes y el mando efectivo de toda la vida social en cuanto la sociedad es sociedad política.

Por supuesto todo esto no al servicio de un capricho de opresión, sino al servicio de una creación verdadera, de una empresa capaz de crear para ese pueblo mejores formas de vida y un ideal colectivo proporcionado a su vitalidad.

Frente a esto, ¿cuál es la realidad? Repito a V. E. que para mí, falangista, la fuerza a que he aludido no podía ser otra que la Falange misma, ensanchada, sin menoscabo de la intención que tuvo en su origen, hasta el límite que permitiese su capacidad de asimilación de las masas nuevas; que el Régimen entero debía ser ocupado por auténticos falangistas —porque los principios viven por los hombres y no por su simple virtud— y que el jefe del Régimen había de serlo en cuanto jefe auténtico de esa Falange.

La realidad es casi absolutamente opuesta a este esquema. V. E. puede, si quiere, pensar que, producida esa identidad formal entre jefe del Movimiento y jefe del Régimen, todo se legitima simplemente por la concurrencia de las decisiones en este vértice. Pero yo me permito sostener que la autenticidad ha de ser cosa de hecho y extenderse a cada organismo; que no basta una disciplina común. Y lo cierto es que los falangistas no se sienten dirigidos como tales, no ocupan los resortes vitales del mando, pero, en cambio, los ocupan en buena proporción sus enemigos manifiestos y otros disfrazados de amigos, amén de una buena cantidad de reaccionarios y de ineptos.

El resultado es catastrófico. En primer término, la Falange gasta estérilmente su nombre y sus consignas amparando una obra generalmente ajena y adversa, perdiendo su eficacia. En segundo lugar, la pugna hace que toda su obra aparezca llena de contradicciones y sea estéril. La mitad de la energía del Régimen se pierde en discusiones, recelos, actos de ataque y defensa, etc. Por último, la pretensión de los que inútilmente se disputan el Régimen engendra en todo el país desesperadas indiferencias o bien pugnas enconadas: un estado mixto de desentendimiento y guerra civil.

Por otra parte el Movimiento mismo, al no sentirse misionado, pierde fe y realidad, desgasta sus equipos y termina por hacer prevalecer a los que, por mediocres, resultan más cómodos, mientras dura en su seno la pugna de una unificación que será imposible mientras las posiciones más contradictorias tengan autoridad para diluir sus principios en el patrioterismo tópico de la derecha tradicional.

Amén de esto, el Movimiento se desprestigia por su burocratismo inoperante y se hace grotesco e indigno al tener que soportar frente a sí otras fuerzas más reales, mejor armadas y de contraria voluntad política. Ser falangista ya apenas es ser cosa alguna y es además exponerse a diario vejamen. ¿Cómo un Movimiento en tal situación puede ser lo que debe ser: la extensa minoría revolucionaria que posee y defiende el plan al que todos tendrán que plegarse y el cuerpo galvanizador del pueblo en los trances decisivos?

Mientras esto sucede, he aquí la terrible realidad del Régimen:

1.º Fracaso del plan de gobierno y de la autoridad en materia económica. Triunfo del «estraperlo». Hambre popular desproporcionada.

2.º Debilidad del Estado, que sufre las intromisiones más intolerables en materias que afectan a su propia contextura política, mientras se enajena el apoyo popular con una política excluyente de estilo conservador.

3.º Abandono de una política militar de previsión eficiente y, en cambio, permanencia del Ejército como vigilante activo de la vida política; cosa que se justifica por la inestabilidad del Régimen, en la tradición intervencionista, no superada, procedente de un siglo de guerras civiles.

4.º Confusión y arbitrariedad en el problema de la justicia, con agudización del encono rojo en extensas zonas del pueblo.

5.º Conspiración incesante de los sectores reaccionarios, anglófilos de ocasión, que invita a la intriga a las gentes que defienden privilegios y toman posiciones enfrente del Régimen y más concretamente contra la Falange.

6.º Olvido total de la verdad fundacional falangista. El Movimiento inerme y sin programa. Los mandos poco auténticos y sobradamente vulgares. La masa a expensas de los demagogos.

