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La doble muerte de Unamuno, L. García Jambrina y M. Menchón. (I) Memorización historiada: el (doble) crimen de la calle de bordadores. Por Luis Arturo Hernández
“Estudio en escarlata, ¿no? ¿Por qué no utilizar un poco la jerga artística? En la madeja incolora de la vida encontramos la hebra escarlata del asesinato, y nuestro deber consiste en desenredarla, separarla de las restantes y sacar a la luz hasta el menor de sus detalles.”
Arthur Conan Doyle [2012: 52.]
«Durante meses el mundo entero buscó la solución a aquel oscuro problema, el más oscuro, a mi parecer, que jamás se haya propuesto a la perspicacia de nuestra policía y planteado a la conciencia de nuestros jueces. Cada cual buscó la solución a aquel problema desesperante. Fue como un dramático rompecabezas sobre el que se encarnizaron la vieja Europa y la joven América. La verdad —me permito decirlo, “ya que no podría haber en todo esto amor propio de/ autor” y no hago más que transcribir hechos sobre los cuales una documentación excepcional me permite aportar nueva luz—, es que no creo que, en el campo de la realidad o de la imaginación, en el mismo autor de Los crímenes de la Rue Morgue, o hasta en las invenciones de los sub-Edgar Poe y de los truculentos Conan Doyle, se pueda encontrar algo comparable, EN CUANTO AL MISTERIO, “con el misterio natural del ‘cuarto amarillo’”.»
Gaston Leroux [1981: 7-8.]
Se conocen el detective y el doctor y, pese a sus diferencias, inician su colaboración en un caso de presunto asesinato, que “puede ser el comienzo de una gran amistad”. No hay sangre en la habitación, no hay heridas en el cuerpo, ni el presunto homicida estaba en la ciudad. En la pared, escrito con sangre, está la palabra «Rache» que significa ‘venganza’ en alemán. Deduce el detective que la víctima murió envenenada. No, no es, como habrá adivinado el instruido lector, el Estudio en escarlata, de Arthur Conan Doyle, y primer caso del detective Sherlock Holmes y el Dr. John Watson, sino La doble muerte de Unamuno, el caso en que traban conocimiento el detective Menchón y el Dr. García (,supongo), a quien el primero describe cómo cree que era el asesino: joven y dicharachero, uniformado de azul y correajes y con nociones de alemán por afinidad al Reich. Al fin, la trama sacará a la luz el cripto-protestantismo de la víctima —el anti-mormón por antonomasia: monógamo de filial e inveterada “costumbre”—, el hereje Unamuno.
Retrato de estudio, relato de cámara cerrada y pastiche de El misterio del cuarto amarillo de Gaston Leroux (no el derrochón Lerroux), pero con el autor yéndose de rositas.
«—No he entrado en el “Cuarto Amarillo” —prosiguió Frédéric Larsan—, pero me imagino que tienen la prueba de que no se podía salir de él más que por la puerta. El asesino salió por la puerta. Ahora bien, pues es imposible que sea de otra forma, así tiene que ser. Cometió el crimen y salió por la puerta. ¿En qué momento? En el momento en que le resultaba más fácil, en el momento más explicable, tan explicable que no puede haber otra explicación.»
Gaston Leroux [1981: 112.]
EN CAMPO DE SABLE, UN HAZ DE GULES
“Gracias a las notas apresuradas que sacó a lápiz, pudo reproducir casi textualmente las preguntas y las respuestas.”
Gaston Leroux [1981: 76.]
Novela policíaca, ensayo detectivesco, relato (en blanco y) negro, con actitud incriminatoria, tendenciosa, con juicios de valor (subjetividad coloquial) machihembrados con el objetivismo formal de la documentación, y la absoluta presunción de culpabilidad del principal sospechoso: Bartolomé Aragón Gómez, intendente mercantil y Catedrático de la Escuela de Comercio, a la sazón profesor auxiliar de la Facultad de Derecho, y camisa vieja falangista, de vuelta de Huelva (tras su bilocación en el frente de Jaca y su desintegración en el de Córdoba, para materializarse en “Prensa y Propaganda” de la FE onubense, según el sabueso Luis Manuel), en semejante misión especial —y “Lo más probable, pues, es que participara en algunas tareas de forma ocasional y secreta” [Gª y Menchón, 2021: 102]— y puesto en la picota con la letra escarlatA (y puede h/ojearse Nathaniel Hawtorne, 1850), infamado de por vida (por muerte civil) con la A de Aragón Asesino, un haz de flechas en escarlata sobre fondo negro—“¡A Dios pongo por testículo, que nunca más volveré a pasar jambrina!”, pareciera haberse jurado Gª, parafraseando a Escarlata Ojalá en Lo que el viento se llevó [Victor Fleming,1939; adap. de la novela de Margareth Mitchell, 1933], tras la Guerra Civil por antonomasia—: ¿Por orden de Millán (sel)Astray? ¡Ca! ¿De la Falange? ¡Quia! ¿O del III Reich? ¡Conspiranoia?
