Los pretenciosos escritores improvisados como yo lo soy hoy aquí, decidido a hablarles a ustedes sobre ese gran misterio que es la poesía – sobre la verdadera poesía, no sobre el ejercicio de escribir renglones, uno debajo de otro-, escritores vanos, como digo, que no tienen el don de la retórica para tan elevados fines, temen que cuando acabe el discurso, si es que acaba, los asistentes patearán y silbarán. Por eso, para que se muestren indulgentes, comenzaré advirtiéndoles que la poesía es, sobre todo, cosa de dos: autor y lector, y que en un mismo texto conviven tantos poemas como lectores; y diciéndoles también que ser poeta no es sino una manera de ver el mundo, y ponerse a contemplar el mundo con mirada particular tiene el peligro de acabar en la subversión, y más en estos tiempos en los que el poder liberticida está empeñado en robar la dignidad e incluso la vida al ser humano.
La poesía es un oficio hoy desprestigiado, y la de poeta es una profesión pasada de moda. Más aún porque vivimos tiempos turbios en los que la inmoralidad se extiende por lo privado y por lo público. Y es precisamente en estos tiempos cuando más debe el espíritu buscar un refugio y un objetivo para sobrevivir. Uno de esos refugios y objetivos salvadores puede y debe ser la poesía. Porque la poesía es religiosidad, y la religiosidad es poesía. Y el poeta veraz es un sacerdote cuya razón de ser se manifiesta en tres cometidos: habitar lo infrecuente, desvelar lo invisible y concretar -o al menos balbucear- lo indecible. La poesía, pues, es el último bastión que nos queda, la forma de la elocuencia suprema. Toda nuestra apuesta debe ser por la poesía, por su significado, y eso no sólo es una estética, sino sobre todo una ética.
La poesía conmueve, no explica. ¿Para qué la poesía? ¿A quién le importa de verdad? La pregunta se estrella contra la indiferencia general, pero sigue entusiasmando o atormentando a una minoría lúcida e insensata. Sí, es cierto, algunos cuestionan para qué sirve la poesía; yo me pregunto para qué sirve lo demás. La vida sin poesía, es decir, sin belleza, sería, peor aún que un sinsentido, un error. Y es en ese error en el que los nuevos amos quieren que sobrevivamos. Puesto que la poesía tiene por origen y por objeto lo que hay de más alto y noble en el mundo, no se puede aplicar a motivos bajos y groseros: únicamente los temas profundamente humanos, sublimes y santos le convienen. Cuando se la utiliza para composiciones licenciosas o simplemente vulgares, el poderoso impulso que constituye su patrimonio queda degradado. Tal desviación del lirismo es una auténtica profanación.
La poesía busca la sorpresa, rehúye el tópico, lo consabido, la moraleja fácil, nos hace ver las cosas de distinta manera; no es nunca ejemplificación de una teoría previa. La poesía es el arte de la sorpresa, lo relativo a la expresión, la intención y el arte de sorprender. La poesía es un instrumento ideal para expresar lo insatisfactorio de la vida y de nuestra propia vida. Según la concepción platónica, que tantos sabios poetas adoptaron, Dios inspira la poesía para llevar al alma de los hombres hacia la divinidad; de este modo, hacer poesía es alabar a Dios, y como éste se encuentra en la naturaleza, poesía-naturaleza-divinidad son tres términos inseparables.
La vida humana es faena poética. Invención del personaje que cada cual, que cada época tiene que ser. El hombre es creador de sí mismo, y creándose a sí mismo crea su entorno. La fantasía es la facultad primordial del hombre. Algo que en estos tiempos miserables se desea ocultar, porque se odian las cualidades que ennoblecen a la humanidad. El hombre lleva en sí la emoción de lo poético. Al menos, todo hombre capaz de estremecerse contemplando un crepúsculo.
La poesía es un acto de conocimiento. Se puede ser poeta sin escribir un solo verso. Para ser poeta es suficiente amar a la justicia, a la verdad, a la libertad, es decir, a la belleza. La escritura de poemas es sólo un añadido a la naturaleza del ser poético. Un poeta ha de dedicar su vida a la justicia, que es a lo que se aplicó Cristo generosamente durante su corta existencia. Y Cristo, que yo sepa, no escribió un solo verso, aunque su vida es toda ella un paradigma de expresión poética, de belleza, de poesía con mayúscula.
La poesía, como toda expresión artística y literaria, sube y baja, las modas vienen y van, los prestigios se hacen y deshacen y al final lo que queda es lo que está escrito, lo que está creado. Jamás, en definitiva, un escritor ha sido desprestigiado por nadie excepto por sí mismo. La única escritura que puede hundirnos es la propia nuestra, de modo más eficaz que cualquier crítica u omisión. La poesía, toda expresión artística y literaria, es un oficio que se juzga a largo plazo. Uno escribe para sus contemporáneos, pero a veces es más apreciado por las generaciones venideras. La escritura, la creación, es un arte de la paciencia.
La poesía no puede venderse porque no es un objeto, sino precisamente lo contrario. Un objeto es inmanencia; y en cambio la poesía es trascendencia. Ni siquiera puede hacérsela «llegar» a otros: llega de un modo u otro porque es su ley, una ley, quizá, subversiva, furtiva, oculta. Es alimento de raíz, no fruto de escaparate. Un poeta no puede acogerse a la autocompasión sin avenirse al juego de una sociedad apoética donde lo que no tiene valor de mercado no existe. El destino del poema no es el circuito habitual de la promoción, no es el espectáculo, la edición masiva, el reconocimiento público; es nada menos el corazón del hombre.
La poesía vive primordialmente de las crisis. Florece entre los escombros. Oye el ruidito de la carcoma. Su función es profanar convencionalismos, velar en las tinieblas exteriores, proteger a la verdad y a la justicia para mantenerlas vivas, y estar siempre dispuesta a contar a los supervivientes de la catástrofe las viejas historias de siempre. Y a cantar a la lucha por la virtud y la esperanza. Ahora estamos atravesando una gran crisis, empeñados como están los amos oscuros en cambiar el mundo. Enfrentémonos firmes a estos cofrades tenebrosos y a sus repugnantes siervos con la Cruz, con la espada… con la Poesía.
Redacción:
Premis Ciutat de Palma: Jesús Aguilar Marina gana el Premio Rubén Darío de Poesía en Castellano
Autor
- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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