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Sólo quien busca, encuentra. El resto, adocenado, se traga lo que le cuentan.”

La historia se repite una y otra vez, para nuestra desgracia. Y es que el ser humano es el único animal capaz de tropezar un sinfín de veces con la misma piedra y, además, sonreír al mismo tiempo. Como no podía ser de otra manera, este es nuestro caso, el de los españoles y, por supuesto, el de los europeos.

Hablar de inmigración es complicado, pero voy a hacerlo, porque hay que alzar la voz y decir la verdad, contar la verdad, que, por cierto, es única; de lo contrario no lo sería. Y es complicado hablar de ello porque no es políticamente correcto hacerlo si eres contrario a la opinión de una mayoría que, manipulada, ve en la inmigración la salvación de Europa, en general, y de España, en particular. A ellos les digo, con rotundidad, que se equivocan. Más bien será todo lo contrario.

Vaya por delante que no soy contrario a los movimientos migratorios. ¿Quién en su sano juicio podría serlo? Los movimientos de población representan una constante en la historia de la humanidad. Siendo así, ¿quién podría oponerse a ellos? Nadie. Los seres humanos se han movido de un lado a otro durante miles de años en busca de un lugar mejor donde poder establecerse, trabajar, formar una familia; en definitiva, vivir -a ser posible, mejor- y desarrollarse. Y no dejarán de hacerlo, porque es un fenómeno natural -a pesar de que hay quien dice que una aseveración tal debe apoyarse en literatura científica que lo demuestre.

Como decía anteriormente, hablar de inmigración no es fácil, porque hay muchos intereses en juego y muchos actores implicados -desde particulares hasta organizaciones internacionales, sin olvidarnos de algunos Estados y, como no, organizaciones no gubernamentales (ONG)-, pero hay que hacerlo, porque es un asunto que está -día sí, día también- en boca de políticos y periodistas, que son quienes sientan cátedra y crean opinión -como ellos dicen-. Y no hay que ceder ante estos, porque si lo hacemos, terminaremos convirtiéndonos en esa sociedad distópica que describía George Orwell en su novela “1984”; y no lo duden, vamos camino de ello.

Lo que está ocurriendo en España no es un fenómeno nuevo, como tampoco lo es para el resto de Europa. Desde hace ya muchos años, nuestro país se ha visto afectado sobremanera por los movimientos migratorios irregulares; unos movimientos que, favorecidos y alentados por la globalización, están generando desequilibrios importantes en Estados hasta ahora estables.

Se dice que la inmigración es la solución al descenso de la tasa de natalidad y el envejecimiento poblacional que padece Europa, pero es una falacia que, de tanto repetirse, parece haberse convertido en indubitable verdad. En el caso de España, también se dice que es la solución para el pago de las pensiones futuras, pero lo cierto es que la mayoría de los inmigrantes que llegan a nuestro país son personas con baja cualificación profesional; además, un gran número de ellos pasa a engrosar directamente las listas del paro -cuya cifra es, de por sí, alarmante-. Consecuentemente, es poco probable que este tipo de inmigración resuelva el serio problema que padecemos, nosotros y los europeos. La realidad es que sólo una política en pro de la natalidad podrá resolverlo. Y esto estamos muy lejos de conseguirlo, porque ni resulta una prioridad para la población ni para quienes nos gobiernan, que están poniendo todos los medios a su alcance para destruir la familia -pilar fundamental de toda sociedad-, fomentar el aborto y promover la ideología de género, con las consecuencias devastadoras que todo ello conlleva para la humanidad; una humanidad que se asemeja cada día más a la descrita por Aldous Huxley en su libro Un mundo feliz.

Si bien es cierto que la inmigración puede ayudarnos a paliar alguno de los problemas que padecemos, también lo es que para ello debe ser controlada y de calidad -siempre adecuada a la demanda de mano de obra existente, nunca superior a esta.

En primer lugar, las fronteras han de estar controladas; sin embargo, no lo están. Existe en Europa un espacio llamado “Schengen” al que están adheridos un total de 26 países; a saber: Alemania, Austria, Bélgica, Dinamarca, Eslovenia, España, Estonia, Finlandia, Francia, Grecia, Hungría, Islandia, Italia, Letonia, Liechtenstein, Lituania, Luxemburgo, Malta, Noruega, Países Bajos, Polonia, Portugal, República Checa, República Eslovaca, Suecia y Suiza. Dicho espacio facilita el movimiento de toda persona en su interior una vez se encuentra dentro de cualquiera de los países que lo conforman. Vamos, todo un paraíso para el terrorismo internacional, el crimen organizado y la delincuencia.