ENTRE (TO)DOS LO MATARON Y ÉL SOLO SE MURIÓ
(O SEA NI CASO)
Porque la piedra en el zapato de El doble crimen de la calle Bordadores —doble, por Gª y Menchón, no por personalidad múltiple de Unamuno, que no hubo más que uno—, el escollo es la franqueza manifiesta de Unamuno hacia Franco[1] ¿cisne blanco o patito feo?, cuando reniega de Mola, Millán Astray y de la brutalidad de los conmilitones del golpe: “Es verdad que siguió confiando en las buenas intenciones de Franco hasta casi el final, pero ya hemos dicho que este era muy astuto, lo que le permitía presentarse con piel de cordero cuando en realidad era el macho cabrío de la jauría [2021: 16]” (¡sobre todo con su voz atiplada, que suena más a McKarra Elejalde que al agudo rector encarnado por el actor!)—“Franco, que amén de astuto, era una persona muy cautelosa y sibilina”[2021: 65]—, haciendo bola con tan indigerible sapo (“sapo iscariote” llama León Felipe al Caudillo en El payaso de las bofetadas) y atragantado ante el tabú de madrugarlo (dicho en honor de su sucesor el vicerrector Madruga) creando un nuevo Gª (Lorca): “No obstante, eso no significa que no lo desearan” [2021: 25)], para cargar la suerte en las notas que el propio Bartolomé Aragón, único testigo de la muerte de U., toma esa misma noche en el hotel: “Para estar tan afectado, la verdad es que Aragón se preocupó mucho de dejar constancia escrita cuanto antes de lo que había pasado. ¿Acaso temía olvidarlo?” [:30] (o como si se tratara de escritura automática de un homónimo Aragón surrealista francés).
AUTO DE FE
O
NO HAY DOS(IS) SIN TRES
“La ruina moral de un edificio racional, sumada a la ruina real de la visión fisiológica cuando los ojos siguen viendo claro, ¡qué golpe tan horrible en el cráneo!”
Gaston Leroux [1981:157.]
I
DE JOVEN INCENDIARIO Y DE MAYOR, BOMBERO
“Pero dejadme, ay, que yo prefiera
la hoguera, la hoguera, la hoguera.
La hoguera tiene qué sé yo
que sólo lo tiene la hoguera.”
Javier Krahe, “La hoguera”, Valle de lágrimas [1980]
«Joseph Rouletabille me consideró con lástima, se sonrió negligentemente y no dudó más en confiarme que yo razonaba siempre “como una zapatilla”.»
Gaston Leroux [1981: 169.]
“’oh, jugo avinagrado de la raza, […]”
Jon Juaristi, “El sitio de Bilbao”, Diario del poeta recién cansado [Pamplona, Pamiela, 1985, p. 54.]
¡Qué tentación para los mnemo-correctores del agit-tank de la Historia, en el laboratorio de photoshop de la Memoria, el auto de fe de un “Hereje solitario”, en la hoguera, y a manos de un autor de (mala) FE (“creer en lo que no se ve” y hacer algo que se vea) en la fogata de las navidades con el fuego fatuo de las vanidades! Pues tras el envenenamiento (placebo) y la hemorragiA cRaNeal (con mensajero encriptado), no hay dos(is) sin tres. Y, para matar al mensajero, una dosis de refuerzo y tr(i)aca final de la hoguera.
