
La existencia de un puñado de jueces íntegros y ejemplares hace más evidente la indignación y la vergüenza ajena causada por el comportamiento de toda una camarilla judicial dedicada a ciscarse en el Derecho y, más allá, en la Justicia. Con idéntico merecimiento que el de los políticos al constituirse en casta abominable, podemos referirnos a la casta judicial. Es obvio que hoy, en España, sobrevuela una irritante e intolerable inseguridad jurídica, forjada con maquiavélico propósito por la estructura partidocrática secuestradora del Estado.
No creo que exista en la sociedad algo más repugnante que un togado corrupto. Atesorar una formación acerca de la ciencia legal, jurar defender la equidad, el espíritu de la ley, el buen uso del fuero y alcanzar la prerrogativa de poder ejercer la auténtica justicia para luego dedicarse al chantaje y a la prevaricación desde los tribunales debe de ser terrible. Los abogados, jueces y fiscales corruptos que con tantísima facilidad han crecido y medrado durante la democrática Transición, constituyen una monstruosidad social, la peor amenaza para la convivencia, el modelo definitivo de lo que ha representado la Farsa del 78.
Tan insólito como que por el mar corrieran liebres y por el monte sardinas, debiera ser que por los tribunales se dedicaran a dictar sentencias los malhechores. Que es lo que, por desgracia, desde el «asesinato de Montesquieu», llevado a cabo por el PSOE y por sus cómplices, ocurre en España, con la vergonzosa aceptación de la inmensa mayoría fanática o ignorante, o ante su complaciente indiferencia. Si engañar, fingiendo hacer justicia, es gran bajeza en el hombre, mucha más lo es cuando ese hombre ha empeñado su palabra y su mente en defensa de la ley.
Con abrumadora frecuencia, hoy, en España, los delincuentes son premiados, y los justos condenados. Hoy, en España, las sentencias no se sustentan en el Derecho ni en la ecuanimidad, sino en el capricho, en la ideología o en la podredumbre moral de quienes las dictan. Hoy, en España, el caso juzgado no será sancionado de acuerdo a las pruebas presentadas y a las evidencias existentes, sino que dependerá del juez «que te toque», esto es, de su rectitud o de su vileza, como estamos hartos de escuchar, de ver y de sufrir.
Hoy, en España, la judicatura -como la política- está plagada de gentes de mala disposición, venales, cobardes y perjuros, que no ven limitado su poder para el ejercicio de toda clase de fechorías legales y desafueros. Gracias a la Farsa del 78 la independencia judicial ha desaparecido, la ética se ha esfumado y la verdad es una puta arrastrada y escarnecida desde todos los extremos de la patria. Gracias a la Transición democrática la igualdad e integridad jurídica son inexistentes y la atrocidad delictiva se ha enconado en el tejido social, convirtiendo la convivencia en un acontecer irrespirable, a merced de los canallas.
Hoy, en España, tenemos una casta judicial mafiosa, correa de transmisión de unos Gobiernos y de unos políticos desleales a sus juramentos y a su patria. Ambas castas son la viva expresión de la tragicomedia que representan como protagonistas de la acción. Los señores de los ropones mercantilizan su primacía social haciendo política o comerciando con su carrera. Se ríen de la separación de poderes y dedican sus expectativas y codicias, o su sectarismo, a escupir sobre su deber y su honor. Su comportamiento es un deleznable ejemplo contra la deontología y contra el orden natural de las cosas.
España, además de a la casta política, bajo cuya bota suda sangre, soporta a unos supuestos jueces cuyo fin consiste en ocultar o blanquear la podredumbre y exonerar de culpa a los criminales, por un lado; y, por otro, en condenar al acusado cuando éste es una voz molesta para el poder del déspota. Dos objetivos miserables. De ahí que señalemos el dilema: satisfacer el servilismo, la ambición y la iniquidad, o acudir al honor, esa es la elección. Quienes se regodean en turbios idearios y en el disfrute de prebendas, dando de lado a su propia estima y pundonor, deben ser arrojados a las mazmorras más tenebrosas, junto a los forajidos que los alientan y recompensan.
Según Quevedo, los jueces son para los demonios algo más sabroso aún que los políticos; para los diablos, son sus platos preferidos, sus faisanes, «y la simiente que más provecho y fruto les da, porque cada juez que reciben en el horno viene acompañado de procuradores, relatores, escribanos, letrados y negociantes. Y con cada escribano varios oficiales y alguaciles y corchetes». Y si la época es fértil en fraudes, libertinajes y psicopatías, como ocurre con la actual, no hay predios suficientes en los infiernos para hospedar a tanto condenado del poder judicial y del ministerio correspondiente.
España, desde hace cinco décadas, viene sufriendo la ruindad de unos jueces venales y arribistas, haraposos moral e intelectualmente, apasionados por prevaricar, denigrar y envilecerlo todo, que archivan casos reveladores de la corrupción del poder y que con sus actuaciones desacreditan a la justicia. De ahí que lo justo sea romper a cualquier precio el cerco execrable de silencio con el que pretenden tapar los enormes escándalos de la Farsa del 78. Lo decente es acabar con esa mafia que tolera y acrecienta el tufo pestilente de las alcantarillas institucionales, atoradas por culpa de una corrupción endémica, pues la inmensa mayoría de los asesores y funcionarios de primera y segunda línea obedecen al poder y se apegan al sillón enganchados al soborno estructural, esto es, mafioso.
Ojalá que esos escasos jueces ejemplares que aún nos quedan estén idóneamente preparados y suficientemente protegidos por su honor, ya que no por el Estado, en esta necesaria regeneración, porque los españoles tienen que saber forzosamente y la Historia de España recoger fehacientemente en sus anales, que quien premió y alertó a los asesinos para escapar o evitar la cárcel, que quien robó su patrimonio a manos llenos y la vendió a sus enemigos por odio y por codicia, acabó finalmente juzgado, deshonrado y entre rejas.
Autor

- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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