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En el Camino de Santiago francés “el de toda la vida”, a su paso entre Astorga y Ponferrada hay (o había) 2 aldeas llamadas Matavenero y Poibueno. Están apartadas del Camino. Hace casi 20 años estuve allí 3 veces, a mi paso por el Camino. Siempre es bueno desviarse de las rutas trazadas, pues la vida suele transcurrir más libérrima allende. En esos gloriosos tiempos sin Internet ni móviles de toqueteo táctil y muy inteligentes ellos, mucho…; las cosas se conocían in situ o por oídas (o leyendo) de alguien que había estado allí antes. Fue mi caso con estas aldeas. La voluptuosa camarera de un solitario pub de Astorga se prendó de un peregrino que no parecía tal (yo) y, sin pedirle consejo alguno de guía turística, me contó que esas aldeas me iban a gustar, porque eran “pueblos jipis”. Pese a no reconocerme como tal en los espejos del pub, acepté jipi como alguien que no viste con corbata y va caminando demasiado a menudo para un ser humano actual.
Fui y vi, sin afán alguno de vencer. Y sin GPS. Andando y guiado por el sol y la intuición. Lo primero que pensé al ver Matavenero es que se parecía a la “pitufialdea”, con pequeñas construcciones que, en su arrogancia, pretendían ser casas, diseminadas por doquier y a cada cual más estrambótica y oculta desde lo alto de las montañas maragatas y de El Bierzo, en cuya cuenca está este lugar. Me chocó mucho el olor a marihuana y, sobre todo, que todas las construcciones con ínfulas de casa, tenían cadenas y candados. Ahí me cercioré, por completo, del significado que “propiedad privada” tiene para los okupas, pues los habitantes de esta aldea –otrora pueblo de pastores maragatos – eran eso… pero como el paraje es un paraíso natural, se llamaban así mismos: naturistas; y al lugar: ecoaldea. Tras disfrutar de su desinteresada hospitalidad, descubrí también que los okupas tienen la virtud de ahorrar, ya que no gastan nada en alquileres ni gastos de energía, y muchos de estos pasaban allí sólo los meses de buen tiempo y en otoño e invierno cogían aeroplanos y se iban a sus países de origen, o donde les saliera del cipote, pues tener dinero es lo que tiene: absoluta libertad de movimientos. Y, precisamente, ahorrar era algo que no necesitaban la mayoría de matavenerenses (¿será este su gentilicio?), pues vivir allí era un capricho muy sostenible al estar sostenido por cuentas corrientes previas y perennes.
Podía haber desarrollado mi paradójica teoría de que un okupa es un propietario de lo ajeno, hablando del gueto en el que vivo (Hediondo Puente de Bellacos, en Madrid) y de todas las casas okupas que han lindado con la mía y me han martirizado la existencia. Una pena no ser yonki, teniendo las tiendas pegadas a mi casa. Prefiero lo de El Bierzo. Sobre mi gueto, enlazo el vídeo-minuto que hice en él, al respecto del tema de marras. Prefiero vivir como dice Ted Danson, interpretando a Guilliver en una magistral tv-movie: “Muchas veces, las cosas no son como se ven, sino como se recuerdan”. También he vivido con okupas en Eivissa, eso os lo endilgaré en otro artículo. El caso es que los okupas urbanos, pese a ser unos guarros colosales, viven mejor que los naturistas, porque tienen paguitas, están censados y de más prebendas que todos conocemos. Y algunos tienen un gusto exquisito eligiendo vivienda, y ocupan unos chalets o unos pisos de obra nueva que tú no te podrías comprar ni en sueños.
Tengo historias muy nutritivas de mis 3 visitas, siempre yo sólo, a este pueblo okupado. Me quedo con la última vez que fui, ex profeso para proponer hacer un documental sobre la zona. Tuve que hacer la propuesta en una especie de Asamblea, en la que todos los habitantes dispuestos a votar, se reunían y lo hacían. Si no se lograba el 100% de votos, a la mierda la propuesta. Allí es donde fue la mía, por sólo un voto disidente, curiosamente de la única tía madrileña que había allí, que tenía un carácter más agrio que una ensalada de limones. Ahora me alegro, pues en esa época ir allí a hacer un docu era, poco más o menos, lo que hizo Livingstone en África: un follón de la hostia.
Me quedo con una residente alemana que, mientras todos votaban, me enseñaba su velluda-rubia entrepierna (el resto se adivinaba por su escaso vestido) y se me insinuaba agradablemente, cosa que, por lo menos yo, siempre agradezco. Hice caso omiso, pues aún estando soltero seguía guardando una estúpida “fidelidad” a la exnovia con la que sabía volvería a salir en breve. Pasé solo 1 día, con su noche (siempre me había quedado 2 ). Cuando me fui decidí cambiar la ruta de mis 2 visitas anteriores, y no retroceder, para ir directo hacia Ponferrada. Estos ecotarados me indicaron un sendero por el cual remontar las montañas y salir a una pista que me llevaría a una carretera “road to Ponferrada”. Antes de abandonar todo atisbo de civilización me topé con la alemana cachonda. Me había tendido una trampa, al saber que yo pasaría por allí. Estaba en una alberca alejada de la pitufialdea y rebosante de agua, esperándome. Al verme empezó a desnudarse y a testar el agua con la mano, invitándome a bañarme con ella. Allí estaba yo, rodeado de naturaleza leonesa y voluptuosidad germana. Estaba de buen ver, así como dios la trajo al mundo pero unos 30 y pico años después, una madurita para mí, por entonces. Hablamos en inglés (si es que se le puede llamar así a lo que yo hablo en ese idioma absurdo) y pese a que en circunstancias normales hubiera pasado del sendero “road to Ponferrada” y me hubiera quedado practicando inglés, francés y griego con una alemana, varios días… yo no fumo porros y eso hizo que dominara en mí el estúpido sentimiento de fidelidad, innecesario en mis circunstancias, y que mi libido estuviera ya en Ponferrada tomando algo en un bar. Seguí adelante, aunque mirando atrás un par de veces. Ella insistía tentándome presumiendo de todos sus encantadores encantos… y yo, como buen gilipollas (como buen Zambombo – leed la imprescindible novela “Amor se escribe sin hache” de Jardiel Poncela –) seguí adelante mirando al poco cielo que dejaban ver los árboles, buscando el perdón divino por tamaña afrenta a los instintos humanos y a mi forma de vida epicúrea. El sendero, para mi asombro, terminó enseguida y no hace falta decir que me perdí. Ahí no había senda, ni nada. Puro monte salvaje. “¡Jodidos fumetas!” fue lo más suave que exclamé cuando, horas después, estaba atrapado entre ramas, inmovilizado con mi mochila a la espalda, pero sin echar de menos no llevar corbata. Remontar una montaña desconocida y deshabitada y ser atrapado por ella es una sensación curiosa, por llamarla de alguna manera. Salí bien parado, por eso de que todos los tontos tienen suerte, pero al llegar a Ponferrada pillé un autobús de vuelta a Madrid. Ya había tenido suficiente Camino por esa vez. Y hasta hoy.
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