En la nochevieja de 1936, hace ahora la friolera de 85 años, y a media tarde, encarnación del liberalismo satánico, Miguel de Unamuno y (en su) Jugo comienza a asarse en el brasero, como un chivo expiatorio de San Silvestre en honor de Abraxas, el dios del fuego, al calor del brasas de esa visita, Bartolomé Aragón, que “no deja de echar leña al fuego que comienza a arder bajo sus pies” [2021: 23], hasta que empieza “a salir humo del brasero”, con olor a chamusquina, más bien, a cuerno quemado o, mejor, a pezuñas de cabrito asado. (Como si lo hubiera mirado un tuerto. ¿Susto o muerte? ¡Si no es sino
un matasuegras). “Se levantó”, “el hombre que quemaba libros” [sic, 2021: 91], el familiar del Santo Oficio (Ofidio, mejor), el sayón (sic)ario del brazo (secular) en alto de los Torquemada, a atizar el (Fran)cisco (Franco) del fuego purificador al pie del Heresiarca de capirote, y “retirarlo y vio que se quemaba una de las babuchas de don Miguel” [:28-29] —más tacaño[2] que Torquemada en la hoguera, más polígrafo que el Tostado, quien fuera catedrático en aquella— para que no se ahumara, acecinado, antes de inhumarlo.
Qué ceremonia tan catártica la quema del Unamuninot, falla de la Civilización Occidental, en plena mascletá del I Año Triunfal, sambenitado con la muceta, encapirotado con el birrete por coroza, andando sobre ascuas por el infiernillo bibliotecario o purgatorio doméstico del brasero con zapatillas de paño, en un holocausto a domicilio y en olor de santidad, en el propio pebetero olímpico —olímbico, si estaba dormido en los laureles— del Premio in-Nobel, que va que ARDE, “que viene (antes de irse) el coco” —y mucho coco, no por su afición a la cocotología (de las pajaritas de papiroflexia al zoo de los “tigres de papel” de su parque judásico) precisamente—, protestón en la fogata, en pos de (Atilano) Coco, el húnico pastor protestante, pasado por las armas (de fuego).
II
AUTO DE FE (Y DE LAS JONS)
“Ese sistema que consiste en partir de la idea que se tiene del asesino para llegar a las pruebas que se necesitan es muy peligroso, señor Fred, pero que muy peligroso… ¡esto podría llevarlo lejos!… Cuidado con el error judicial, señor Fred; ¡lo está acechando!…”
Gaston Leroux [1981: 83.]
Y los m(n)emoingenieros ceden la palabra a Aragón, “el hombre que quemaba libros” (epíteto villano por antomonasia con que se lo rebautiza en La doble muerte), invocando la autoridad de don Miguel (de Cervantes) en “el donoso escrutinio” de la biblioteca de Alonso Quijano a manos del cura y el barbero —y cuando las barbas de tu vecino veas pelar, echa las tuyas a remojar—, un barbero contrahecho por el bachiller Aragón en el desdeñoso escrutinio de don Miguel (de Unamuno), abogado (y profesor de Derecho) del diablo con un ardor censor de acendrada—en honor al etimológico ‘hacer cenizas’— tradición, y Unamuno a la brasa, en carne y hueso, genio y figura hasta la quemadura en póstuma “Agonía del Quijotismo”, echando leña al fuego, avivando el ardor guerrero de los atizadores de la Guerra —“Pero nunca había ocultado lo que pensaba de ciertos militares, del nazismo, del fascismo italiano y de los falangistas españoles, que no eran más que un vulgar remedo de aquellos, como Aragón sabía de sobra” [2021: 110].
III
AUTO(R) DE FE
—“Ya sé —replicó mi amigo, con una voz burlona que me sorprendió—, ya sé que ahora habrá que comer matanza.”
Gaston Leroux [1981: 86.]
«Esas notas divulgaron el golpe del “hueso de cordero” y por ellas supimos que el análisis había confirmado que las marcas dejadas en el hueso de cordero eran de “sangre humana”.»
Gaston Leroux [1981: 121.]
Pero, al punto, la falla resulta fallida, indultada in extremis, para insinuar un procedimiento más expeditivo, descartada la ponzoña, que es inversión a corto o medio plazo: agarrotado vilmente, acogotado, apuntillado. ¿Descabellado? Más descabellada, nunca mejor dicho, es la misteriosa pata de cordero del “cuarto amarillo”—de cabrito o, más castizo, hueso de jamón: ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, de Almodóvar, 1984—.