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En segundo lugar, hay que buscar mano de obra extranjera sólo si se necesita, evitando a toda costa la llegada masiva e irregular de inmigrantes, animados, la mayoría de las veces, por un “efecto llamada” cuyas consecuencias son indeseables -o no- para unos y otros, para ellos y para nosotros.

Al hilo de lo anterior, y para aquellos que piensan que lo del “efecto llamada” es una burda patraña, les invito a que echen un vistazo al año 2018, año en que sufrimos un importante rebrote de la inmigración irregular (véase el gráfico 1). Todo comenzó en el mes de junio, inmediatamente después de la moción de censura a Mariano Rajoy, a quien sustituyó en el cargo Pedro Sánchez Pérez-Castejón. Durante varias semanas, fue noticia reiterada en los medios de comunicación social la llegada al puerto de Valencia del buque de salvamento “Aquarius”, que llevaba a bordo un total de 630 inmigrantes procedentes del continente africano -los mismos a los que el Gobierno italiano había denegado la entrada en el país-. Simultáneamente, el nuevo Ejecutivo anunciaba su intención de aprobar un Real Decreto-ley que daría pleno derecho a los inmigrantes sin papeles al disfrute de la sanidad “pública”. Pues bien, a la par que todo esto ocurría, el número de inmigrantes irregulares llegados a nuestras costas por medio de embarcaciones se disparaba. Según los Informes Quincenales sobre Inmigración Irregular del Ministerio del Interior (MIR) correspondientes a los períodos 01/01/2018-15/06/2018 y 01/01/2018-30/06/2018, durante la segunda quincena de junio llegaron a nuestras costas 146 embarcaciones con 3.700 personas a bordo; cifras que representaban un incremento del 31,53% y del 34,43%, respectivamente, sobre el total acumulado hasta entonces (463 embarcaciones con 10.746 personas a bordo). Al finalizar el año, habían llegado a España un total de 64.298 inmigrantes irregulares; 36.524 más que el año anterior (es decir, un 131,5% más).

En boca de Pedro Sánchez, su gesto para con los inmigrantes del Aquarius fue “una llamada a la solidaridad del conjunto de la Unión Europea”; lo que se tradujo en todo un “efecto llamada”, pues los africanos confundieron Europa con España, aquí llegaron y aquí se quedaron. ¡Y vaya si se quedaron…! Según consta en el Informe Anual de Seguridad Nacional 2019, “en 2018 se registró el mayor número de llegadas irregulares a España, desde que se tienen registros en 1999.” Concretamente, fueron 64.421; el 46,24% del total de la Unión Europea, a la que llegaron 139.306.

Ahora trasladémonos a un pasado mucho más próximo. Mucho antes de que se publicara el Real Decreto-ley 20/2020, de 29 de mayo (BOE. Núm. 154), por el que se establece el ingreso mínimo vital (IMV) y en el que se regula el pago de éste -una ayuda mensual de carácter permanente, que oscila entre 462 y 1.015 euros al mes-, varios partidos políticos y ONG solicitaron la regularización de entre 600.000 y 800.000 inmigrantes irregulares y su acceso a la mencionada renta -pues conocían de antemano su implantación-. ¡Menuda ruina! ¡Que paguen los españoles, que para eso trabajan! ¿Verdad? Y es que ya lo dijo Carmen Calvo: “El dinero público no es de nadie.” Pues bien, tanto a ella como a quienes piensan como ella -que parecen ser muchos- les agradecería que nos explicaran cómo van a contribuir al pago de nuestras pensiones estos inmigrantes cuando pretendemos que sean ellos los primeros perceptores de las ayudas del Estado.

En cualquier caso, cabe tal posibilidad. Existen precedentes: (1) el expresidente José María Aznar regularizó a casi 500.000 inmigrantes -sólo tenían que demostrar que llevaban dos años en España, acreditar un contrato de trabajo de un año y vínculos familiares con un ciudadano español u otro extranjero con permiso de residencia-; (2) su sucesor, José Luis Rodríguez Zapatero, hizo lo propio con más de 700.000. Así que ya veremos en qué termina la cosa…