Todo esto, mi General, en un recuento a la ligera. Pero basta. Quiero subrayar con él que no tenemos régimen que valga, salvo en sus aspectos policiales, y que la Falange es simplemente la etiqueta externa de una enorme simulación que a nadie engaña.

¿No sería mejor avanzar decididamente hacia un régimen sincero? Yo y cualquier falangista preferiríamos hoy una dictadura militar pura o un gobierno de hombres ilustres a esta cosa que no hace sino turbarnos la conciencia.

Por mi parte puedo decir a V. E. que no he hablado con persona alguna del Régimen que no ponga un tono de «oposición» en sus palabras. ¿Es esto normal? Nadie se siente responsable de lo que se hace porque todos piensan que esto es una cosa provisional en la que están de tránsito.

Puede pensar V. E. en cómo todos estos problemas, que quizá el tiempo pudiera resolver en ocasión más tranquila, adquieren un carácter de trágica urgencia ante la situación del mundo, en el que España está fatalmente situada y en el que quizá puedan llegar momentos peligrosos y en el que es inútil pensar en rebelarse porque el conato de rebeldía podría ser utilizado por los de fuera e interpretado como traición.

Que el Régimen es impopular no es preciso decirlo. Y es claro que esta impopularidad comienza a minar grave y visiblemente el prestigio de V. E. y a invalidar históricamente la Falange, cuyas ideas no han sido ensayadas y cuyos hombres son insignificante minoría en el mando efectivo del país. El falangista tiene que luchar dentro contra el sentido general del Régimen, contra bloques enteros del Estado que le hostilizan. Y tiene que luchar fuera para defender este mismo Régimen con el que está disconforme. ¿Cómo es posible sostenerse en tal situación? Pero la cosa es más grave: la campaña antifalangista se replica en el seno de la Falange con otra campaña contra V. E. y las dos pueden tener éxito. Porque, en efecto, «parece» que la Falange manda y, en efecto, también «parece» que V. E. burla a la Falange. Nunca ha sido más fácil provocar una crisis. Por eso, repito, sería preferible una situación del todo adversa, manifiesta y clara.

Todo parece indicar que el Régimen se hunde como empresa aunque se sostenga como «tinglado». No tiene, en efecto, base propia fuerte y autorizada y la crisis de disgusto es cada vez más ancha. Un día podría producirse el derribo con toda sencillez. Entonces los falangistas caeríamos envueltos entre los escombros de una política que no ha sido la nuestra. ¿Piensa V. E. qué desgracia mayor podría yo tener, por ejemplo, que la de ser fusilado en el mismo muro que el general Varela, el coronel Galarza, don Esteban Bilbao y el señor Ibáñez Martín? No se trata de no morir. Pero ¡por Dios! no morir confundido con lo que se detesta.

Pero yo no pretendo otra cosa que advertir. Confieso que los pequeños cargos aparenciales con que V. E. me distinguió me pesan en exceso y sería feliz librándome de ellos. Por el momento pido meditación solamente. Preveo que esto tal como lo vivimos acabará mal. No sé si aquellos camaradas míos a quienes aludí creen otra cosa; no he querido mezclar a nadie en estas manifestaciones. Desde luego sé que ellos —como yo— saben cuán fácilmente el porvenir podría tomar un rumbo diferente. Se trataría de dar el paso decisivo. De mi entrevista con V. E. saqué la conclusión de que el paso no se daría. Y cumplo con mi conciencia presentando ante V. E., y sólo ante V. E., mi más absoluta insolidaridad con todo esto. Esto no es la Falange que quisimos ni la España que necesitamos. Y yo no puedo exponerme a que V. E. Me tenga por un incondicional. No lo soy. Simplemente pienso con tristeza que aún todo podría salvarse. Pero mientras lo pienso estoy ya moralmente de regreso a la vida privada.

Perdóneme V. E. toda esta impertinente crudeza. Sepa en cambio que con todo fervor le deseo una vida de aciertos para España.

Respetuosamente a las órdenes de V. E.

Dionisio Ridruejo

 

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Por la transcripción Julio MERINO

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.