En fin, no era un “falso discípulo” Bartolomé, como se presentaba, sino el agente secreto Judas que entrega al Maestro —se entrometen, entremeten, malmeten ambos pesquisidores—, bajo la advocación de “San Judas” (el santo patrón de la policía), precursor del piolet de Ramón Mercader y la revolución permanente, este Aragón Mercantil que apiola al disidente en nombre de la revolución pendiente, a Unamuno a manos de Paco con la rebaja otra tarde de san Bartolomé: “¡Alibote, alibote, hugonote el que no bote!”
GOLPE DE MANO E (INTER)CAMBI(AZ)O DE ROLES
(O
A OTRO SABUESO CON ESE HUESO)
«Me veo más abyecto, más vil en la escala de la inteligencia que esos agentes de la Seguridad imaginados por los novelistas modernos, agentes que han adquirido su método leyendo novelas de Edgar Poe o de Conan Doyle. […] ¡has leído demasiado a Conan Doyle, amigo mío!… Sherlock Holmes te hará cometer tonterías, tonterías de razonamientos más enormes que las que se leen en los libros… Te harán detener a un inocente… […] ¡Esperas una última prueba…, una última1 ¡Di mejor la primera, desgraciado! […] También yo me he inclinado sobre las “huellas sensibles”, pero para pedirles únicamente que entren en el círculo que había dibujado mi razón. ¡Ah1 Muchas veces el círculo fue tan estrecho, tan estrecho… Pero por estrecho que fuera, era inmenso, “¡porque no contenía más que la verdad!”… sí, sí, lo juro, las huellas sensibles nunca han sido más que mis criadas…, no han sido mis dueñas… No han hecho de mí esa cosa monstruosa, más terrible que un hombre sin ojos: ¡un hombre que ve mal!»
Gaston Leroux [1981: 166.]
Por si el ensayo no fuera ya suficiente amaño tendencioso (de parte) —en canónigo homenaje a Canon Doyle (y doyle al Doctor el epíteto épico de Conan el Bárbaro)—, el “interludio literario” (nivola ni bulo), de recreación imaginaria —fantaseo malintencionado y delirante a lo Edgar Allan Poe— , refuerza, por efecto del contraste, el presunto objetivismo documental (más que “docu”, “mental”), a la vez que prepara el golpe de mano (blanda) final al encausado, invirtiendo los parlamentos de ambos interlocutores, al atribuírsele el “Dios no puede volver la espalda a España. España se salvará porque tiene que salvarse” de Unamuno —“versión oficial” recogida del propio Aragón por el periodista y biógrafo Emilio Salcedo [Rabaté, 2019: 64]— al falangista [Gª y Menchón, 2021: 111] y, trocando el “drama de mesa camilla” no en una “tragedia borgiana, quijotesca, shakesperiana y sofocleana” (demasiado aval de autoridades, se antoja, para cosa buena), sino en un melodrama social, García se sale con la suya, pegando el cambiazo que ya apuntaba maneras desde el ensayo, consumándolo por fin sub specie inventionis.
¿VOLVER LA ESPADA A DIOS (EL ÁNGEL EXTERMINADOR)
O
UNAMUNO ENTRE LA ESPAÑA Y LA PARED?
“—Hay que seguir confiando en Dios, que para eso está de nuestro lado —indicó entonces el joven profesor.
—La verdad es que a veces pienso si no habrá vuelto Dios la espalda a España disponiendo de sus mejores hijos —comentó Unamuno con gesto de desaliento.
—¡Eso no puede ser, don Miguel! —exclamó Aragón—. ¡Dios no puede volverle la espalda a España! ¡España se salvará porque tiene que salvarse! —añadió de forma enérgica.
—¡Cómo puede usted seguir hablando de Dios y de salvar a España, después de las atrocidades que los suyos están llevando a cabo? —replicó Unamuno sin poder contener su santa ira.”
Luis García Jambrina y Manuel Menchón [2021:111.]
He aquí la versión corregida y aumentada, la recreación reconstruida de sus últimas “palabras para un fin del mundo”, el remake ¿o refake? de la conversación que García, suponiendo, proponiendo y, como colofón, imponiendo ese prejuicio maniqueo de que la “salvación de España por la gracia de Dios” fuera patrimonio nacional exclusivo del nacional-catolicismo del “fajista” Aragón, como si tal unidad de destino en lo universal no fuera piedra angular del hispanismo de Unamuno, que, sin ir más lejos, en el discurso de despedida en el Paraninfo de la U. de Salamanca, en 1934, con motivo de su jubilación (y, por tanto, sus últimas voluntades universitarias), había pedido al alumnado la salvación de ese destino común con sus “palabras para un fin de” carrera docente: “Salvadnos por España, por la España de Dios, por el Dios de España” [Trapiello, 2019: 52].