Pues bien, a pesar de la crisis política, social y económica en la que estamos inmersos, desde que se comenzara a hablar de la “regularización de irregulares” y de su derecho a percibir el IMV, el incremento de estos fue significativo, habiéndose pasado de 6.498 (31 de mayo) a 41.861 (31 de diciembre). Es decir, durante los últimos siete meses de 2020 España recibió un 544,21% más que durante los cinco primeros meses del año (véase el gráfico 2). Y a fecha de hoy (10 de febrero de 2021), el goteo continúa y parece imparable -los datos de entrada durante el mes de enero ya superan a los del mismo periodo del año anterior en un 35,6%-. Todo parece indicar que nuestro país está sufriendo las consecuencias de un nuevo “efecto llamada” motivado por las políticas estatales, que no diferencian entre españoles y extranjeros a la hora de distribuir las prestaciones sociales, privilegiando a los últimos, pues están dirigidas a los más necesitados -a los que menos ingresos tienen.

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Como mencioné de soslayo al comienzo del artículo, nuestro país tiene un paro estructural elevadísimo desde hace bastantes años (véanse los gráficos 3, 4 y 5) y la continua llegada de inmigrantes sólo lo empeora. Según consta en la Encuesta de Población Activa (EPA) correspondiente al cuarto período del año pasado (4/2020), al finalizar 2020 teníamos 3.719.800 parados, cifra que se espera siga aumentando a lo largo del presente año. Evidentemente, España no está en disposición de recibir más inmigrantes -y mucho menos irregulares.

Para que veamos las cosas más claras, tal vez sea bueno echar otro vistazo atrás (véase el gráfico 6). Entonces veremos claro que desde 2009, en nuestro país hay más extranjeros sin trabajar que trabajando o buscando trabajo, lo que implica que más del 50% de ellos no aporta nada; más bien todo lo contrario, demanda todo tipo de servicios, ayudas y subvenciones.

Al margen de lo expuesto, pero relacionado con ello, he de decir que lo peor de todo es que el problema que nos acucia trasciende el ámbito nacional, para alcanzar el supranacional, porque es en el seno de organismos internacionales como la Organización de las Naciones Unidas (ONU), por ejemplo, donde se toman muchas de las decisiones que, con el paso del tiempo, terminan afectándonos a todos. En este sentido, en diciembre de 2018, 156 países -sobre un total de 193- firmaron, en Marrakech, el “Pacto Mundial para una Migración Segura, Ordenada y Regular”; toda una declaración de intenciones a la que se han adherido sin tener en cuenta la opinión de sus ciudadanos. En dicho pacto, las naciones firmantes -entre las que se encuentra España- se comprometen a cumplir un total de 29 objetivos -independientemente del carácter del fenómeno migratorio, sea éste legal o irregular-. Y ahora la pregunta es la siguiente: ¿Por qué nuestros líderes toman decisiones que nos afectan sobremanera sin consultarnos? Si tanto presumimos del sistema democrático, ¿por qué no se someten a plebiscito tales asuntos? ¿O tal vez piensan que cuando están en el poder pueden hacer lo que les viene en gana? ¿Qué sentido tiene vivir en una sociedad democrática si las decisiones son autocráticas? ¿O es que tal vez existe una autoridad supranacional que lo gobierna todo?

Vinculado a todo esto nos encontramos con la Agenda 2030 -impulsada por el Foro Económico Mundial (Foro de Davos) y diseñada, dicen, para alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) que ha marcado la ONU-, toda otra declaración de intenciones que demuestra que “los políticos no hacen planes para ver qué hacen por nosotros sino qué hacen con nosotros”.

Así pues, el inexorable paso del tiempo, unido a una inmigración fuera de control o impuesta por entes supranacionales como el Foro de Davos –“By 2030 […] a billion people will be displaced by climate change. We’ll have to do a better welcoming and integrating refugees.”-, terminará por destruir lo que tantos siglos hemos tardado en construir.

España no les pertenece, ni a ellos ni a nosotros; por tanto, ni pueden ni podemos hacer con ella lo que nos venga en gana. España es de cada uno de los españoles, de cuantos nos precedieron y de cuantos están por venir: nuestros hijos, los hijos de nuestros hijos y los hijos de estos.

Está claro que la inmigración no es la panacea, y muchísimo menos la solución a nuestros problemas. Así pues, la salvación de España no descansa en los inmigrantes sino en nosotros, los españoles. Nuestro es el deber de hacerla renacer.

Dicen que “no hay peor ciego que el no quiere ver ni peor sordo que el que no quiere escuchar”. Ahora les toca a ustedes juzgar. España merece la pena; nuestros hijos merecen la pena.

* A continuación van los gráficos aclaratorios del articulo que también puedes ver descargándote este archivo:

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REDACCIÓN