Y, así, con malas artes de thrillero —que en su saca intelectual, malmete y entresaca y, entre dimes y diretes, donde dice digo, digo Diego— y una instrumentalización torticera proverbial en el lumpen-intelectuat de género negro, L. García (Jambrina) enmienda (¿o enmierda?) la plana al L. González (Egido) de aquellas glosas literaturizadas de angustia existencial postrera de su Agonizar en Salamanca [1986] y en las cuales, frente a los hunos y los hotros, M. de Unamuno, entre la España y la pared, se muestra más Humanuno que ninguno —y véase, si no, el penoso escrutinio de la votación para presidente de la República en 1931: Alcalá-Zamora, 362 vs. Unamuno, uno: unamúnico voto (y para colmo tal vez no fuera ni el suyo) que lo condena al ostracismo por unamunidad— en su particular comunión patria. Y motivo este, de la atracción y el interés que ya despertaba en Falange: “[…] además, los intelectuales de Falange admiraban a Unamuno, al que consideraban un pensador nacionalista-revolucionario” [Juaristi, 2012: 446][3].
EL CABALLERO DEL PUNTO FIJO: 16 AÑOS ANTES
TANTO MONTA, MONTA TANTO, DESATAR COMO CORTAR
—“Las enojosas coincidencias —le respondió mi amigo— son las peores enemigas de la verdad.”
Gaston Leroux [1981: 131.]
Tras el ensayo preliminar de “El último café” [2005], cuento de carácter testimonial, asistimos ahora al ensayo general con todo —el que la sigue la consigue y, si sale con barba, envenenao, y si no, pues desnucao— y al clímax o desenlace del nudo gordiano del drama (y nunca mejor traído el mote cortar o desatar a propósito del yugo y las flechas de los RR.CC., en cuyo nombre se habría “desnucado” a Unamuno): o de cómo un Dr. en Filología Hispánica enmendó la plana a un Dr. en Medicina forense (tanto monta, monta tanto) , refutándolo para exponer un deliberado cripto-diagnóstico de muerte natural sospechosa —de “algo oscuro, tal vez de índole criminal […] -y esto es solo una hipótesis muy aventurada por nuestra parte-”, y tanto monta, monta tanto, Manuel como Jambrina—, de la hipotética, hipopoética “carta robada” de un homicidio encubierto —amañado por el Doctor Adolfo Núñez, “notorio republicano y que había sido de alguna forma castigado por ello” [:120]— que incrimina a su última visita, el “único testigo”.
“¡Luego dentro del círculo tengo un personaje que es dos, es decir, que, además de su personaje, es el personaje del asesino!… ¿Por qué no me había dado cuenta antes’? Sencillamente, porque el fenómeno de la duplicidad del personaje no había pasado ante mis ojos.”
Gaston Leroux [1981, p. 241.]
En sus últimas Palabras para un fin del mundo [2020], la voz investigadora de Manuel Menchón diagnosticaba “fallecimiento por hemorragia bulbar” (certificada sin autopsia), glosando tan repentina muerte súbita (¿hoy ya normalizada como repentinitis) como sospechosa de criminalidad (hoy en día, y en los años 30) y sólo diagnosticable mediante autopsia, por cuanto no deja marcas o, si acaso, muy escasas señales externas. Algo que se compadece bien con el presunto acogotamiento del septuagenario escritor a manos de un sicario de (San) Millán -Astray- (de la Cogolla, y a los clavos del herrero jugaba (San) Millán, (San) Millán, que era guerrero, tríquili, tríquili, tras) o, en su defecto, de Santo Domingo de (a)Silos, otro santo de la devoción del régimen de “la lengua compañera del imperio”, por el confinamiento domiciliario del venerable anciano.
Y que Luciano González Egido, nada sospechoso de colaboracionismo con el Régimen —y cuya exaltación y estilo apasionado, entre conmovido y patético, no tiene nada que envidiar en su recreación introspectiva a la vehemencia “facha” que tanto ridiculiza[4]—despachaba en una frase. “Los médicos certificaron su muerte por congestión cerebral.”, en la “Introducción” a su Agonizar en Salamanca [1986: 17].
García (y Cía), por el contrario, cicatero, calculador, taimado en su reinvención —que en tiro parabólico dispara por lo alto, hacia Borges, a quien tan poco debe Unamuno, y más por santo de su devoción que porque Unamuno lo fuera del argentino—: j’accuse,
pero sirviéndose del proverbial expediente de quien lanza la piedra y esconde la mano:
“Como hemos visto, carecemos de pruebas concluyentes que certifiquen que la muerte de Unamuno no fue natural. […] En nuestro contrarrelato hay, pues, una importante elipsis narrativa, un ostensible vacío, una patente omisión. Pero este libro no es un alegato jurídico [¡ah!] y los autores no somos quiénes para acusar ni juzgar a nadie [¡no?], ya que, a diferencia de los que construyeron el relato oficial, nosotros no pretendemos estar en posesión de la verdad y lo único que buscamos es aclarar, hasta donde [¿?] sea posible, las circunstancias que rodearon la muerte de Unamuno” [Gar&cía, 2021: 127].
Y “dato mata relato”, que apostillaría Un murciano encabronao.
LAS PRISAS ¿PRISA Y/O PRI S.A? SON MALAS CONSEJERAS
“Hay que buscar, pues, entre las cinco y las seis y cuarto. ¡Qué digo las cinco!”
Gaston Leroux [1981: 253.]
“El hombre seguía muy alterado, mucho más que las hijas y que la propia Aurelia, aunque a veces daba la impresión de que sobreactuaba o exageraba un poco, como si quisiera dejar bien claro que él no había sido, que él no había tenido nada que ver. ¿Y por qué habría de haberlo matado?, se preguntarían Felisa, María y doña Pilar [vecina]. Eso era algo que no les cabía en la cabeza” [:112]. Quien se excusa, se acusa, insinúa el ministerio (de cultura) fiscal, apelando al magnánimo garantismo de la aboGa(r)cía del Diablo —con escandalizado asombro y regodeo de afectada exculpación, entre recurso de falso amparo y protestas de obvia presunción de inocencia—, a la sazón abogado. Y, acto seguido, sitúa el objetivo en el progresivo y “sospechoso” adelanto (al merme, al merme) de la hora del fallecimiento, hasta el punto (y hora) de que en esa cuenta atrás —del cálculo aproximado de los testigos (entre las 5y las 6), pasando por la hora que consta en el certificado de defunción (entre 4 y media y 5), hasta la del certificado de inhumación (entre las 4 y 4 y media), del “urgentísimo” entierro del día siguiente— el óbito se habría producido antes incluso de la llegada de Bartolomé a la C/ Bordadores.
Si a tales prisas se suma la celeridad con que el propio falangista deja constancia esa misma noche en unas notas por escrito sobre las circunstancias de la fatal visita —¿en calidad de novio de la muerte?, le falta apuntillar a García—, a fin de conjurar cualquier sospecha —y fijando su testimonio para la versión oficial que, en forma de prólogo de J. Mª Ramos Loscertales (ex-rector, a la sazón decano de Fª y Letras y rival declarado del homólogo vizcaíno)[5] al dichoso trabajo de Bartolomé Aragón, ya a principios de 1937, lo exculparía para los restos—, se abona el terreno al gato (a falta de dato) encerrado. Y, así, se pretenden tan malas consejeras las prisas para la necrológica radiofónica de Giménez Caballero —“Pero ¿a qué venía tanta prisa y tanto celo en una fecha como esa [Nochevieja]?” [:55]—, como para la inhumación en Año Nuevo —“¿a qué tantas prisas? ¿Por qué tanta celeridad para enterrar a don Miguel, dado que se trataba del primer día del año? [:124]—, cuando se acaba de aplaudir, para encarecer una de las novedades que justifican La doble muerte, la diligencia del catedrático de Derecho Civil Ignacio Serrano, “que estuvo presente en el acto [del “Día de la Raza”] y que por la tarde tomó buena nota de lo que acababa de ver y escuchar en el paraninfo” [¡Ojo!, “buena”, dice; ¿tanta prisa tenía?, diría Gª],“oculto durante más de 80 años y dado a conocer de forma facsimilar” [:58] en El resentimiento trágico de la vida [Rabaté eds., Pre-textos, 2019].
Y, ENTONCES, ¿TÚ POR QUÉ NO TE CALLAS?
“Su silencio acerca de los puntos que ya conocemos se volvió contra él y parecía indudable que ese silencio iba fatalmente a aplastarlo.”
Gaston Leroux [1981: 222.]
—“En este mundo no importa demasiado lo que uno haga —replicó mi compañero con amargura—. Lo importante es de lo que uno es capaz de convencer a la gente que ha hecho.”
Arthur Conan Doyle, Estudio en escarlata, [2012: 151.]
Tanto monta, monta tanto, sediciendo como callando. Y el que la sigue la consigue… Pero, al fin, el parto de los montes. Tanto monta tanto como tonto (y viceversa). La parida exculpatoria de un trabajo de documentación digno de mejor Causa (General), que no empresa (PSOE S.A.), por parte de un ñaque que desempeña todos los papeles en la junta de la sala del crimen: de brigadilla de inspectores antifas o detectives-consultores[6] al servicio del comisariado de Prensa y Propaganda, a abogados de la acusación y fisgales del Tribunal del Pueblo (antes Frente Popular) contra Bartolomé Aragón (guerra psicológica indirecta de Gila: “Aquí alguien ha asesinado a alguien”), en esta causa particular seguida contra él como pieza suelta (¡y vaya pieza!) de la Causa General contra el Gral. Millán Astray y el franquismo en General (Franco). Pero todo ello sin más afán que el noble y leal compromiso de exhumar los restos mor(t)ales de M. de Unamuno en aras de una memotécnica Defensa de la Memoria Democrática (antes Histórica) Oficial.
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BIBLIOCRACIA
CONAN DOYLE, ARTHUR [2012]: Estudio en escarlata, Barcelona, Debolsillo.
GARCÍA JAMBRINA, LUIS y MENCHÓN, MANUEL [2021]: La doble muerte de
Unamuno, Madrid, Capitán Swing.
GARCÍA JAMBRINA, LUIS [2005]: “El último café”, en Muertos S.A. Almería, El
Gaviero.
GONZÁLEZ EGIDO, LUCIANO [1986]: Agonizar en Salamanca. Unamuno (julio-
diciembre 1936), Madrid, Alianza.
JUARISTI, JON [2012]: Miguel de Unamuno, Madrid, Taurus.
LEROUX, GASTON [1981]: El misterio del cuarto amarillo, Madrid, Anaya.
MENCHÓN, MANUEL (dir.) [2020]: Palabras para un fin del mundo, RTVE.
RABATÉ, COLETTE y JEAN-CLAUDE [2019]: Miguel de Unamuno: biografía,
Barcelona, Galaxia Gutenberg.
TRAPIELLO, ANDRÉS [2019]: Las armas y las letras, Barcelona, Destino.
UNAMUNO, MIGUEL DE [1986]: Cómo se hace una novela, Bilbao, Asociación de Amigos de Unamuno.
NOTAS
[1] «En cuanto al caudillo —supongo que se refiere al pobre general Franco— no acaudilla nada en esto de la represión, del salvaje terror, de la retaguardia. Deja hacer. Esto, lo de la represión de retaguardia, corre a cargo de un monstruo de perversidad, ponzoñoso y rencoroso. Es el general Mola. Ese vesánico no ha venido —al revés de Franco— si no (sic) a vengar supuestos agravios de tiempos de la dictadura primo-riberana (sic) […]
»Qué cándido y qué ligero anduve al adherirme al movimiento de Franco, sin contar con los otros, y fiado —como sigo estándolo— en este supuesto caudillo. Que no consigue civilizar y humanizar a sus colaboradores. Dije, y Franco lo repitió, que lo que hay que salvar en España es la “civilización occidental cristiana” puesta en peligro por el bolchevismo, pero los métodos que emplean no son civiles, ni son occidentales, sino africanos —el África no es, espiritualmente, Occidente— ni menos son cristianos. Porque el grosero catolicismo/ tradicionalista español apenas tiene nada de cristiano. Eso es militarización africana pagano-imperialista: y el pobre Franco […] se ve arrastrado en ese camino de perdición. Y así nunca llegará la paz verdadera. Vencerán, pero no convencerán, conquistarán, pero no convertirán» [carta a Quintín de Torre, 13/XII/36, en G. Egido, 1986: 227-228.] Dicho sea cuando ya uno aspira a vencer, ni siquiera a convences, y se conformaría tan solo con comprender, porque la victoria me es “inverosímil”, por no decir “indiferente” (que is different).
Última versión de su “guerra (in)civil”, glosada por Juaristi [2012: 458]: «Tenía suficientes datos para saber que a Franco no le arrastraba nadie, y que como jefe supremo de la rebelión era directo responsable del “salvaje terror2 ejercido sobre los republicanos. […] Creo que de esto, precisamente, de tener la certeza de que las cosas eran así, nacía la desafiante insolencia de Miguel ante la censura y las libertades que se tomaba, impensables en otro cualquiera, a la hora de insultar a los falangistas, a Millán Astray, […], a todos menos a Franco; en la seguridad de que el Caudillo había decidido que él, Unamuno, tenía que vivir; de que Franco era quien había evitado que su antiguo compañero legionario se resarciera del discurso del paraninfo de la única manera que sabía cobrarse las ofensas.»
[2] «Acaso por gratitud [por haber sido confirmado en el cargo de rector vitalicio por la Junta de Defensa a los pocos día de su destitución por el propio Presidente M. Azaña] Unamuno hizo donación de cinco mil pesetas al bando nacional en una de las “suscripciones” habituales entonces para sostener los gastos de la rebelión. Una fortuna: el sueldo de seis meses de un catedrático. Dada la proverbial tacañería del rector, su biógrafo Rabaté supone (sin pruebas) que se trató únicamente de un señuelo, sin efectos crematísticos, para despertar la solidaridad de otros patriotas» [Trapiello, 2019: 56]. Rectorado que le volverían a madrugar (dicho sea en honor del amigo) pocos días después del Día de la Raza a favor del vicerrector Esteban Madruga. Y en sus propias palabras, “con ayuda de cierta inclinación a la avaricia que me ha acompañado siempre y que cuando estoy solo, lejos de mi familia, no halla contrapeso” [Unamuno, 1986: 62].
[3] “Su gresca en el paraninfo, lejos de disgustarles, había entusiasmado a muchos de ellos, porque se había atrevido a plantar cara a la derecha tradicional. Así que se acostumbraron a visitar al viejo réprobo y a acompañarlo en sus paseos, sin preocuparse del policía que los seguía a prudente distancia. González Egido es algo injusto con ellos cuando afirma que sólo querían sacarle un material de primera clase para sus futuras memorias de guerra. Eso también es cierto, pero vendría después. Víctor de la Serna, Antonio Obregón y una nutrida cohorte de escritores falangistas asediaron amorosamente a Unamuno después de que éste cayera en desgracia” [Juaristi, 2012: 444].
[4] “Ni que decir tiene que todas aquellas palabras de erudición histórica y de civilización eclesiástica, rehogadas por la pasión política del ambiente, producían un efecto vasodilatador sobre las conciencias cainitas de la gente apezuñada en el Paraninfo […]”; «[…] respondieron, premiosos y contundentes, a las urgencias gregarias del rito falangista con los gritos habituales de la rebelión, […] y todos expectoraron la contestación requerida, espontánea a fuerza de repetición pavloviana [¿del Dr. Pavlov o de la Pavlova?] y coacciones belicosas […]»; “Como estaba programado, desde el primer tiro de la rebelión, los aplausos se atropellaron por hacerse evidentes y sonoros, acelerando la circulación de la sangre, que congestionaba los cerebros apezuñados en el Paraninfo del nacionalismo y el odio” [G. Egido, 1986: 133-134-135].
[5] “Conocidos estos antecedentes, ¡qué podemos esperar del relato de Loscertales sobre la muerte de Unamuno? Exagerando un poco, sería como si encargáramos el obituario de una persona a uno de sus rivales o enemigos” [García y Menchón, 2021: 33].
[6] “Soy un detective-consultor, si usted entiende lo que es esto. Aquí en Londres hay un montón de detectives del gobierno y un montón de detectives privados. Cuando estos señores andan desorientados, acuden a mí, y me las ingenio para ponerlos en la pista acertada. Me suministran todas las pruebas, y generalmente soy capaz, con ayuda de mis conocimientos de la historia del7 crimen, de indicarles el camino a seguir” [Conan Doyle, 2012: 24-25].
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